Mademoiselle Fifí

(Por Guy de Maupassant)


El comandante prusiano conde de Falsberg acababa de leer la correspondencia del día, con el cuerpo embutido en un blando sillón y los pies apoyados en el mármol de la elegante chimenea, donde las espuelas, durante los tres meses que los alemanes ocupaban el palacio de Uville, habían trazado surcos, más pronunciados cada día.

Una taza de café humeaba sobre un velador de marquetería, manchado por los licores, quemado por los cigarros, señalado por el cortaplumas del invasor, quien, acabando de afilar un lápiz, a veces trazaba sobre el mueble caprichosas cifras o dibujos para entretener sus ocios.

Cuando el mayor hubo repasado todas las cartas y periódicos alemanes que su ordenanza le llevó aquel día, levantóse, y después de añadir al fuego cuatro enormes leños verdes, porque aquellos conquistadores talaban poco a poco el jardín para calentarse, acercóse a la ventana.

Llovía a torrentes: una lluvia normanda que parecía lanzada por una mano furiosa; una lluvia diagonal, espesa como una cortina de agua, formando una especie de muralla con rayas oblicuas; una lluvia ruidosa y violenta, que todo lo inundaba; una verdadera lluvia de los alrededores de Ruán, ese orinal de Francia.

El militar contempló bastante rato los paseos inundados, y a lo lejos el Andelle, que se hinchaba, desbordándose; y repicaba con las yemas de los dedos en los cristales, recordando un vals del Rin, cuando un ruido le obligó a volver la cabeza: entraba el capitán, barón de Kelweingstein, segundo jefe del destacamento.

El mayor era un gigante; ancho de espaldas, muy barbudo, y su inmensa figura solemne le daba cierto parecido a un pavo con la cola erizada; un pavo militar que llevara la cola en la barba. Tenía los ojos azules, fríos, bondadosos, y en una mejilla la cicatriz de un sablazo que recibió en la guerra de Austria; estaba reputado como buena persona y buen militar.

El capitán, bajito, coloradote, ventrudo, llevaba muy recortada su barba roja, casi fosforescente. La mella dejada por dos dientes perdidos en una noche de amorosa conquista, sin que se hubiese dado cuenta de cómo le ocurrió aquel percance, le hacía lanzar las palabras tan confusas que no siempre resultaba cosa fácil entenderle; era calvo de la coronilla solamente, de modo que parecía un tonsurado, un fraile, con su vellón de pelo rizado y resplandeciente, alrededor de un circulo de piel desnuda.

El comandante le tendió una mano, y llevándose a los labios con la otra la taza de café, lo sorbió de un trago -era la sexta que tomaba ya en el día-, mientras el capitán daba el parte del servicio; luego, se acercaron los dos a la ventana, conformes en que aquello no resultaba muy agradable. El mayor, hombre tranquilo, casado, se acomodaba a todo; pero el capitán, bullicioso, calavera, mujeriego, rabiaba de verse condenado a obligada castidad en aquel destacamento solitario. Sonaron dos golpecitos en la puerta, el comandante contestó, y un hombre, uno de los soldados autómatas, asomóse, anunciando con su presencia solamente que estaba servido el almuerzo.

En la sala se habían reunido ya tres oficiales subalternos: un teniente, Otto de Gropting; dos alféreces, Fritz Scheunaubourg y el marqués Wilhem de Eyrik, un rubito fiero y brutal con la tropa, despiadado con los vencidos, violento como un arma de fuego. Desde su entrada en Francia sus camaradas le llamaron mademoiselle Fifí. Obedecía este apodo a la coquetería de su expresión, a su talle, que parecía ajustado con un corsé; a la palidez femenina de su rostro, donde apenas asomaba el bozo naciente, y también a la costumbre que adquirió para mostrar su desprecio soberano hacia las personas y las cosas, de usar a cada punto la locución francesa Phi, phi, donc, pronunciándola con una especie de silbido.

El comedor del castillo de Uville era una regia estancia, cuyos hermosos espejos, acribillados por las balas, y cuyos antiguos tapices, hechos jirones a sablazos, denunciaban los entretenimientos de mademoiselle Fifí en sus ratos de ocio.

Colgaban de las paredes tres retratos de familia: un guerrero acorazado, un cardenal y un magistrado, en cuyas bocas había puesto el atrabiliario mozo largas pipas de porcelana, después de pintar bigotes con un carbón al retrato de una noble señora.

