Sin novedad en el frente

por Erich Maria Remarque

Este libro no pretende ser ni una acusación ni una confesión. Sólo intenta informar sobre una generación destruida por la guerra. Totalmente destruida, aunque se salvase de las granadas.

E. M. R.

CAPÍTULO I

Estamos a nueve kilómetros a retaguardia del frente. Ayer nos relevaron. Ahora tenemos el estómago repleto de alubias con carne de vaca. Quedamos ahítos, satisfechos. Sobró para la noche; cada cual llenó para la cena su marmita de campaña.

Hay, además, ración doble de salchicha y pan. ¡Vamos a dar un estallido! Desde hace mucho tiempo no se había presentado un caso así; el furriel - de cara roja, como un tomate - viene a ofrecerle a uno la comida; llama a todo el que pasa: con su cucharón le llena la marmita de un fuerte golpe. Casi llegó a desesperarse porque ignora cómo podrá vaciar su caldera de rancho. Tjaden y Müller atraparon unas jofainas y se las hicieron llenar hasta los bordes, para después; Tjaden hace esto por comilón; Müller, por precavido. Para todos es un enigma dónde mete Tjaden lo que come. Es y será un enjuto arenque.

Pero lo más importante es que también ha habido doble ración de tabaco. Diez cigarros puros por cabeza, veinte pitillos y dos rollos de tabaco de mascar. Esto va muy bien. He canjeado mi tabaco de mascar con Katczinsky, que me ha dado sus pitillos; cuarenta pitillos me supone el canje. Lo suficiente para un día.

Bien mirado, no podemos decir que sea verdad tanta belleza. Los prusianos no son tan espléndidos. Todo esto sólo lo debemos a un error.

Hace quince días tuvimos que avanzar hasta la primera línea para hacer un relevo. Bastante calma en nuestro sector, de modo que el furriel recibió para el día de nuestro regreso la cantidad normal de víveres; el suministro estaba preparado para toda una compañía de ciento cincuenta plazas. Pero justamente el último día hubo sorpresas; se nos tenían preparados cañones de largo alcance y metralla de gran calibre. La artillería inglesa tamborileó sin descanso en nuestra posición, así que hubo muchas bajas y sólo regresamos ochenta hombres.

Volvimos a la noche, y en seguida nos tumbamos a dormir a pierna suelta. Porque tiene Katczinsky razón: en la guerra no sería todo tan malo si se pudiese dormir un poco más. Allí, en la línea, nunca hay nada de esto, y quince días de brega cada turno, es mucho tiempo.

Era ya mediodía cuando salían de las barracas los primeros de los nuestros. Media hora después, cada uno había cogido su cacharro y nos reuníamos ante su majestad el rancho, que olía bien a manteca y prometía ser muy sabroso. Naturalmente, se adelantaron los más hambrientos: el pequeño Alberto Kropp, que de todos nosotros es quien más claras tiene las ideas, y por eso apenas llegó a ascender a cabo; Müller V, que aún arrastra consigo los libros de texto, sueña con algún examen extraordinario y estudia sus teoremas de física en medio del fuego de tambor; Leer, que gasta una enorme barba y padece una singular predilección por las muchachas de los burdeles para oficiales; él jura que existe una orden del cuartel general por la cual están obligadas a usar camisas de seda, y tratándose de parroquianos desde capitán para arriba, a tomar antes un baño. El cuarto soy yo: Pablo Baeumer. Los cuatro cumplimos ya diecinueve años, y salimos para el frente de la misma aula.

Inmediatamente detrás de nosotros vienen nuestros amigos: Tjaden, un cerrajero muy flaco, de nuestra misma edad, el tragón más grande de toda la compañía. Se sienta a comer muy delgado; pero se levanta tan gordo como una chinche preñada; Haie Westhus, de la misma edad, hornaguero, que puede cómodamente abarcar un pan de munición con la mano y preguntar: "¡A ver! ¿Qué tengo en mi puño?" Y Detering, un campesino, que sólo piensa en su finca, en su mujer.

Por fin, Estanislao Katczinsky, el cabecilla de nuestro grupo; astuto, picarón, tenaz, de cuarenta años. Es su cara como de tierra, sus ojos son azules, tiene los hombros caídos y un admirable olfato de sabueso, que ventea el peligro, que conoce la buena pitanza, los modos de emboscarse.

