Los bailes

Por Velmiro Ayala Gauna


Doña Petrona prepara la masa para los "chipás", las sabrosas tortas de almidón de mandioca que han hecho su fama en Crucesitas. Sus rollizos brazos morenos están empolvados hasta el codo y su frente comienza a perlarse de sudor por el esfuerzo.

Afuera la naranja del sol madura en el cielo tropical y sus reflejos sobre las aguas del río, disparan luminosas saetas en la diafanidad del aire.

Jacinta, la mayor de sus hijas, está en el patio calentando el horno mientras Rosa, la menor, se afana cosiendo su vestido de fiesta.

- ¡Mamá!... - dice de pronto esta última. En su voz tiemblan los acentos de un ruego.

Anticipándose al pedido, la madre truena desde la cocina:

- ¡No!...

- Pero... - protesta la muchacha - si no iba a pedirle nada. Solamente quería saber una cosa.

- Bueno... - contesta doña Petrona desconfiada - preguntá nomás...

- ¿Cuántos años tenías cuando empezaste a dir a los bailes? Ya serías medio bichoca, ¿no?

- ¡Bichoca!... ¡Hum!... Si apenas tenía quince...

- Y yo tengo dieciséis y entuavía no me has dado el gusto.

- ¡No!... ¡No!... ¡No!... - replica la progenitora -. Ya te dije que no irías.

Rosa calla pero no abandona la esperanza y sigue afanosa ocupada en su trabajo. Aunque desde hace quince días vive procurando inútilmente conseguir el permiso para ir al baile en el almacén de don Rosendo, espera que, a última hora, el milagro se produzca. No en balde le ha venido rezando a la Virgen de Caá-Cupé y le ha prometido encender, frente a su imagen, un paquete de velas.

Da la última puntada y la asegura, luego va a la cocina a preparar la plancha para estirar la pollera. Ya lleva el cabello ceñido por una cinta roja que no consigue, sin embargo, rivalizar con el rojo de sus labios frescos.

La madre la sigue con la mirada sin decir palabra y se ve a sí misma unos veinte años atrás. Igual que ella tuvo que luchar contra la resistencia de sus mayores, igual que ella estaba ansiosa de entregarse en los brazos de un hombre al compás de la música.

***

Rosa ya ha cargado la plancha con brasas y sale a dejarla sobre una piedra en el patio para que se caliente. Al agacharse, sus caderas se muestran rotundas, pese a su nubilidad, y cuando se incorpora, en la blusa se marcan los senos enhiestos.

- ¡Já!... - Dice doña Petrona - ¡Y cómo se le van a dir al humo los hombres cuando la vean! Mesmo que moscas a la miel...

El grito de un niño que llega desde la pieza interior arranca a Jacinta de frente a la boca del horno.

- ¡Ahí tenés...! - tiene ganas de decir la vieja - lo que traen los bailes...

Porque fue hace tres años, más o menos, que a ruegos de su comadre Emeteria, dejó ir a uno de ellos a su hija mayor. En lo mejor de la fiesta la guardiana quedó dormida y la muchacha mareada por la música y las bebidas, olvidó los consejos recibidos y salió con un joven a tomar "un poco de aire".

A los nueve meses vino al mundo Rómulo, su primer nieto.

¡Y qué lindos eran los bailes! Aún recordaba cuando ella fue por primera vez. Llegó temprano y se acomodó en una silla en un rincón. El piso estaba bien barrido y recién regado. El olor a tierra mojada le hacía cosquillas en la nariz. Ella estaba tiesa dentro de sus enaguas almidonadas y temerosa de que nadie la sacara a bailar.

Pero no fue así, los "damos" disputaban por sacarla y hasta hubo un intento de riña por su causa que no llegó a mayores debido a la presencia del comisario.

Bailó y bailó hasta aturdirse, y cuando Pedro, el hijo del patrón que estaba pasando las vacaciones en la estancia, la invitó a salir afuera a descansar, ella no pudo negarse.

Fueron debajo de los naranjales de la quinta. Había un intenso perfume de azahares en el aire.

Se sentaron sobre la hierba, mullida y fresca. Pedro la tomó de las manos y le habló dulcemente. Sus labios ardientes se posaron en los suyos y se durmieron en un beso. Todavía recordaba cómo, a través del follaje, pudo ver el brillar de las estrellas en la noche.

Así nació Jacinta.

Recién a los tres años volvió a otro baile con el firme propósito de mirar solamente. Para distraer sus ocios bebía una copa de anís de tiempo en tiempo. El calor y el alcohol minaron su resistencia y al promediar la noche era la más entusiasta danzarina.

Fiel a la promesa no salió con nadie de la sala de fiesta, pero, en cambio, permitió que un forastero, lo más serio, la acompañase de vuelta hasta el rancho.

A mitad del camino sintió un gran cansancio y se sentaron a descansar bajo un ombú. Poco a poco fue apoyando la cabeza en el pecho del hombre arrullada por sus palabras.

Así nació Rosa.

Doña Petrona sacude la cabeza como para ahuyentar los recuerdos, modela las tortas, las pone sobre hojas de achira y las coloca en una fuente que Jacinta se encargará de llevar al horno.

Rosa, en la pieza cercana sigue planchando sus galas y de vez en cuando la mira con ojos lastimeros.

No dice nada pero ella comprende su muda súplica y poco a poco su tierno corazón se va ablandando.

Cuando termina la tarea llama a las hijas a su alrededor y dice:

- Ya no puedo aguantar más la mirada 'e carnero degollau de ésta, ansí que la vua dejar dir.

Rosa abre sus enormes ojos y abraza agradecida a la madre.

- Pero - prosigue - vas a dir con Jacinta pa que te cuide...

Reflexiona un rato y concluye sentenciosa:

- ... Y yo vua dir pa cuidar 'e las dos... ¡Ya no quiero más críos en la casa!... ¡Si sabré yo lo que son los bailes...!

***

Los viajeros que llegan en busca de los afamados "chipás" de doña Petrona cuando ven en el patio a tres criaturas de pocos meses, gateando, exclaman:

- ¡Qué igualitos! Parece que fueran trillizos...

La madre y las dos hijas enrojecen y callan.

Pero a veces el visitante insiste.

- ¿Cómo se llaman?

- Rosa, como yo... - dice alegremente la menor.

- Juan - contesta Jacinta indiferente.

- ¡Pascual Bailón! - responde secamente la vieja y dando vueltas entra furiosa a la cocina.