Los oficiales almorzaban silenciosos en aquella habitación ensombrecida por el aguacero, triste, con su aspecto de derrota, con su pavimento de maderas finas emporcado como el suelo de una taberna.

A los postres, cuando empezaron a beber y a fumar, hablaron, como todos los días, de su aburrimiento invencible. Pasaban de mano en mano las botellas de coñac y de licores, y todos, arrellanados en sus asientos, iban tomando sorbos de alcohol sin apartar de los labios la pipa, siempre pintarrajeada, como para seducir a hotentotes.

Cuando vaciaban sus copas, llenábanlas de nuevo con un gesto de resignada fatiga. Mademoiselle Fifí rompía con frecuencia la suya, y un soldado le presentaba otra. El humo del tabaco los envolvía; parecían sumidos en una embriaguez soñolienta, en esa borrachera triste de las gentes que no tienen nada que hacer.

Pero de pronto, el barón se irguió, y, sacudiendo su laxitud, gritaba:

-¡Dios de Dios! No es posible continuar así. ¡Inventaremos alguna cosa para divertirnos!

A un tiempo, el teniente Otto y el alférez Fritz, dos alemanes de fisonomías eminentemente alemanas, pesadotas y graves, preguntaron:

-¿Qué, mi capitán?

Este reflexionó un momento antes de contestar:

-¿Qué? Organicemos una fiesta, si el comandante lo permite.

El mayor, apartando su pipa de la boca, dijo:

-¿Qué fiesta, capitán?

El barón, aproximándose a él añadió:

-Todo corre de mi cuenta, mi comandante. El sargento nos traerá mujeres de Ruán; yo sé adónde puede ir por ellas. Prepararemos una magnífica cena y no faltará nada para pasar una noche divertida.

El comandante Falsberg, encogiéndose de hombros y sonriendo, repuso.

-Amigo mío, está usted loco.

Pero todos los oficiales, en pie, rodeando a su jefe, le suplicaban:

-Consienta lo que disponga el capitán, mi comandante; consiéntalo, ¡vivimos tan tristes aquí!

Al cabo, el mayor accedió:

-Sea -dijo; y al punto el barón hizo llamar al sargento.

Era un viejo soldado que no había siquiera sonreído nunca, pero que obedecía fanáticamente las órdenes de sus jefes, de cualquier clase que las órdenes fueran.

Cuadrándose, con rostro impasible, recibió las instrucciones del barón; luego salió, y a los cinco minutos, un coche de Administración militar partía bajo la lluvia inclemente, al trote de cuatro caballos.

En seguida, un estremecimiento de satisfacción animó todos los semblantes; las posturas lánguidas irguiéronse y hubo conversaciones vivas.

Aun cuando la lluvia torrencial continuaba cayendo con furia, al mayor le parecía el cielo más claro; el teniente Otto afirmaba que la tormenta cedía. Mademoiselle Fifí mostrábase inquieto, levantándose y sentándose a cada instante. Sus ojos, claros y crueles, buscaban algo que destrozar. De pronto, fijándose en el retrato de la dama, el joven rubio sacó su revólver:

-Tú no verás lo que aquí suceda –exclamó.

Y apuntando cuidadosamente, puso dos balas en los ojos del retrato.

Luego añadió:

-¡Hagamos una mina!

Y, bruscamente, las conversaciones se interrumpieron, como si un suceso interesante se apoderara de todas las atenciones.

La mina era invención de mademoiselle Fifí, su manera de destruir, su entretenimiento favorito.

Al abandonar su palacio campestre, el conde Amoys de Ulville, no pudo llevar consigo ni esconder nada, salvo la plata, que dejó oculta en el hueco de un muro. Como era muy rico y vivía con magnificencia, su gran salón, contiguo al comedor, era semejante a una galería de museo.

Las paredes estaban cubiertas de cuadros al óleo, acuarelas y dibujos de gran precio, mientras que sobre los muebles, en ménsulas y en elegante vitrinas, mil preciosidades: figuras de Sajonia, estatuitas, ídolos chinos, marfiles antiguos, vasos de Venecia poblaban la estancia con abundante variedad.