Nuestro grupo formó a la cabeza de la fila ante el rancho. Nos impacientamos porque el furriel aún seguía esperando gente.

Hasta que gritó Katczinsky:

- ¡Bueno Enrique, abre ya la tienda, si ves que están a punto las alubias!

Pero él, soñoliento, negó con la cabeza:

- Primero tenéis que estar todos.

Tjaden le insinuó con malicia:

- ¡Que estamos ya todos!

Pero el suboficial seguía sin darse cuenta.

- Sí, eso quisierais vosotros, ¿eh? Pero ¿dónde están los demás?

- A esos no les das tú hoy de comer. ¡Hospital y fosa común!

El furriel se quedó perplejo al enterarse de lo ocurrido. Vaciló:

- ¡Y yo que he guisado para ciento cincuenta hombres!

Kropp le dio un empujón.

- ¡Ea! Por fin podemos comer alguna vez hasta hartarnos. ¡Anda, comienza ya!

De pronto surgió en Tjaden una idea luminosa. Su cara puntiaguda de ratón comenzó a brillar realmente. Se le achicaron, de ladinos, los ojos. Le temblaban las mejillas al acercarse.

- Pero, hombre... Entonces, seguramente te dieron pan para ciento cincuenta hombres, ¿no?

El suboficial hizo un signo afirmativo, todo sorprendido, atolondrado.

Tjaden le cogió por la guerrera.

- ¿También salchicha?

La cabezota de color tomate dijo que sí.

Temblaron las mandíbulas de Tjaden.

- ¿También tabaco?

- Sí, de todo.

Tjaden se volvió transfigurado.

- ¡Demonio! ¡Esto se llama tener buena pata! Entonces... ¡Todo esto es para nosotros! A cada uno va a tocarle... Esperad... ¡Justo: doble ración!

Pero de pronto salió de su letargo el Tomate y dijo:

- ¿Eso no puede ser!

Pero también nosotros nos rehicimos y nos fuimos acercando al furriel.

- ¿Por qué no puede ser, vamos a ver, tú, zanahoria? preguntó Katczinsky.

- No puede ser para ochenta hombres lo de ciento cincuenta.

- Eso ya te lo haremos aprender - refunfuñó Müller.

- La comida... bueno, no importa: pero de las otras raciones sólo puedo suministrar para ochenta hombres - replicó tenazmente el Tomate.

Katczinsky se enfadó.

- Me parece que van a tener que relevarte. ¿Qué? No te dieron víveres y raciones para ochenta hombres, sino para la segunda compañía, ¿sabes? ¡Y eso nos lo vas a dar! ¡La segunda compañía somos nosotros!

Le estábamos ya poniendo al hombre en un aprieto. Claro es que nadie le tenía mucha simpatía. En las trincheras recibimos varias veces el rancho con muchísimo retraso y ya frío; todo por su culpa, porque no se atrevió a acercarse lo bastante con la caldera al sentir un poco de fuego de cañón. De modo que los que estaban de turno para ir a buscar la comida tenían que hacer caminatas más largas que los de otras compañías. En esto, Bulcke, el de la primera compañía, era otro hombre. Verdad es que estaba gordo, como un turón en invierno; pero, si era preciso, él mismo iba cargado con sus ollas hasta la primera línea.

Precisamente andábamos de muy negro humor, y de fijo le hubiéramos dado una paliza si entonces no aparece el teniente que mandaba nuestra compañía. Preguntó a qué se debía la trifulca y se limitó a decir esto:

- Sí, ayer tuvimos muchas bajas.

Luego miró la caldera y añadió:

- Parecen buenas las alubias.

El Tomate afirmó con la cabeza.

- Cocidas con carne y manteca.

El teniente nos miró. Sabía lo que pensábamos. Sabía además otras cosas, porque había crecido entre nosotros. Llegó a la compañía como suboficial.

Levantó de nuevo la tapa, olfateando, y dijo al marchar:

- Que me lleven también un plato. Y a repartir todas las raciones. Buena falta nos hacen.

El Tomate puso una cara estúpida. Tjaden comenzó a bailar alrededor del furriel.

- ¡Se te está bien! ¡Se pone como si fuese el amo de toda la Intendencia! Y, ahora, empieza ya de una vez, viejo tocinero. Y no te equivoques en la cuenta.

- ¡Anda y que te ahorquen!

