por Erich Maria Remarque
CAPÍTULO VII
Nos retiran más lejos que otras veces, a un campamento de reclutas, para reorganizarnos allí. Nuestra compañía necesita más de cien hombres para cubrir las bajas.
Entretanto, nos paseamos, cuando no estamos de servicio. Dos días después viene Himmelstoss. Ha perdido toda su altanería desde que vino a las trincheras. Propone que nos reconciliemos. Y estoy dispuesto a ello, porque vi cómo ayudó a transportar a Haie Westhus, que tenía una brecha en la espalda. Como, además, habla razonablemente, no tenemos inconveniente en que nos convide a ir a la cantina. Sólo Tjaden se muestra desconfiado, reservado.
Pero, una vez allí, también él se deja convencer; porque Himmelstoss dice que debe hacer de furriel, que va de licencia. Para demostrarlo, saca enseguida dos libras de azúcar para nosotros; y para Tjaden, especialmente, media libra de mantequilla. Llega a gestionar que nos envíen los tres próximos días a la cocina, para mondar patatas y nabos. La comida que allí nos ofrece es una excelente comida de oficiales.
Así, de momento, tenemos otra vez las dos cosas que necesita el soldado para ser feliz: buena comida y reposo. Si bien se piensa, eso es poco. Hace unos años nos hubiéramos despreciado profundamente. Ahora casi somos felices. Todo se hace costumbre: hasta la guerra.
Esta misma costumbre es la que nos hace olvidar tan de prisa, al parecer. Anteayer aún estábamos en fuego; hoy hacemos chiquilladas, lo pasamos lo mejor posible; mañana iremos de nuevo a la trinchera. En realidad, no olvidamos nada. Mientras estamos en campaña, los días del frente, ya pasados, caen dentro de nosotros como pedruscos. Pesan de sobra para poder pensar en ellos enseguida; si lo hiciésemos, nos asesinarían luego. Porque lo he podido notar: se puede sufrir el pánico mientras no se piensa en él; pero mata si se piensa.
Del mismo modo que nos trocamos en bestias cuando, vamos al frente, porque es lo único que puede salvarnos de aquello, así también cuando estamos descansando nos convertimos en chistosos banales, en dormilones. No puede suceder de otro modo; es algo superior a nosotros mismos. A toda costa queremos vivir; y entonces no nos podemos fardar con sentimientos, quizá decorativos en tiempo de paz, pero falsos en tiempo de guerra. Kemmerich ha muerto; Haie Westhus se está muriendo; el día del juicio, trabajo van a tener para juntar el cuerpo de Hans Kramer, porque le dio de lleno una granada; Martens no tiene ya piernas; Meyer, ha muerto; Beyer, ha muerto; Haemmerling, ha muerto; ciento veinte hombres yacen acribillados a balazos. Desgracia enorme es; pero a nosotros, que aún vivimos, ¿qué nos importa? si pudiéramos salvarlos, ya se vería entonces; no nos importaría nada; aunque reventásemos, nos comportaríamos como se debe, porque si nos da por ahí, somos muy cerriles... No conocemos mucho el miedo; pero sí la angustia de morir. Esto es otra cosa, es algo puramente carnal.
Pero nuestros camaradas están muertos; nada Podemos hacer por ellos, descansan. ¿Quién sabe lo que a nosotros nos aguarda? Por eso queremos tumbarnos a dormir, o devorar todo lo que nos quepa en el estómago, beber, fumar, para que las horas se llenen de algo. La vida es breve.
* * *
El horror del frente desaparece tan pronto como le volvemos las espaldas y le zaherirnos con chascarrillos rabiosos, absurdos. si alguien muere, decimos "que ha encogido el culo". De todo eso hablamos así, y esto nos libra de volvernos locos. Tanto tiempo como lo tomemos así resistiremos.
¡Pero no olvidamos nada! Todo eso que cuentan los periódicos de la guerra, sobre "el eterno humor" de las tropas, que apenas salen del fuego ya están organizándose un bailecito, es una solemne idiotez. No hacemos eso porque tengamos de veras ese humor, sino que tenemos ese humor a la fuerza; de no ser así, reventaríamos. De todos modos no se mantendrá ese equívoco mucho tiempo; cada mes que transcurre es más negro nuestro humor.