Ya quedaba poco de todo aquello. No porque lo hubiesen robado: el mayor, conde de Falsberg, no lo hubiese consentido; pero mademoiselle Fifí de cuando en cuando preparaba una mina, y todos los oficiales, con tal diversión, espantaban el tedio durante cinco minutos.

El marquesito fue a buscar lo que necesitaba y volvió con una preciosa tetera de China, que llenó de pólvora; introdujo por el pitorro una mecha, encendiéndola y fue a dejar la máquina infernal en el salón.

Al volver cerró la puerta. En pie, con el rostro risueño y con infantil curiosidad, aguardaban todos en silencio, y cuando la explosión hubo estallado, precipitáronse a la puerta.

Mademoiselle Fifí entró el primero, palmoteando con gozo delirante ante una Venus de barro cocido que se había quedado sin cabeza; todos cogían fragmentos de porcelana, examinando los destrozos nuevos, y el mayor contemplaba, sin perder su paternal expresión, los estragos hechos en la regia estancia por las minas de mademoiselle Fifí, que hacían añicos tantas obras de arte. Se adelantó a todos, diciendo bondadosamente:

-Ha salido muy bien esta vez.

Pero tal cantidad de humo de pólvora había entrado en el comedor, mezclándose con el humo del tabaco, que apenas era posible respirar. El comandante abrió la ventana, y todos los criados, que le habían seguido para beber la última copita de coñac, se acercaron.

El aire húmedo entró en la habitación, arrastrando una especie de agua menuda que roció las barbas, y un olor de inundación. Miraban los árboles próximos agobiados por la tormenta, el ancho valle cubierto de bruma y, a lo lejos, el campanario de la iglesia, como una punta gris, asomando entre las nubes blancas.

Desde la invasión, las campanas de la iglesia no habían sonado. Era la única resistencia que los dominadores encontraban allí: el campanario. El cura no se negaba a dar de comer y alojar a los prusianos; algunas veces hasta bebió una botella de cerveza o de burdeos en compañía del comandante del destacamento enemigo, que solía emplearle como pacífico mediador; no había que pedirle ni una sola vibración de la campana: primero se dejaría fusilar. Así protestaba contra la invasión: con el silencio, única protesta propia de un sacerdote que profesa la piedad, y, en diez leguas a la redonda, todo el mundo alababa la firmeza de su actitud, el heroísmo del padre Chantavoine, que protestaba públicamente contra los invasores con el obstinado mutismo de la iglesia.

El pueblo entero, entusiasmado por aquella resistencia, estaba dispuesto a sostener hasta el fin a su párroco, arrostrándolo todo por él, considerando la tácita protesta como salvaguardia del honor nacional. Creíanse los campesinos de aquella comarca más beneméritos de la patria que Belfort y Estrasburgo; consideraban su ejemplo equivalente al denuedo mayor, y digno de la inmortalidad y, aparte de esto, todo se lo consentían a los prusianos vencedores.

El comandante y los oficiales reían de aquel tesón inofensivo, y como toda la comarca mostrábase humilde y servicial con ellos, toleraban sin esfuerzo aquel mudo patriotismo.

Solamente el marquesito Wilhem deseaba subir al campanario y tocar. Le desesperaba la condescendencia política de su jefe para con el párroco, y todos los días suplicaba al comandante que le dejase hacer "din-don-don" una vez siquiera, sólo un poquito, para divertirse un rato. Y suplicaba con insistencias felinas, con halagos femeninos, con dulzuras de querida hostigada por un deseo; pero el comandante no accedió nunca, y mademoiselle Fifí se consolaba preparando minas en el palacio de Uville.

Los cinco militares permanecieron junto a la ventana, silenciosos, durante algunos minutos, respirando la humedad. El teniente Fritz dijo al cabo, riendo:

-No está el tiempo muy a propósito para que salgan de paseo esas damas.

Cada uno se fue a sus obligaciones, y el capitán quedó encargado de los preparativos para la cena.

Al anochecer volvieron a reunirse, y les hizo mucha gracia verse todos acicalados y resplandecientes, como en los días de gala y revista; muy cepillados, muy peinados, muy perfumados. Los cabellos del comandante parecían menos grises que por la mañana, y el capitán habíase afeitado, conservando solamente sus bigotes rojos, que parecían dos llamas bajo su nariz.

