El puerco de Morín

(Por Guy de Maupassant)


I

-Tú conociste a Morín. ¿Te acuerdas de su gran almacén de sedería en la calle principal de la Rochela?

-Sí; perfectamente.

-Pues bien: sabe que en mil ochocientos sesenta, y dos o sesenta y tres Morín fue a pasar quince días a París, deseando echar una cana al aire, pero con el pretexto de hacer unas compras. No ignoras lo que son para un comerciante de provincia quince días en París. Al teatro todas las noches, roce con mujeres, una continua excitación del espíritu, enloquecer y abrasarse, no viendo más que bailarinas casi desnudas, actrices muy escotadas, piernas redondas, pechos abultados, creyendo que todo se ofrece y sin poder o sin atreverse a lograr nada, nada en absoluto de cuanto provoca el deseo; teniendo que contentarse, cuando el hambre de placer se hace insufrible, con algún manjar menos delicado. El que así padece, vuelve a su casa de provincia disgustado, sintiendo el cosquilleo de besos en los labios, el corazón removido y el alma enferma.

Morín se hallaba en tal estado cuando tomó su billete de vuelta a la Rochela, para el expreso de las ocho y cuarenta de la noche. Dando vueltas por la sala de la estación, entregado a sus tristezas, le sorprendió el chasquido amoroso de un beso.

Una mujer, muy bonita y muy joven, se despedía de una señora bastante anciana.

A Morín le bailaron los ojos y le temblaron las manos. ¡Preciosa criatura! Y entró en el andén tras ella, y tras ella metióse precipitado en un vagón vacío.

Había pocos viajeros para el expreso, que pronto se puso en marcha.

Morín devoraba con el pensamiento a su compañera de viaje, que tendría diecinueve o veinte años, y era rubia, bien desarrollada y esbelta. La joven envolvió sus piernas en una manta, inclinóse y cerró los ojos. Morín se preguntaba: "¿Qué hacer?" Y mil suposiciones, mil proyectos cruzaban por su atormentado cerebro. Y se decía para su capote: "Se cuentan muchas aventuras de ferrocarril. Acaso ahora se me ofrece una. ¡Quién sabe! La suerte llega de pronto, por casualidad. Acaso me bastará ser atrevido. Pero no soy atrevido. ¡Ah! Si leyéramos en el fondo del alma. Estoy seguro de que nos cruzamos todos los días con la fortuna y se pierden ocasiones magníficas." Y hacía combinaciones que le aseguraban el triunfo. Imaginaba una situación caballeresca: servicios, atenciones, conversación viva y galante... Pero no dio con el principio, con el pretexto, con la primera palabra.

Y así pasó toda la noche; mientras la joven dormía tranquilamente, Morín preparaba una inevitable seducción.

Amaneció. Despertóse la viajera, y miró a su compañero, saludándole con dulce sonrisa. Restregóse los ojos y los labios con el pañuelo, y volvió a mirar y a sonreír...

El comerciante deliraba enardecido. La sonrisa era una invitación; había llegado el momento; aquellos ojos, aquellos labios alegres le decían sin duda: "Tonto; ha perdido usted el tiempo meditando. ¿No soy hermosa? ¿No soy apetecible? Pues ¿qué ha hecho usted toda la noche junto a mí, sin atreverse a nada? ¡Tonto! ¡Tonto!"

La joven seguía sonriendo. Morín, trastornado completamente, sin buscar una palabra, ni un cumplido, ni una confesión que advirtiese a la viajera de sus resoluciones, abalanzóse, oprimió con fuerza, besó con locura...

-¡Socorro! ¡Socorro! -gritó la joven, abriendo la portezuela.

Y llena de miedo, aterrorizada, intentó lanzarse a la vía.

Morín la retuvo, agarrándose al vestido, suplicante, desconcertado.

-¡Señorita! ¡Oh, señorita!

El tren perdía velocidad; un empleado se acercaba corriendo por los estribos.

-Este hombre ha querido..., ha querido -y la joven ahogó su pensamiento entre sollozos.

En la estación de Mauzé los gendarmes detuvieron a Morín.