Bufó el Tomate. Estaba aplastado. Un lance así desquiciaba su cerebro; no comprendía ya el mundo. Y, para demostrar que nada le importaba ya de todo, nos dio por contera, voluntariamente media libra de miel artificial por cabeza.

* * *

Verdaderamente, el día de hoy es bueno. No faltó ni el correo. Todos recibieron cartas y periódicos. Ahora vamos andando lentamente hacia la pradera, detrás de las barracas. Kropp trae bajo el brazo la tapa redonda de un barril de margarina.

A la orilla derecha del prado se construyó una gran letrina común, un edificio techado y sólido. Pero esto es algo para reclutas que no aprendieron todavía a ver el lado práctico de todas las cosas. Nosotros buscamos algo mejor. Así, en todas partes hay pequeñas chabolas individuales para el mismo fin.

Son cuadradas, limpias, todo madera, hechas por carpinteros, cerradas por los costados y por detrás, con un asiento muy bueno y cómodo. En las paredes laterales llevan unas asas para su transporte.

Colocamos tres en un círculo y nos sentamos allí bien cómodos: Hasta dentro de dos horas no nos levantaremos de ellas.

Aún recuerdo la vergüenza que pasamos al principio, como reclutas en el cuartel, cuando había que usar la letrina común. Allí no hay puerta. Como en el ferrocarril, se sientan veinte hombres a cada lado. De un solo golpe se les ve a todos, porque el soldado debe estar siempre sujeto a vigilancia.

Con el tiempo aprendimos ya algo más que a sobreponernos a ese poquito de pudor. Con el tiempo nos hemos acostumbrado a otras muchas cosas.

Aquí, en campaña, la cosa resulta un verdadero goce. No me explico por qué pasábamos antes tan de ligero, con tal recato, por esas cosas que, en definitiva, son tan naturales como el comer y el beber. Quizá no hiciera siquiera falta fijar la atención en ello, si no tuviese tanta importancia entre nosotros, si no hubiera sido para nosotros algo tan nuevo; para los veteranos era ya cosa corriente.

Para el soldado, su estómago, su digestión. son algo mucho más familiar que para otro hombre cualquiera. Tres cuartas partes de su vocabulario se extraen de eso, y lo mismo la expresión del júbilo mayor como de la indignación más profunda, se pintan gráficamente con ese léxico. Imposible expresarse de modo más claro y rotundo. Nuestras familias y maestros se sorprenderán mucho cuando regresemos al hogar; pero ese léxico es aquí, en fin de cuentas, el idioma universal.

Todos esos procedimientos recuperaron entre nosotros su carácter de inocencia, por tener que ejecutarse forzosamente en público. Es más: tan en absoluto los creemos naturales, que se estima el poder llevarlos cómodamente a buen término tanto como, por ejemplo, el ganar a los naipes, con astucia y pleno acierto, una buena partida. No sin causa surgió, para aplicarla a comadreos de toda clase, la expresión "chismes de letrina": estos lugares son refugios donde la murmuración nace; son para el sorche como el equivalente de las tertulias de café.

En tales momentos nos encontramos aquí más a gusto que en un retrete de lujo con baldosines blancos. Este sólo puede ser higiénico: pero el de aquí es bonito. Son horas en que se vive maravillosamente, sin pensar en nada. Sobre nosotros está el cielo azul. En lo lejano cuelgan - claramente iluminados - globos cautivos amarillos y las nubecillas blancas de los "shrapnells". A veces suben del horizonte, como manojos de espigas, en busca de un aviador.

El sordo rumor del frente lo oímos sólo como una tormenta lejana. Los abejorros que nos pasan rozando embozan ese fragor con sus zumbidos.

Y en derredor nuestro, la pradera en flor. Ondulan los finos tallos de las hierbas. Mariposas blancas se acercan oscilantes; vuelan en el blando y cálido vientecillo del verano tardío.

Leemos cartas y periódicos. Fumamos. Nos quitamos las gorras y las dejamos junto a nosotros. Juguetea el viento con nuestro pelo, con nuestras frases, con nuestros pensamientos.

Están las tres casetas-retrete instaladas en medio de rojas y relumbrantes amapolas.

Sobre nuestras rodillas colocamos la tapadera del barril de margarina. Así logramos una buena mesa para jugar a la baraja. Kropp lleva los naipes consigo, y comienza la partida.

