por Erich Maria Remarque
CAPÍTULO VIII
Reconozco las barracas del campamento. Aquí educó a Tjaden, Himmelstoss. Por lo demás, apenas conozco a nadie; todo ha cambiado, como de costumbre. Sólo queda alguno de los que antes vi de paso.
Presto mi servicio como una máquina. Por la noche casi siempre estoy en el casino de tropa, donde hay revistas, que no leo. Pero hay también un piano que toco muy gustoso. Sirven dos muchachas; una de ellas es joven.
El campamento está rodeado de altas alambradas. Si regresamos tarde del casino, necesitamos pase. El que se entiende bien con los centinelas, puede, naturalmente, entrar sin él.
Cada día, entre enebrales y bosquecillos de abedules, hacemos ejercicios tácticos de compañía. Si no se exige mucho de la vida, se puede soportar. Se avanza, se echa uno en tierra y el aliento hace ondular los tallos de la hierba y las flores. La arena blanquecina está, mirada a ras de tierra, tan limpia como en un laboratorio, compuesta de miles de guijarrillos diminutos. Siempre se siente la extraña tentación de hundir en ella la mano.
Pero lo más bello son los bosquecillos de abedules que cambian de colores a cada instante. Ahora, la blancura de los bruñidos troncos resplandece; flota entre las ramas la seda verde, alada, de las hojas, como pintadas al pastel. Al momento, todo cambia: ópalos, azules, platas, van invadiendo las ramas, destiñendo lo verde. Luego todo se oscurece en un punto, hasta llegar casi al negro, si una nube se tiende delante del sol. Y la sombra corre como un espectro, de tronco en tronco, descolorándolos, hasta recorrer todo el campo y morir en el horizonte. Y, entretanto, recobran los abedules sus gallardetes de fiesta, ceñidos a los blancos mástiles, sumidos todos en el incendio grana y ámbar del otoño.
Me pierdo muchas veces en este juego de matices suaves, de sombras transparentes, hasta el punto de no oír las voces de mando. Cuando se está solo, se comienza a contemplar, a amar la naturaleza, y aquí tengo pocas amistades, ni me gustan fuera de lo normal. Nos conocemos demasiado poco para hacer algo más que charlar algún rato y jugar a la baraja por la noche.
Junto a nuestra barraca está el gran campamento de los rusos. Aunque separado del nuestro por vallas de alambre, los prisioneros consiguen pasar a nuestro lado. Se muestran muy tímidos, medrosos, y eso que casi todos son barbudos y altos. Dan la impresión de grandes perros de San Bernardo, recelosos por haber recibido una paliza.
Andan, cautelosos, en torno a nuestras barracas; rebuscan en los toneles de la basura. ¡Habrá que ver lo que se encuentran allí! Nuestra comida es ya muy escasa y, sobre todo, mala. Nabizas cortadas en seis trozos, y cocidas en agua. Tronchos de zanahoria, aún sucios. Las patatas, salpicadas de manchas, ya son un manjar predilecto. Y el colmo es la sopa de arroz, muy clara, en la que afirman hubo ciertos nervios de carne de vaca, finamente cortados. Tan sutilmente cortados, que no se da con ellos.
Pero todo lo comemos. Si alguien, alguna vez, es tan opulento que no necesita comérselo todo, ya aguardan otros diez para devorar el sobrante, muy gustosos. Sólo el residuo a que no alcanza la cuchara, va, con el agua de fregar, a los barriles de la basura. Con ello se juntan a veces pellejos de nabizas, cortezas de pan enmohecido, despojos diversos.
Esa agua turbia, sucia, es lo que buscan los prisioneros. La extraen afanosos de los toneles fétidos y se las llevan bajo las blusas. Sorprende ver a nuestros enemigos tan de cerca. Sus caras nos hacen ponernos pensativos: caras bonachonas, de labriegos, anchas frentes, ancha nariz, gruesos labios, grandes manos, pelo crespo. Deberían emplearlos para segar y arar, para recoger manzanas. Tienen el aspecto aún más inofensivo que el de nuestros campesinos de Frisia.
Da tristeza ver sus movimientos, su mendigar por un poco de comida. Todos están bastante débiles, porque se les da precisamente la comida justa para no morirse de hambre. Nosotros mismos no podemos comer, ni mucho menos, lo preciso. Padecen de disentería; con ojos medrosos, muestran algunos, a escondidas, sus camisas ensangrentadas. Se encorvan sus espaldas, sus cuellos. Se les doblan las rodillas. Miran oblicuamente, desde abajo, al tender la mano y mendigar con las pocas palabras que conocen... Piden con sus voces blandas, sumisas, broncas, que recuerdan esas estufas enormes, esos callados aposentos de su país.