Cuando la víctima de su brutalidad pudo tranquilizarse, hizo su declaración. Hubo luego que presentarse al juez, asistir al juicio de faltas y buscar un fiador. Hasta la noche no logró Morín verse libre y tomar el tren, llegando a su casa tarde, rendido y desconsolado, bajo el peso de una denuncia oficial, por ultrajes a las buenas costumbres, con escándalo, en un sitio público.

II

Era yo entonces redactor en jefe de La Cloche Républicaine, y veía todas las tardes a Morín en el café del Comercio.

Al día siguiente de su aventura, me refirió su desgracia, y. no pude ocultarle mi opinión:

-Eres un puerco; nadie haría lo que hiciste.

El pobre lloraba, su mujer le había pegado; veía su comercio en ruina; su apellido en el arroyo, deshonrado; sus amigos le huían. Acabó por darme lástima, y consulté con mi director, Rivet, hombre prudente, decidido a poner todos los medios para librar a Morín de la desesperación.

El presidente de la Audiencia nos ofreció echar tierra sobre tan delicado asunto, siempre que se retirase la denuncia hecha por el tío de la víctima. Esta se llamaba Enriqueta Soulier, no tenía padre ni madre, y después de tomar el título de maestra en París, cuando la conoció Morín iba de regreso a casa de sus tíos, burgueses bien acomodados en Mauzé.

Volví a casa del corruptor y le hallé tumbado, enfermo, triste. Su mujer, que no se cansaba de atormentarle, me dijo:

-¿Viene usted a ver a ese puerco? Ahí está.

Y se plantó a los pies de la cama, provocativa y amenazadora.

Di cuenta de lo que sabía, y el desgraciado me rogó que fuese a ver al tío de Enriqueta. La misión era delicada, pero acepté. Morín juraba y perjuraba que ni había llegado a besar. Yo, maquinalmente, le respondía:

-Es lo mismo; de todos modos, eres un puerco.

No pareciéndome oportuno ir solo, rogué a Rivet que me acompañara, y consintió, siempre que tomáramos el primer tren y volviésemos en el de la noche.

Dos horas después llamábamos a la reja de un hermoso jardín. Una joven, sonriente y bonita, salió a recibirnos. Al verla, dije a Rivet:

-Comprendo la diablura del puerco de Morín.

Precisamente el señor Tonelet era suscriptor de La Cloche Républicaine, muy ferviente defensor de nuestros ideales, y nos recibió con los brazos abiertos, entusiasmado al ver en su casa dos redactores de su periódico. Rivet me dijo aparte:

-Creo que podemos dar por arreglado el asunto del puerco de Morín.

Cuando la sobrina se alejó, comunicamos al tío el objeto de nuestro viaje. Tonelet se mostró indeciso. No quería resolver nada sin consultarlo con su esposa, y su esposa estaba en una quinta con otros amigos; no volvería seguramente hasta la noche.

-Pero tengo una excelente idea -dijo triunfante y gozoso el buen Tonelet-; ustedes comerán y dormirán aquí; mañana temprano hablaremos con mi esposa y confío en que nos entendamos.

Rivet resistía, pero el deseo de sacar adelante al puerco de Morín, le hizo aceptar la invitación.

El tío llamó entonces a la sobrina y nos propuso que saliéramos a dar un paseito por su hacienda.

Adelantándose del brazo de Rivet, el pobre viejo hablaba de asuntos políticos. Yo miré fijamente a la sobrina. Era deliciosa.

Con mil precauciones comencé a tratar de su aventura. Pronto noté que la muchacha no se turbaba; muy al contrario, parecióme que oíame con gusto.

-Veamos -le dije-, ¿no hubiera sido mejor que usted sola se defendiera contra ese puerco, sin llamar a los empleados ni a los gendarmes, ni promover un escándalo que puede perjudicarla?

Y me contestó sonriendo:

-Es verdad. Pero... tuve miedo; y cuando se tiene miedo no se razona. Después de gritar, comprendí mi ligereza... tarda ya para evitarla. Ese imbécil se había echado sobre mí furioso y sin decir una sola palabra. Me pareció un loco, un asesino... Aterrada, ni siquiera pude sospechar lo que pretendía.