.A pesar de la lluvia, dejaron abierta la ventana, y siempre había uno asomado para escuchar mejor. A las seis y diez minutos el barón anunció un lejano ruido. Todos se precipitaron: al fin vieron aparecer el coche con los cuatro caballos al galope, llenos de barro, sudorosos, humeantes.

Y se apearon cinco mujeres, cinco guapas mozas, elegidas cuidadosamente por un amigo del capitán, a quien el sargento había llevado la carta.

No se habían hecho rogar, seguras de ser bien pagadas, conociendo bastante a los prusianos, después de tres meses de trato continuo con los invasores y acostumbradas a todo.

-Son cosas del oficio -decíanse las unas a las otras en el coche, para contestar acaso a ciertos escrúpulos de conciencia.

Entraron en el comedor iluminado en el cual resaltaban, más lúgubres aún que de día, los miserables destrozos; y la mesa llena de manjares, de vajilla fina y cubiertos de plata, encontrados al fin en el agujero del muro donde los ocultó su dueño, daban a la estancia las apariencias de un escondrijo de salteadores que cenan después de un saqueo. El capitán, radiante de gozo, se apoderó de las mujeres como de algo que fuera suyo; las examinaba, las besaba, las olfateaba, las valoraba conforme a los méritos que descubría; y cuando los jóvenes quisieron adjudicarse una hembra, se opuso con autoridad, ofreciéndose a distribuirlas equitativamente, según la categoría de cada cual, y que no padecieran los fueros de la ordenanza.

Luego, para evitar discusiones y para que no le acusaran de parcialidad, las puso en fila, ordenándolas por estaturas, y dirigiéndose a la más alta, dijo con voz de mando:

-¿Tu nombre?

La moza respondió:

-Pamela.

Y el capitán repuso.

-Número uno: la llamada Pamela se le adjudica al comandante.

Besó a la segunda, Blondina, para corroborar su pertenencia, y entregó al teniente Otto la gruesa Amanda; Eva, al alférez Fritz, y la más pequeña, Raquel, una morena muy joven, con ojos negros, una judía cuya nariz respingona confirmaba la raza, al más joven de los oficiales, al marquesito Wilhem de Eyrik.

Todas eran bonitas y carnosas; no se diferenciaban mucho sus facciones y nada su expresión, adquirida en las prácticas del amor cotidiano y en la existencia común de la casa pública.

Los tres jóvenes pretendieron retirarse al punto con sus hembras pretextando que iban a darles cepillos y jabón para limpiarse; pero el capitán se opuso prudentemente, afirmando que las mozas podían sentarse a la mesa como estaban, y si alguno subía con la suya, luego tendría la pretensión de cambiar, turnando las otras parejas. Su experiencia le aconsejó. Limitáronse todos a besuquearlas con afán, para entretener sus impaciencias.

De pronto, Raquel tosió fuertemente, ahogándose, arrojando humo por las narices. El marqués, acercándose a ella para darle un beso en los labios, habíale hecho tragar una bocanada de humo de tabaco. Ella no se disgustó ni dijo una palabra, mirando fijamente a su dueño, mientras brillaba la cólera en el fondo de sus ojos negros.

Sentáronse. Hasta el comandante se mostraba satisfecho. Colocado entre Pamela y Blondina, dijo al desdoblar la servilleta:

-El capitán ha tenido una idea feliz.

Los tenientes Otto, y Fritz, atentos con las mozas como si las creyesen verdaderas damas, las intimidaron un poco; pero el barón de Kelweingstein, familiarizado con el vicio, lanzaba frases obscenas, radiantes, bajo su corona de cabellos rojos.

Galanteaba en francés del Rin, y sus finezas tabernarias, como escupidas por el hueco de sus dientes rotos, llegaban a las mozas rociadas con saliva.

Ellas no entendían los discursos del capitán, y su inteligencia sólo se mostraba despierta cuando el barón vomitaba palabras lúbricas o frases crueles, deformadas por su acento. Entonces reían como locas, inclinándose bruscamente sobre sus vecinos, repitiendo las palabras más torpes y soeces, borrachas ya, recobrando sus costumbres de lupanar, besando a derecha e izquierda, pellizcando, gritando, bebiendo en todos los vasos, cantando coplas francesas y trozos de canciones alemanas, aprendidas en su roce constante con el enemigo.

