Por Velmiro Ayala Gauna
Chas... chas... hacían las pisadas sobre la tierra del camino. Pequeñas nubes de polvo se alzaban a su paso y morían sobre la sombra que dejaba su cuerpo enjuto. El pesado silencio de la siesta sólo era interrumpido por el chirriar de las chicharras y el arrullo quejumbroso de la "palomita de la virgen".
-Va a llover esta noche... -sentenció Juan Sandoval y se detuvo al reparo de un frondoso urunday.
Se sacó el raído chambergo de alas anchas y, pasando el dedo índice apretado contra la piel, se libró del sudor que corría por su rostro.
Atrás quedaban las casas de Itá-Ibaté y como a trescientos metros delante estaba su rancho. No lejos de allí pasaba el Paraná y más lejos aún se veía la costa verdeante del Paraguay.
El paisaje familiar puso un momentáneo brillo en los ojos oscuros del caminante. Siete años de ausencia no habían podido hacerlo olvidar y los pequeños cambios saltaban inmediatamente a fijarse en su memoria.
-Han hecho un rancho nuevo cerca de lo de don Paiva... Han cortado el yatay que había en el boliche...
Su mirada iba recorriendo el contorno y, al final, como cansada se detuvo en la amplia sombra del árbol que le daba abrigo. Y allí vio, apenas si separadas por unos pocos centímetros, los brazos siempre abiertos de tres cruces. La más grande era la de su padre Crisóstomo Sandoval quien, con sólo el reparo del viejo tronco, se había defendido contra el comisario y seis agentes, allá por 1917. Mató a tres, pero tras varias horas de intenso tiroteo y cuando no le quedaban más balas en su remington "colí", fue muerto y degollado en ese mismo lugar; la crucecita blanca que estaba más allá era la del hijito de la Flora, su prima, que un día de tormenta buscó el reparo del árbol y allí fue muerto por un rayo y la tercera, la más nueva, era la de su amigo, Zoilo Carranza.
-Buen amigo el Zoilo... pero tan porfiado...
Evocó su rostro aindiado y las andanzas comunes llevando hacienda hasta Mercedes, trayendo caña y tabaco del Paraguay, cazando carpinchos en los esteros del Iberá...
Un día, después de haber estado bebiendo en el boliche, volvían bien saturados de la fuerte caña paraguaya por el mismo camino. Con lengua estropajosa cantaban aires de la tierra. Terminaban de hacerlo con el tradicional "Alfonso Lomas", cuando Zoilo propuso:
-Y ahora "El carau"...
-Bueno... - asintió Juan y empezó:
"Amigos y camaradas
a todos les sé amar..."
-No, pues, chamigo -interrumpió Zoilo- es "a todos les sé contar"...
-Que te pa va a ser así, es "les sé amar...".
Y de esta manera la discusión tuvo su origen. El alcohol ayudó a encender los ánimos y el incidente epilogó en un furioso duelo criollo al pie del urunday donde perdió la vida Zoilo.
Siete años "pagó" Juan por esa muerte en la cárcel de Corrientes y ahora estaba, otra vez de vuelta, en el mismo lugar de su "desgracia".
Juan Sandoval se acercó a la cruz que marcaba el lugar donde cayó el amigo y se persignó.
Sus labios se agitaron en un rezo.
El fuerte sol de noviembre caldeaba el ambiente con ardores de fragua. Chirriaban las chicharras su mal aceitado canto y las "palomitas de la Virgen" lloraban sus amores.
Juan Sandoval entró en su rancho como si en lugar de siete años antes lo hubiera dejado el día anterior. Se detuvo un rato en la puerta para acostumbrar sus ojos, deslumbrados por el sol, a la semioscuridad del ambiente y fue a sentarse en el borde de la cama. Su mujer que liaba cigarros sobre la mesa, lo miró unos segundos, terminó de pegar la hoja de tabaco para concluir su trabajo y ofreció:
-¿Querés unos mates?
-Bueno.
Ella se acercó al brasero de hierro que estaba en el centro de la habitación, tomó la pava y dejó caer un chorrito de agua que tocó ligeramente con un dedo.
-Está fría... - dijo.