Hay gentes que les hacen rodar de un puntapié; pero éstos son pocos. La mayoría no les molesta; pasa junto a ellos. A veces, la verdad, da rabia verlos tan miserables, y entonces es cuando viene el puntapié. ¡Si no mirasen de ese modo!...
¡Qué miseria no cabrá en dos manchitas tan pequeñas que pueden cubrirse con el pulgar: en los ojos!
De noche entran en las barracas y comercian. Cambian todo lo que poseen a cambio de pan. A veces les va bien, porque tienen buenas botas, y las nuestras son muy malas. El cuero de las suyas, muy altas, es prodigiosamente blando: cuero de Moscovia. Los hijos de nuestros campesinos, que reciben comida de sus casas, pueden permitirse adquirirlas. El precio de un par de botas es, aproximadamente, dos o tres panes de munición. O un pan y un pequeño salchichón.
Pero casi todos los rusos dieron ya, hace tiempo, todo lo que llevaban. Apenas les quedan unas ropas miserables e intentan canjear pequeñas cosas de talla y objetos que se han construido de cascos, de anillos de granada. Naturalmente, por esas cosas no se les da mucho, aunque gastaron bastante esfuerzo en construirlas... Llegan a darlas por unas rebanadas de pan. Nuestros campesinos son reacios, taimados, al regatear. Tanto tiempo colocan bajo la nariz del ruso el trozo de pan o de salchicha, que él palidece de ansiedad, entorna los ojos y llega a importarle todo lo mismo. Después envuelven su botín con toda la lentitud de que son capaces, buscan su gran navaja de bolsillo, cortan lentos, pausados, un trozo del pan, y para cada bocado, un pedacito del buen salchichón, y lo comen como si se adjudicasen un premio. Irrita verles comer así. Les quisiera uno dar un porrazo en las cabezotas. A uno, pocas veces le dan algo. Verdad es que apenas los conocemos.
* * *
Varias veces estoy de centinela con los rusos. Se ven moverse en la oscuridad sus cuerpos, como cigüeñas enfermas, como pájaros enormes. Llegan hasta el enrejado de alambres y aprietan su cara a la valla; se enganchan los dedos en las mallas. Frecuentemente hay muchos en fila. Así respiran el aire que viene del campo, de los bosques.
No suelen hablar; acaso unas pocas palabras. Son más afables y - quiero creerlo - más fraternales que nosotros. Pero quizá esto sólo proceda de su mayor infortunio. Y eso que la guerra ha acabado para ellos. Claro que esperar la disentería, no es vivir.
Los concentrados de la última reserva que los vigilan, cuentan que antes estaban más animados los rusos. Había - esto ocurre siempre - relaciones eróticas entre ellos; y - dicen - que a veces solía haber reyertas a puñetazos, a cuchilladas.
Ahora están apáticos, indiferentes. La mayoría ni siquiera se masturba: tan débiles se encuentran. Aunque tan generalizado está eso, que a veces suelen hacerlo colectivamente en toda la barraca.
Están parados en la alambrada. Flotan sus barbas al viento. Nada sé de ellos. Sólo sé que son prisioneros, y esto precisamente es lo que me conmueve. Su vida para mí no tiene nombre ni culpa... Si yo supiera algo de ellos, cómo se llaman, cómo viven, qué esperan, cuánto sufren, entonces mi sentimiento tendría un fin, se trocaría en lástima. Pero hoy sólo veo tras ellos el dolor anónimo del ser vivo, la terrible melancolía de la existencia, la falta de misericordia de los hombres.
Una orden hizo de esas figuras silenciosas enemigos nuestros. Otra orden podría convertirlos en amigos. En cierta mesa, unos hombres firman tal documento, que nadie de nosotros conoce... Y durante años enteros todo nuestro empeño es matar, lo que en otras circunstancias es execrado por el mundo entero, castigado con la última pena. ¿Quién no ve, ante esos pobres prisioneros silenciosos, de cara infantil, de barbas apostólicas, que un suboficial para un quinto, y un profesor para un alumno, son peores enemigos que los rusos para nosotros? Y, sin embargo, si de nuevo estuviesen libres, dispararíamos contra ellos y ellos contra nosotros.
Me aterra; no puedo seguir pensando así. Por ésta senda se va al, abismo. Aún no es tiempo de esto. No quiero, con todo, perder esta idea; quiero conservarla, quiero encerrarla, para cuando la guerra acabe. Tiembla todo mi ser. ¿Este es el fin? ¿Es esto lo grande, lo supremo en que he pensado en las trincheras, lo que he buscado como razón de existir después de esta catástrofe universal? ¿Es esto una misión que justifique una vida futura, una misión digna de suceder a estos años de terror?