Pronto los hombres, también embriagados por aquella carne fresca y femenina, que se mostraba impúdicamente a sus ojos y ofrecíase a sus manos, enloquecieron, gritaron, echaron al aire platos y copas, mientras a su espalda, soldados impasibles continuaban sirviendo la mesa.

Sólo el comandante guardó compostura.

Mademoiselle Fifí, sentando sobre sus rodillas a Raquel, procuraba exaltarse; ya besando sus cabellos negros y absorbiendo el dulce calor de su piel rosada y tibia, ya pellizcándola rabiosamente, haciéndola chillar, dominado por una ferocidad odiosa, por su instinto de destrucción. Con frecuencia también la oprimía entre sus brazos, como si quisiera fundirse con ella, y apoyaba largo tiempo sus labios en la boca fresca de la judía, besándola con ardor; pero de pronto la mordió con tanta rabia, que un hilo de sangre, corriendo por la barba de la moza, goteaba en su vestido.

Una vez más ella le miró frente a frente, lavándose la herida y murmurando:

-Esto se paga.

El, riendo con una risa cruel, dijo:

-Lo pagaré.

Sirvieron los postres, descorcharon el champaña. El comandante se levantó y con la misma solemnidad que hubiera empleado para brindar por la emperatriz, brindó por las mozas. Y siguieron los brindis: galanterías de soldado y de tahúr, bromas obscenas, más brutales aún al ser expresadas en un idioma mal conocido.

Levantáronse uno tras otro, esforzándose por aparecer graciosos y divertidos, y las mujeres, del todo borrachas, con los ojos extraviados y las bocas pastosas, aplaudían a rabiar.

El capitán, queriendo imprimir a la orgía un carácter galante, alzó una vez más la copa, y se dispuso a brindar.

-Por nuestras victorias amorosas.

Entonces, el teniente Otto, especie de oso de, la selva negra, se levantó, inflamado, saturado de bebida, y dominado bruscamente por el patriotismo alcohólico, gritó a su vez:

-Por nuestras victorias en Francia.

A pesar de su borrachera, las mujeres enmudecieron; sólo Raquel, agitada y violenta, exclamó:

-Conozco franceses en cuya presencia no repetirías lo que has dicho...

Pero el marquesito, que la tenía sentada sobre sus rodillas, riendo a carcajadas, muy alegre, repuso:

-¡Je, je, je! No he visto franceses desde que invadimos a Francia, porque al llegar nosotros... ¡huyen!

La moza, estremecida, le arrojó al rostro estas palabras:

-¡Mientes, cochino!

Durante un segundo el oficial fijó en ella sus ojos claros, como los fijaba en los objetos que solía destruir a tiros de revólver para entretenerse; luego, riendo, añadió:

-Vamos a ver, nena mía: ¿estaríamos nosotros aquí si ellos fueran valientes? -y animándose, prosiguió-: Somos los dueños; Francia es nuestra.

Raquel, levantándose bruscamente de las rodillas del oficial, sentóse de nuevo en la silla. El marquesito se puso en pie y tendiendo su vaso hasta el centro de la mesa, dijo:

-¡Nuestra es Francia y nuestros los franceses; nuestros los bosques, los campos, las casas: todo es nuestro aquí!

Los otros, completamente borrachos, movidos por un repentino entusiasmo bélico y brutal, cogieron sus copas, vociferando:

-¡Viva Prusia! -y las vaciaron de un sorbo.

Las mozas no protestaron, enmudecidas y acobardadas. Raquel, impotente para contestar como hubiera querido, callóse también.

El marquesito apoyó en la cabeza de la judía una copa de champaña, y añadió:
-Para nosotros las mujeres de Francia.

Irguióse Raquel tan violentamente, que derramó el dorado líquido, bautizando su pelo negro. El cristal se hizo pedazos. Con los labios temblorosos, desafiaba la mirada del oficial que seguía riendo, y con la voz ahogada por la cólera, balbució:

-¡Mentira!- No son vuestras las mujeres de Francia.

El marquesito sentóse para reír, más cómodamente, y, entre risas, pronunciaba, imitando el acento parisiense:

-¡Muy graciosa, muy graciosa! ¿Pues a qué viniste sino a eso, niña?