Y clavó en mí sus ojos, ni turbada, ni cohibida. Entonces pensé: "Buena pieza está la moza. Comprendo que se equivocara ese puerco de Morín"

Y, acercándome a ella, proseguí:

-El atrevimiento de mi amigo era excusable. Resulta difícil contenerse hallándose a solas con una mujer tan hermosa.

Riendo francamente, me contestó:

-¡Si todos nos abandonáramos a los deseos!...

Con brusquedad le dije casi al oído:

-Si ahora la besara yo, ¿usted gritaría?

Mirándome de los pies a la cabeza, contestó muy segura:

-No es el mismo caso.

-¿Por qué?

-Usted no es tan simple como su amigo... ni tan feo.

Antes que pudiera preparar su defensa, ya le había yo besado las mejillas.

Retrocediendo murmuró:

-Es usted muy atrevido; pero no repita el juego.

-Señorita, quisiera comparecer ante los tribunales por la misma cansa que Morín.

-¿Cómo?

Y mirándola con ardor a los ojos proseguí:

-Porque me ha parecido usted la más adorable de las mujeres.

-Es usted muy galante.

Salté como un tigre, abrazándola, cubriéndola de besos. Cuando logró desprenderse, sofocada, temblorosa, me decía:

-Es usted un grosero; hará que me arrepienta de haberle atendido.

- ¡Perdón; perdón, señorita! No me desprecie. Si usted supiera...

Y buscaba yo una excusa. Ocurrióseme de pronto, y lancé con pasión la mentira:

-¡Un año padeciendo y amándola!

Oyóme sorprendida. Le cogí una mano y continué:

-Sí; escúcheme por piedad. Yo no conozco a Morín. Que le lleven a presidio, ¿qué me importa? Pero yo había visto a usted una vez, una sola vez, en esa verja, y desde aquel día la imagen adorada no me abandonaba. El asunto de Morín ha sido un pretexto para verla y hablarle; me ha favorecido la suerte. Perdóneme usted.

Dudando, y queriendo adivinar la verdad en mis ojos, me miraba y repetía:

-Embustero, embustero...

-Juro a usted que no he mentido.

Estaba yo tan impresionado, que me creí sincero en aquel instante. Y ella me creyó también.

Rivet y Tonelet ya se habían adelantado mucho. Estábamos allí solos, entre los árboles, junto a un banco de piedra que nos ofrecía dulce reposo. Enriqueta oía mi confesión con el deleite que proporciona lo agradable y nuevo. Yo acabé por turbarme. Tembloroso, delirante, abracé su cintura, y besando sus cabellos, le dije mil cosas al oído, frases apasionadas que nos enloquecían.

Enriqueta se volvió para mirarme, y sus labios húmedos posáronse dulcemente sobre los míos. Oprimíala contra mi pecho y ella no me rechazaba. Un beso largo, muy largo, que hubiera sido eterno si una voz que me llamaba no hubiese llegado a interrumpirlo...

Enriqueta huyó. Rivet me puso una mano al cuello, diciéndome:

-¿Así arreglas el asunto del puerco de Morín?

Y le contesté con mucho aplomo:

-Hago lo que puedo. Y el tío, ¿qué dice? Yo respondo en absoluto de la sobrina.

Rivet declaró:

-Yo he sido menos afortunado con el tío.

Y yo le cogí del brazo para regresar.

III

Durante la comida enloquecí por completo. Ella se había puesto junto a mí, y nuestros pies, nuestras manos y nuestras miradas cruzábanse y se confundían sin cesar.

Luego salimos al jardín. A la luz de la luna me la comí a besos; mi boca no se apartaba de la suya, febril y lasciva. El tío y Rivet hablaban acaloradamente sin acordarse de nosotros.

Llegó un telegrama: la señora de Tonelet aplazaría su regreso hasta la mañana siguiente, en el tren de las seis y veinticinco.

Tonelet dijo:

-Ya es tarde y tendremos que madrugar. Enriqueta, enséñales a estos caballeros dónde tienen sus habitaciones.