Saco mis pitillos, los rompo todos en dos pedazos y los reparto a los rusos. Se inclinan y los encienden. En algunas caras se ven brillar ahora puntitos rojos. Me consuelan, como ventanitas abiertas en las sombrías aldeas, que indican un lugar de refugio.
* * *
Pasan los días. Una mañana de niebla entierran a otro ruso. Mueren algunos casi todos los días. Precisamente estoy de centinela cuando lo sepultan. Los prisioneros cantan un himno religioso a muchas voces. Suena como si apenas fuesen voces, sino un órgano que tañesen allá lejos, en el campo. El funeral es breve.
A la noche están de nuevo en la reja de alambre. Otra vez el viento llega a ellos desde los bosquecillos de abedules. Dan frío las estrellas.
Ahora conozco algunos de ellos que hablan bastante bien el alemán. Uno es músico. Cuenta que estuvo de violinista en Berlín. Cuando oye que sé tocar el piano, trae su violín y toca. Los otros se sientan, apoyado el dorso en la alambrada. El toca de pie; tiene a ratos la expresión de irrealidad, como la tienen los violinistas cuando cierran los ojos, arrebatados por el ritmo. Después balancea el instrumento a compás y me sonríe.
De seguro ejecuta canciones populares, porque los otros cantan a media voz con él. Son como colinas oscuras que vibran desde su raíz. Sobre ellos, el tañido del violín es como una adolescente: fina, bella, perfilada. Cesan las voces; sólo queda la del violín. Aislado, en medio de la noche, como si lo encogiese el frío. Hay que acercarse más. Estaríamos mejor en una sala. Aquí, en el campo, da mucha tristeza sentir cómo revuela, solitaria, la voz del violín.
* * *
No me dan permiso un domingo, porque hace poco tiempo disfruté de una licencia prolongada. El último domingo, antes de salir de aquí, vienen, pues, a verme mi padre y mi hermana mayor. Nos sentamos todo el día en el casino de tropa. ¿Dónde íbamos a estar? No queremos ir a la barraca. A mediodía paseamos por el campo.
Pasan lentas las horas, torturándonos. No sabemos qué decir. Hablamos de la enfermedad de mi madre. Ya es seguro que padece un cáncer. Está en el hospital, la operarán pronto. Los médicos creen que podrá curar; pero nunca oímos que pudiera curarse un cáncer.
- ¿Dónde está? - pregunto.
- En el hospital de Santa Luisa - dice mi padre.
- ¿En qué clase?
- En tercera. Veremos cuánto piden por la operación. Ella misma quiso ir a la sala de tercera. Dijo que así tendría algo de distracción... Y es más barata.
- Pero así, ¿estará mezclada con otras muchas? Si por lo menos pudiese dormir por la noche.
El padre menea la cabeza. Su cara, llena de arrugas, refleja el cansancio. Mi madre estuvo ya enferma muchas veces, aunque es cierto que sólo fue al hospital cuando a ello le forzaron; siempre nos costó mucho dinero, y mi padre, en verdad, ha pasado su vida en estas cosas.
- ¡Si al menos se supiese lo que cuesta la operación! - dice.
- ¿No lo habéis preguntado?
- Directamente, no. No es posible, por no poner de mal humor al médico. No se puede, porque al fin va a operar a nuestra madre.
Sí. Así somos - pienso amargamente - la gente pobre. No se atreve a preguntar por el precio, y esto le produce una enorme preocupación. Los otros, los que no tienen necesidades, encuentran muy natural fijar anteriormente el precio. Y no pondrán de mal humor al médico.
- Y además, los vendajes son caros - añade mi padre.
- ¿Es que no contribuye con nada la Caja de Socorros para enfermos? - pregunto.
- No. La madre está hace demasiado tiempo enferma.
- ¿Tenéis algo de dinero?
Niega con la cabeza.
- No. Pero puedo ahora trabajar otra vez horas extraordinarias.
Ya lo sé. Hasta la medianoche estará en su mesa plegando, pegando, cortando. A las ocho comerá un poco de esas cosas sin substancia nutritiva alguna, que dan a cambio de bonos. Luego tomará unos polvos contra el dolor de cabeza y seguirá.
Para distraerle un poco le cuento algunas anécdotas que se me ocurren. Chistes de cuartel: por ejemplo, cómo se ha hecho poner en ridículo a generales y sargentos mayores.
Acompaño a los dos a la estación. Me dan un bote de mermelada y un paquete de tortas de patata, que mi madre aun preparó para mí.
Marcha el tren. Yo regreso.
Por la noche pongo un poco de mermelada en tortas de patata y como algunas. No me saben bien y salgo para dárselas a los rusos. Pero luego recuerdo que las hecho mi misma madre, que acaso estaba padeciendo sus dolores cuando estaba ante el fogón... Meto el paquete en la mochila y tomo de ella dos tortas solamente para los rusos.