Eternamente se debiera poder seguir sentado así.

Hasta aquí llegan, desde las barracas, los tañidos de un acordeón. A veces ponemos las cartas ante nosotros y nos miramos. Uno dice entonces:

- ¡Vaya, vaya ! O también:

- Eso nos hubiera podido salir mal.

Y nos hundimos un instante en el silencio. Vibra en nosotros una emoción fuerte y contenida. Todos la sienten lo mismo; esto no necesita de muchas palabras. Pudo fácilmente ocurrir no sernos posible estar ahora sentados aquí, en nuestros cajones. Bien cerca de ello anduvimos; así lo quiso el diablo. Y por eso, todo es hoy nuevo y vigoroso: las amapolas rojas y la buena comida, los pitillos y la brisa de verano.

Kropp pregunta:

- ¿Alguno de vosotros vio a Kemmerich?

- Está en San José - digo yo.

Müller cree que el proyectil le traspasó la parte superior del muslo. Buen pasaporte para su casa.

Decidimos visitarle por la tarde.

Kropp muestra una carta:

- Tengo que saludaros de parte de Kantorek.

Reímos. Müller tira el pitillo y dice:

- Me gustaría que estuviese aquí.

* * *

Kantorek era profesor nuestro. Un hombre menudo, severo, con una levita gris, con una jeta de musaraña. Aproximadamente, tenía la misma estatura que el suboficial Himmelstoss, el terror de Klosterberg". Es ciertamente cómico que la desgracia provenga en este mundo, tantas veces, de hombres de poca talla. Son mucho más enérgicos e intratables que los altos. He procurado siempre no verme obligado a formar parte de compañías que tuviesen un capitán de estatura ruin. En general, son entes de cuidado.

En las horas de gimnasia nos echó Kantorek muchos discursos: hasta que toda la clase marchó - con él a la cabeza - a la Comandancia del distrito, y allí se inscribió en el voluntariado. Aún le veo ante mí cómo me brillan sus ojos a través de los lentes, cómo pregunta con voz emocionada:

- ¿Verdad que también vais vosotros, camaradas?

Estos pedagogos tienen siempre guardados sus sentimientos en el bolsillo del chaleco, y en verdad que los tienen muy a mano para exhibirlos. Pero no lo advertimos entonces.

Uno de los nuestros dudó, en efecto; pero no se decidía a venir con nosotros. Fue José Behm, un mozo bonachón. Pero luego se dejó convencer. Claro es que le hubiera sido imposible hacer lo contrario.

Acaso otros pensaban como él; pero nadie podía eliminarse con gallardía, porque los mismos padres tenían entonces muy a la mano la palabra "cobarde". Es que ninguno de ellos tenía la más remota sospecha de lo que iba a acontecer. Los más razonables eran precisamente gentes pobres y sencillas; ellos veían al punto en la guerra un desastre, mientras los de posición más alta no cabían en la piel de alegría; siendo así que ellos, mejor que nadie, con más claridad, debieron ver las consecuencias.

Katczinsky dice que eso es fruto del excesivo estudio, porque estudiar produce tontos. Y cuanto Katczinsky dice lo ha pensado bien.

Fue raro que Behm cayese de los primeros. Recibió un balazo en los ojos durante un ataque, y allí le dejamos por muerto. No podíamos llevárnoslo, porque la retirada hubo de hacerse rápidamente. De pronto, a la tarde. le oímos llamar; le vimos arrastrarse allí fuera. Sólo había perdido el conocimiento. Como nada veía, zigzagueaba loco de dolor; no aprovechó ninguna defensa, no pudo agazaparse. De modo que antes de podernos acercar a él para recogerlo cayó muerto a tiros del otro lado.

Claro que esto no debemos relacionarlo con Kantorek, porque, de otro modo, ¿qué sería del mundo si se llamase culpa a esto? Había, además, miles de Kantoreks, y todos estaban convencidos de que practicaban el bien, aunque cómodamente para ellos.

Pero para nosotros, en eso precisamente consistía su fracaso.