Yo lo sé. Todo esto que hoy, mientras estamos en la guerra, desciende al fondo de nuestra intimidad como una piedra, ha de resurgir de nuevo cuando la guerra termine. Y sólo entonces comenzará la gran pelea. A vida o muerte.
Los días, las semanas, los años de esta guerra, volverán aún una vez más; nuestros camaradas muertos se alzarán entonces para avanzar con nosotros. Habrá aquel día claridad en nuestras mentes. Tendremos un propósito. Y así avanzaremos, con nuestros camaradas muertos al costado, con estos años del frente como escolta... ¿Contra quién? ¿Contra quién?
* * *
Aquí, en esta comarca, hubo hace tiempo un teatrillo de campaña. En una valla hay aún pegados unos carteles de color que anunciaban las representaciones. Muy abiertos los ojos, Kropp y yo nos detenemos frente a los carteles. No podemos comprender que queden cosas de estas. Aquí hay - litografiada - una muchacha con un traje claro, de verano, con un cinturón rojo, de charol, ceñido en las caderas. Con una mano se apoya en la barandilla, con la otra sostiene un sombrero de paja. Lleva medias blancas, zapatos blancos, graciosos zapatitos, con trabilla, con tacones altos. Tras ella cabrillea el mar azul, con alguna crestería de espumas. A un costado, el tono suave de una bahía.
Es una muchacha realmente hermosa, con una nariz afilada, de labios granas, de largas piernas; incomprensiblemente limpia, repulida. De seguro se baña dos veces al día, y nunca hay suciedad bajo sus uñas. Acaso, un poquillo de arena de la playa.
Junto a ella hay un hombre de pie, con pantalón blanco, chaqueta azul y gorra de marinero. Pero éste nos interesa mucho menos.
La muchacha del muro de tablas es para nosotros un prodigio. Hemos olvidado por completo que había cosas así, y llegamos ahora a dudar de nuestros propios ojos. Hace años - parece - que no habíamos visto cosa semejante, nada que se pareciese remotamente a esta alegría, a esta belleza, a esta felicidad. Esta es la paz. Así debe ser, pensamos, emocionados.
- Fíjate qué zapatitos tan ligeros. Con ellos no podría marchar ni un kilómetro - digo, y enseguida me doy cuenta de mi estupidez, porque es necio pensar en que una belleza así haga marchas.
- ¿Cuántos tendrá? - pregunta Kropp,
- Veintidós, a lo sumo, Alberto - calculo.
- Entonces sería de más edad que nosotros. Te digo que apenas tiene diecisiete.
Sentimos un estremecimiento.
- Alberto, eso estaría bueno, ¿no?
Afirma con la cabeza.
- Yo también tengo en casa un pantalón blanco. - Pantalón blanco, bueno... - digo yo; - pero una chica como esta...
Nos miramos de arriba abajo. No vemos cosa que lo valga: un lacio uniforme, remendado, sucio, en cada uno. Es inútil querer compararse.
Por lo pronto eliminamos, arañando el papel, al joven de pantalón blanco, con precaución para no estropear a la muchacha. Algo hemos conseguido. Luego, propone Kropp:
- Podíamos ir a que nos despiojasen.
No estoy muy conforme, porque el uniforme y la ropa interior sufren mucho con eso, y los piojos vuelven dos horas después. Sin embargo, pasado un rato largo mirando el cromo, termino por acceder. Voy aún más lejos:
- Podríamos intentar que nos diesen una camisa limpia.
- Mejor sería calcetines - dice Alberto.
- Bien, calcetines. Vamos a brujulear un poco.
Pero se acercan Leer y Tjaden, lentamente. Ven el cartel, y enseguida el diálogo se sube de color. Leer fue en nuestra clase el primero que tuvo una querida, y de eso contó detalles emocionantes. La litografía le saca de quicio, y Tjaden colabora con gran ímpetu.
No es que llegue a producirnos asco. El que no dice procacidades no es soldado. Pero ahora no nos conviene mucho. Dejamos el cartel y vamos al Instituto de desinfección con la misma impresión con que entraríamos en una tienda elegante de modas para caballeros.
* * *
Las casas en que nos alojamos están cerca del canal. Al otro lado del canal hay estanques circundados por bosques de álamos. Al otro lado del canal hay también mujeres.