-Está bien, mientras me voy a lavar... - respondió el hombre. Colgó su sombrero en un clavo y por la puerta del fondo salió a un patio donde dormía un perro y corrían unas gallinas.
El animal abrió un ojo, reconoció a su patrón y, sin levantarse, agitó la cola en señal de bienvenida. Luego bajó el párpado y volvió a dormirse, Juan llegó al pozo, arrojó el balde al fondo del mismo y lo retiró rebosante de agua cristalina. Hundió en ella las manos y se arrojó el líquido sobre la sudorosa cabeza, después volcó el resto sobre sus pies y dejando una húmeda huella sobre el piso volvió al rancho.
Ya el agua silbaba su primer hervor y la mujer escupía sobre el piso las chupadas iniciales. En eso, llegando desde la pieza contigua, apareció una muchacha. Era pequeñita pero bien formada y su rostro moreno no carecía de gracia.
-La bendición taitá... - dijo acercándose a él con los ojos bajos.
-¡Dios te haga una santa m'hija...! - respondió Sandoval y acarició los negros cabellos de la moza.
¡Cómo había crecido su Lucinda! Era una chiquilla de diez años que se prendía desesperadamente de sus bombachas, llorando sin consuelo cuando se lo llevaron.
Ahora era una mujer. Y buena moza además.
Tomó el mate que le acercaba su compañera y anunció:
-Mañana voy a mover la tierra... Esta noche va a llover.
-Ajá... - afirmó su mujer.
De pronto, el llanto de un niño, se alzó imperioso en la otra pieza.
Rápidamente Lucinda acudió al llamado.
Ante la mirada interrogativa del hombre, la mujer explicó:
-Es Juancito. El hijo'e la Luchi...
-¿Y el padre?
Es un paraguayo marinante...
-¿Le dio el nombre?
-No.
-¿Le ayuda?
-No. Hace unos meses que dejó de venir.
-¡Ajá!... - concluyó Sandoval.
Y siguió tomando mates.
* * *
El 6 de diciembre, aniversario de su muerte, iban a "velar la cruz" de don Crisóstomo. Las mujeres estuvieron todo el día ocupadas en preparar pasteles y otros comestibles. Luego liaron cigarros y arreglaron la pieza, emplazando al fondo un sencillo altar donde fue colocada la cruz del finado.
-Juan fue al boliche del turco Elías a comprar caña para la concurrencia. Allí de labios del gárrulo comerciante conoció las señas del paraguayo seductor y se enteró de que tarde andaría por el pago:
-...porque ahora anda tras la mayorcita de los Ponce... - explicó el turco.
Sandoval nada dijo. Cargó al hombro la ventruda damajuana y volvió al rancho.
Con las primeras sombras de la noche comenzaron a llegar los invitados.
La mayoría iba al patio a sentarse en las sillas allí preparadas y a tomar interminables tandas de mates, interrumpidas de vez en vez, por una vuelta de caña, acompañada de pasteles, tortas de maíz o rosquetas.
Cuando llegó Da. Froilana, la curandera, empezó el rosario y los asistentes, reunidos en la habitación, acompañaban lós rezos.
-"Dios te salve, reina y madre...".
Afuera una lechuza silbó agorera.
Terminadas las oraciones, Juan Sandoval salió al camino y se perdió en las sombras. Regresó cuando era bien entrada la noche y en el rancho sólo quedaban unas cuantas viejas y cuatro o cinco hombres.
Juan se aproximó al fogón improvisado en el patio y empezó a tomar mates que le alcanzaba su mujer.
Luego sacó el cuchillo de la vaina y comenzó a restregar su hoja contra la ceniza. Lloró la criatura y la abuela fue en su busca.
Al volver, con el nieto en brazos, una vieja le interrogó:
-Es el hijo'e Lucinda, ¿no?
-Sí.
-¿Y el padre?
-Es un paraguayo mari...
Pero no pudo continuar porque la interrumpió la voz grave y pausada de Juan que dijo:
-¡Era...!
Las mujeres se persignaron y en medio del silencio que ocasionó esa palabra, llegó hasta ellos el rumor de los rezos:
-"...que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos...".
La luz del fuego ponía reflejos de sangre sobre la brillante hoja del cuchillo que Juan Sandoval seguía limpiando pausadamente entre las cenizas.