Para nosotros - jóvenes, de dieciocho años - los profesores debían ser guías, mediadores, para entrar en el mundo de la edad madura, en el mundo del trabajo, del deber, de la cultural del progreso. Del porvenir. Nos burlábamos a veces de ellos, les jugábamos pequeñas trastadas; pero, en el fondo, teníamos fe en ellos. Al concepto de la autoridad - cuyos representantes eran - se enlazó en nuestras ideas una mayor claridad, una sabiduría más humana. Pero el primer cadáver que vimos hizo astillas esa convicción. Debimos comprender que nuestra edad era más leal que la suya; ellos sólo tenían sobre nosotros la ventaja de la frase hueca, de la habilidad. Las primeras descargas nos revelaron nuestro error, y al darnos cuenta de él, se derrumbó el concepto del mundo que de ellos habíamos aprendido.

Mientras ellos escribían y discurseaban, nosotros veíamos hospitales, moribundos; mientras ellos proclamaban el servir al Estado como lo más excelso, ya sabíamos nosotros que el miedo a morir es mucho más fuerte. Por eso no fuimos rebeldes; no fuimos desertores ni cobardes - estas palabras ¡les brotaban de la boca con tal facilidad!; - queríamos a nuestro país exactamente como ellos, y avanzábamos con brío en cada ataque. Pero ahora habíamos aprendido a ver, nos dábamos cuenta, y vimos que del mundo suyo no quedaba nada. Que de repente nos quedábamos terriblemente solos. Que teníamos que arreglárnoslas solos.

* * *

Antes de salir a visitar a Kemmerich hacemos un paquete con su cosas: le harán mucha falta en el trayecto.

En el hospital de sangre hay mucha actividad. Como siempre, huele a fenol, a sudor, a pus. En las barracas se acostumbra uno a muchas cosas; pero aquí puede sobrevenirnos un mareo. Preguntamos por Kemmerich; está en una sala; nos recibe con una débil expresión de alegría, de inquietud... Mientras estuvo sin sentido, le robaron el reloj.

Müller meneó la cabeza.

- Siempre te he dicho que aquí no se debe llevar encima un reloj tan bueno.

Müller es algo torpe y siempre quiere tener razón. De otro modo no hubiera dicho esas cosas, porque todos advertimos que Kemmerich ya no saldrá de esta sala. Que encuentre o no el reloj, es lo mismo. Lo más que podría hacerse es enviarlo a su casa.

- ¿Cómo te va, Francisco? - pregunta Kropp.

Kemmerich abate la cabeza.

- Ahora, bastante bien. Sólo tengo unos dolores muy fuertes en el pie.

Miramos las mantas. Su pierna yace debajo, en una cesta de alambre. Las mantas abultan mucho arriba. Doy con la rodilla a Müller, porque es capaz de decirle a Kemmerich lo que ya nos dijeron fuera los enfermeros: que Kemmerich no tiene ya pie. Le han amputado la pierna.

El aspecto del herido es terrible. Su cara, lívida, amarilla, ofrece unas líneas extrañas, que conocemos bien por haberlas visto cien veces; no líneas, precisamente; signos más bien. Ya no hay pulso en sus centros vitales; anda huyendo hacia la piel; de dentro afuera, va trabajando la muerte; ya es dueña de los ojos. Aquí está nuestro camarada Kemmerich. Hace poco freía con nosotros carne de caballo, se incrustaba en los embudos que abren las granadas, acurrucado... Es él todavía: pero ya no es él. Su fisonomía se ha ido borrando, difundiendo, como una placa fotográfica en que se superponen dos retratos. Su misma voz suena como ceniza.

Recuerdo la escena de nuestra marcha. Su madre, una buena mujer obesa, le acompañó a la estación. Lloraba sin cesar la madre; tenía hinchada, descompuesta la cara de tanto llorar. Kemmerich sentía un poco de vergüenza, porque su madre era la menos serena de todas: casi se deshizo en grasa y agua. Y constantemente me atendía, me cogía del brazo, me suplicaba que cuidase en la guerra a su hijo. Verdad es que Francisco tenía una cara de niño, unos huesos tan blandos, que a las cuatro semanas de llevar la mochila ya tenía los pies planos. ¿Y cómo se puede tener cuidado de nadie en la guerra?

- Bueno - dice Kropp. - Ahora te marcharás a casa. Hubieras tenido que esperar la licencia, por lo menos tres o cuatro meses.