Y se fue, dándonos las buenas noches. Enriqueta nos acompañó primero al cuarto de Rivet, después guióme al mío. Viéndome solo con ella, la oprimí entre mis brazos y estuve a punto de ahogarla con mis caricias.

Cuando ya se abandonaba por completo y mi triunfo era seguro, recobró en un instante sus energías y huyó.

Me acosté muy agitado, ansioso, pensativo, triste. Luego llamaron dulcemente a mi puerta.

-¿Quién va?

-Yo.

Vestíme de prisa y abrí. Enriqueta entró.

-No había preguntado a usted con qué se desayuna.

Ya la tenía otra vez en mis brazos.

-Yo tomo..., tomo..., tomo...

Pero haciendo un esfuerzo soberano, desasióse de mí, apagó la luz y se fue.

¿Qué pensar? ¿Qué hacer? Furioso, deliraba. Salí al corredor con la palmatoria en la mano. Era preciso encontrarla; pero ¿dónde tendría su alcoba? ¿Y si, abriendo puertas al azar, diese yo en la del tío? Medité una excusa. ¡Claro! Le diría que buscaba el cuarto de mi amigo Rivet para tratar de un asunto urgente. Abrí una puerta; la Fortuna me ayudó. Vi a Enriqueta en la cama, y, acercándome de puntillas, dije:

-Me olvidé, señorita, de pedir a usted un libro para entretener mis desvelos.

Enriqueta resistió; pero bien pronto abrí el libro que buscaba y cuyo nombre me callo. Era, verdaderamente, la más maravillosa de las novelas, el más divino de los poemas.

Cuando acabamos la primera página, volvimos la hoja y fuimos hojeando con afán tantos capítulos, que amanecía y aún estábamos mal satisfechos.

Luego volví a mi cuarto. Rivet me sorprendió y dijo, amenazándome:

-¿Has arreglado ya por completo el asunto del puerco de Morín?

A las ocho hablamos con la tía. Pronto nos convinimos y todo quedó acordado satisfactoriamente. Hasta quisieron organizar una expedición campestre para obsequiarnos y divertirnos. Enriqueta me rogaba que aceptásemos; yo acepté, pero Rivet se opuso con tan extremada tenacidad, que hube de rendirme y regresar a la Rochela con mi amigo, quien me pellizcaba, murmurando:

-Me habéis hartado ya, tú y el puerco de Morín con su asunto.

En la redacción de La Cloche mucha gente nos aguardaba.

-¿Consiguieron ustedes arreglar eso del puerco de Morín?

Recobrando su buen humor, Rivet dijo:

-Sí, todo se arregló al fin, gracias a éste; yo no hice nada; éste lo hizo todo.

Y llevamos a Morín la noticia.

Embutido en un sillón, con sinapismos en las piernas y compresas de agua fría en la frente, le hallamos triste, angustioso, moribundo. Su mujer tenía clavados los ojos en él como una fiera que se dispusiese a devorarle.

La satisfacción que le proporcionamos le animó un poco: pero su salud quedó muy resentida.

La gente le llamaba el Puerco de Morín, y este apodo cruel era su martirio. Después de sufrir mucho durante dos años, murió.

IV

Todos le olvidaron, y le olvidé como todos. Cuando en mil ochocientos setenta y cinco presenté mi candidatura para diputado, tuve que visitar al notario de Turenne, señor Bellonele; una hermosa mujer, gallarda y de opulentas carnes me recibió:

-Usted no se acuerda ya de mí -dijo.

-Señora..., no sé...; no imagino...

-Enriqueta Soulier.

-¡Ah!

Palidecí, temblé; pero ella no se turbaba poco ni mucho. Mirándome fijamente, sonreía.

Cuando me dejó a solas con su marido, el notario me abrazó diciéndome:

-Tiempo hace, señor mío, que deseaba conocer a usted. ¡Mi mujer me hablaba tanto de usted! ... No ignoro en qué dolorosa circunstancia conoció usted a Enriqueta. Su galantería, su delicadeza, su tacto, su oportunidad, su infatigable obstinación al servicio de mi pobrecita mujer en el asunto. . .

Y después de vacilar, bajó de tono, como si articulase una palabra grosera:

-... en el asunto del puerco de Morín.