Las casas de nuestro lado fueron evacuadas; pero en las del otro lado se ven de cuando en cuando habitantes del país.
A la tarde, nadamos. Ahora vienen tres mujeres por la orilla. Van lentamente, no miran hacia otro lado, aunque no llevamos trajes de baño.
Leer les grita no sé qué. Se ríen, se detienen a mirarnos. En un francés chapurreado les gritamos todo lo que se nos ocurre, todo a barullo, precipitadamente, para que se detengan. No son precisamente galanterías de salón; pero ¿de dónde las íbamos a sacar?
Una de ellas es morena, cimbreña. Vemos relucir sus dientes cuando ríe. Acciona vivamente; la falda le revuela ágilmente entre las piernas. Aunque el agua está fría, sentimos una gran alegría; nos ingeniamos en interesarlas para que se queden. Aventuramos chistes, y ellas contestan, sin que las comprendamos. Reímos, saludamos con la mano. Tjaden es más listo. Corre a la casa, trae un pan de munición y se lo muestra.
Esto obtiene un gran éxito. Asienten con la cabeza, y agitan las manos, invitándonos a ir allí. Pero no lo podemos hacer. Está prohibido subir a la otra orilla. En los puestos hay por todas partes centinelas. Nada podemos hacer sin un pase. Hacemos señas para que ellas vengan; pero niegan con la cabeza, señalando los puentes. Tampoco les dejan pasar.
Retornan. Suben lentamente a lo largo del canal, sin perder la orilla. Les acompañamos nadando. Unos cientos de metros más arriba toman otro camino y señalan una casa que se ve, apartada, tras los árboles y los arbustos. Leer pregunta si viven allí.
Ríen... Sí, allí estará su casa.
Les gritamos que queremos ir allí cuando no nos vean los centinelas. De noche. Esta noche.
Alzan las manos, las juntan, reclinan sobre ellas la cara y cierran los ojos. Han comprendido. La morena, la cimbreña, inicia unos pasos de baile. Una rubia gorjea en alemán:
- Pan... Bueno...
Les aseguramos con ahínco que lo llevaremos. Y otras cosas buenas. Ponemos los ojos en blanco, y las delineamos con los dedos. Leer casi se ahoga al querer designar un pedazo de salchicha. Si fuese preciso, prometeríamos todo un depósito de víveres.
Se van y vuelven muchas veces la cabeza. Trepamos por la margen nuestra y nos fijamos si entran o no, realmente, en aquella casa. Porque podríamos ser víctimas de una treta. Luego nadamos hacia casa.
Sin pase nadie puede cruzar el puente; de modo que pasaremos, sencillamente, a nado, por la noche. Prende en nosotros la emoción y no nos suelta. No podemos estar quietos en un punto, y vamos a la cantina. Precisamente hay allí ahora cerveza y una especie de ponche.
Bebemos ponche, y nos contamos mentiras, aventuras fantásticas. Cada uno cree a gusto las mentiras del otro, y aguarda impaciente su turno para contarlas más gordas. Están nerviosas nuestras manos, fumamos infinitos pitillos. Hasta que dice Kropp:
- Podríamos también llevarles unos pitillos...
Los metemos en nuestras gorras y los guardamos.
El cielo se pone verdusco, como una manzana en agraz. Somos cuatro, pero sólo podemos ir tres. Así que hay que deshacerse de Tjaden, convidándolo a ron y a ponche hasta que pierda el equilibrio. Al oscurecer vamos a nuestra casa; Tjaden, en medio de nosotros. La fiebre nos quema y el hambre de aventuras. La morena, la cimbreña, me la reservo. Lo hemos acordado así en el reparto.
Tjaden se derrumba en un jergón de paja y comienza a roncar. Un momento despierta y nos mira tan astuto, que llega a asustamos. Creemos que se está burlando de nosotros, que nos hemos gastado en balde, en ponche, nuestro dinero. Pero nuevamente cae en el jergón y sigue durmiendo.
Cada uno de los tres prepara un pan entero y lo envuelve en periódicos. Junto, ponemos los pitillos y tres buenas raciones de salchicha y de hígado, que nos dieron esa noche. Esto ya es un regalo decente.