Kemmerich dijo que sí con la cabeza. No puedo ver sus manos: son como de cera. Bajo las uñas persiste el barro de las trincheras, de color azul negruzco, como veneno. Pienso que estas uñas seguirán creciendo aún mucho tiempo, como criptógamas, cuando Kemmerich ya no aliente. Veo ante mí su imagen macabra. Se tuercen como sacacorchos, y crecen, crecen. Y con ellos el pelo del cráneo que se pudre, como hierba en buen terreno. Lo mismo que la hierba. Pero ¿cómo es esto posible?

Müller se inclina hacia el suelo, diciendo

- Trajimos tus cosas, Francisco.

Kemmerich hace una señal con la mano

- Ponlas debajo de la cama.

Müller lo hace así. Kemmerich divaga de nuevo, hablando de su reloj. ¿Cómo hacerle entrar en calma sin que recele?

Müller, al levantarse, muestra un par de botas de aviador. Unas magníficas botas inglesas de blando cuero amarillo, que llegan a la rodilla que se abrochan hasta arriba; algo muy codiciable. Müller las contempla entusiasmado. Compara este cuero con sus propias botas, poco elegantes, y pregunta:

- Entonces, ¿quieres llevarte las botas?

Los tres pensamos igual. Aunque Francisco se curase, sólo podría usar una de las botas. Así que para él no tendrían valor. Tal como están las cosas, es lástima que las botas queden aquí, en poder de Francisco, porque los enfermeros van a echarles el guante en cuanto muera.

Müller insiste:

-¿No quieres dejarlas aquí?

Kemmerich no quiere. Son las mejores prendas de su equipo.

- Las podíamos canjear... - propone Müller de nuevo.

- Por aquí, en campaña, se necesita una cosa así...

Pero Kemmerich no se deja conmover.

Le doy a Müller un pisotón. Y él coloca de nuevo las botas en su sitio, bajo la cama.

Aún hablamos algo más. Después nos despedimos.

- Que te cuides, Francisco.

Yo prometo volver mañana. Müller sigue hablando de lo mismo. Sigue pensando en las botas, y quiere seguirles la pista. Kemmerich lanza un gemido. Tiene fiebre. Fuera, detenemos a un enfermero e intentamos convencerle para que ponga una inyección a Kemmerich. El se excusa:

- Si fuésemos a poner morfina a todos - dice - necesitaríamos muchos barriles.

- Se conoce que tú sólo sirves a oficiales - le dice Kropp, malévolo.

Intervengo rápidamente, y comienzo por dar un pitillo al enfermero. Lo acepta. Luego pregunto:

- ¿No estás autorizado para poner inyecciones?

Este, enojado, replica:

 - Si no lo creéis, ¿a qué fin la pregunta?

Le pongo en la mano unos cuantos pitillos más.

- ¡Anda, haznos ese favor!

- Bueno. Está bien - dice.

Kropp entra con él, desconfiando. Quiere verlo. Nosotros esperamos fuera.

Y Müller vuelve al tema de las botas.

- Me estarían muy bien. Ando con estas lanchas... y me salen ampollas y más ampollas. ¿Crees que resistirá hasta mañana, después del servicio? Si acaba durante la noche, desaparecen las botas.

Alberto vuelve.

- ¿Creéis? - dice.

- ¡Se acabó! - dice rotundamente Müller.

 Volvemos hacia las barracas. Pienso en la carta que debo escribir mañana a la madre de Kemmerich. Tengo frío. Quisiera tomar una copa de aguardiente. Müller arranca unas hierbas y las mastica. De repente, el menudo Kropp tira su cigarrillo, lo pisotea rabioso: mira en torno, con una cara descompuesta, sobresaltada, y balbucea:

- ¡Maldita mierda! ¡Esta maldita mierda!

Seguimos andando mucho tiempo. Kropp se ha tranquilizado.

Ya sabemos de qué se trata: es el "berrinche de campaña". Todos lo padecen alguna vez.

Le pregunta Müller:

- A propósito. ¿Qué te escribe Kantorek? Rompe a reír.

- Dice que éramos "la juventud de hierro".

Los tres nos reímos, sarcásticos. Kropp comienza a chillar.

Le alegra poder hablar de algo.

Sí, así piensan de ellos, los centenares de miles de Kantoreks. ¡Juventud de hierro! ¡Juventud! Ninguno de nosotros tiene más de veinte años. Pero ¿jóvenes ? ¿Juventud? Eso ya pasó hace mucho tiempo. Somos viejos.