Raquel no entendió bien al pronto; pero cuando, ya repuesta de su turbación., pudo apreciar el valor de aquellas palabras, vociferó indignada, vehemente:

-¿Yo? Yo no soy una mujer, soy una prostituta, lo más que merecen los prusianos: una prostituta

No había terminado la última palabra cuando la mano del marqués golpeó su rostro; y como le viese alzándola de nuevo contra ella, loca de rabia, cogió un cuchillo de punta que había sobre la mesa, y abalanzándose con rapidez, lo clavó en el cuello del oficial, atravesándole la garganta; él quedó vacilando, con una mirada terrible.

Todos lanzaron un rugido y se levantaron tumultuosamente; pero habiendo empujado su silla entre las piernas del teniente Otto, que dio una tremenda caída, Raquel pudo acercarse a la ventana, y saltando al jardín, se perdió bajo la lluvia, entre la sombra de la noche.

Mademoiselle Fifí agonizaba; murió en pocos minutos.

Fritz y Otto querían vengarle asesinando a las mujeres, que se arrodillaban a sus pies. El mayor, con toda su autoridad, pudo apenas evitar una carnicería; hizo encerrar en un cuarto a las cuatro mozas; luego, como si dispusiera los soldados para un combate, organizó la caza de la fugitiva, seguro de recobrarla.

Cincuenta hombres fustigados por terribles amenazas, salieron a recorrer el jardín, y doscientos registraron los bosques y todas las casas del valle.

La mesa, de donde los ordenanzas retiraron todo el servicio, en un instante se había convertido en lecho mortuorio; y los cuatro militares, rígidos, ya serenos, permanecían en pie junto a las ventanas, con los ojos amenazadores, fijos en el oscuro misterio de la noche.

La lluvia torrencial seguía sin cesar; mezclábanse los murmullos del agua que cae y del agua que corre. De pronto, resonó un tiro, después otro y durante cuatro horas oyéronse de vez en cuando, próximas o lejanas, detonaciones, voces de aviso, palabras de contraseña.

Por la mañana, todos regresaron. Habían sido muertos dos soldados Y heridos tres por sus propios camaradas, en el ardor de aquella cacería, en el espanto de aquella persecución nocturna.

Pero nadie había encontrado a Raquel.

-Entonces aterrorizaron a todos los habitantes de los contornos, desmantelaron sus casas, recorrieron una y otra vez los mismos parajes. No fue posible hallar ni rastro de la judía.

Advertido el general, mandó echar tierra sobre aquel asunto para que no se propagara el mal ejemplo, y castigó al comandante, quien a su vez castigó a los oficiales. El general había dicho:

-No hacemos la guerra para divertimos y entretenernos con mujeres públicas.

Y el conde de Falsberg, exasperado, resolvió hallar venganza en sus dominios.

Como necesitaba un pretexto para justificar sus tiranías, hizo llamar al cura y le ordenó que tocara la campana en el entierro del marqués de Eyrik.

Contra lo que sospechaba, el cura se mostró dócil, humilde, lleno de atenciones. Y cuando el cadáver de mademoiselle Fifí, conducido por soldados, precedido, seguido y rodeado por los soldados con las armas dispuestas para disparar al menor pretexto, salió del palacio de Uville camino del cementerio, la campana vibró; en su toque fúnebre notábase cierta expresión alegre, como si una mano amiga la estuviese acariciando.

Tocó al anochecer, y a la mañana siguiente, y todos los días; repiqueteó mucho. A veces, de noche, se la oía también, lanzando al aire sus vibraciones dulces, como muestra de alegría extraña, despertando sola, sin que nadie supiera por qué. Todos los campesinos la creyeron embrujada; nadie, exceptuando al cura y al sacristán, se acercó al campanario en lo sucesivo.

Y era que vivía una pobre moza debajo de la campana, en triste soledad, socorrida por el cuidado de los dos hombres.

Allí estuvo hasta que abandonaron el país las tropas alemanas. Luego, un día, pidió el cura la tartana del panadero, y la condujo hasta Ruán., Al despedirse de la moza, el sacerdote la besó; ella, volvió a la casa pública de donde había salido, y cuya ama la creía muerta.

Más adelante, un patriota sin prejuicios y amante de las honradas acciones la sacó de allí para premiar su noble brío. Y, al fin, encariñándose con su trato, se casó con ella, convirtiéndola en una señora que valió tanto como cualquiera otra.