Por lo pronto, metemos estas cosas en nuestras botas, porque tenemos que llevar botas para no pisar en la otra orilla alambres y vidrios. Como antes tenemos que nadar, no podemos llevar vestidos. Verdad es que no está lejos, y es de noche.`
Salimos con las botas en las manos. Rápidamente nos deslizamos en el agua. Nadamos de espaldas, sosteniendo las botas, con todo su contenido por encima de la cabeza.
Al llegar al otro lado trepamos cautelosamente hacia arriba; sacamos los paquetes y nos ponemos las botas. Sujetamos las cosas bajo el brazo. Y así empezamos a correr, al trote, mojados, desnudos, con las botas por único traje. Enseguida encontramos la casa. Allí está, en la oscuridad, entre los árboles; Leer tropieza en una raíz y cae. Una erosión en los codos.
- No importa, dice alegremente.
Hay maderas en las ventanas. Andamos con precaución alrededor de la casa, e intentamos mirar por las rendijas. Nos impacientamos. De repente, Kropp titubea.
- Si hubiese dentro, con ellas, algún jefe...
- Pues entonces huimos - dice Leer, zumbón. - El número de nuestro regimiento no lo podría ver aquí.
Y se da, riendo, una palmada en las nalgas.
La puerta de la casa está abierta. Nuestras botas hacen bastante ruido. Una puerta gira; un resplandor cae sobre nosotros; una mujer grita, asustada, y nosotros:
- Pst... Pst... - Camarada... Buen amigo...
Y levantamos nuestros paquetes como una bandera.
Ya vemos las otras dos. Se abre de par en par la puerta, y ya estamos a plena luz. Nos reconocen, y las tres comienzan a reírse como locas de nuestra pintoresca facha. Se hacen un ovillo, en el umbral, de tanta risa. ¡Con qué gracia se curvan!
- ¡Un momento!
Desaparecen, y nos arrojan luego algunas prendas, con las ,que nos construimos un traje provisional. Luego podemos entrar. Una pequeña lámpara alumbra el aposento. Hace calor. Se percibe un ligero perfume. Desenvolvemos nuestros paquetes y se los entregamos. Brillan sus ojos. Se ve que están hambrientas.
Luego nos entra a todos un poco de rubor. Leer hace ademán, de comer, y entonces todos nos animamos. Traen platos, cuchillos, y caen sobre las viandas. Cada lonja de salchicha de hígado es alzada con un gesto admirativo antes de engullirla. Nosotros, junto a las mujeres, nos sentimos orgullosos.
Nos abruman con su charla. No la comprendemos bien; pero oímos sólo palabras de amistad. Acaso tenemos el aspecto de muy jóvenes. La morena, la cimbreña, me acaricia el pelo, y me dice lo que dicen siempre las mujeres francesas:
- La guerra... Gran desdicha... ¡Pobres muchachos!
Le oprimo fuertemente el brazo, hundo mi boca en la palma de su mano. Sus dedos abarcan mi rostro. Muy cerca, encima de mí, veo ojos prometedores, el suave tono moreno de su piel, sus labios granas. Su boca emite palabras que no entiendo. Tampoco comprendo bien sus ojos, que acaso dicen más de lo que esperábamos al venir aquí.
Hay junto a este otros aposentos. Al salir, veo a Leer, muy decidido, junto a la rubia, hablando fuerte. El - claro es - conoce estas cosas. Pero yo... Yo estoy entregado a algo remoto, impetuoso, inasible, y en ello me pierdo. Hay en mis deseos una rara mezcla de querer pedir, de querer anegarse... La cabeza se me huye. No hay aquí nada en que poder apoyarse.
Hemos dejado afuera nuestras botas y nos calzamos unas pantuflas que las muchachas nos prestaban. Nada hay que pueda hacer surgir en mí la firme desenvoltura de soldado. Ni fusil, ni cinturón, ni guerrera, ni gorra... Me dejo llevar por lo desconocido. Que ocurra lo que deba ocurrir... Porque, a pesar de todo tengo un poco de miedo.
La morena cimbreña mueve los párpados cuando piensa pero los mantiene quietos cuando habla. A veces, el sonido no llega a cuajarse en palabras; flota, sofocado, a medio construir sobre mi ser. Traza su arco, su órbita como un cometa...
- ¿Qué sé yo de todo esto? ¿Supe alguna vez estas cosas?...
Estas palabras, urdidas en un idioma extraño, del que apenas comprendo alguna cosa, me adormecen, me empujan a un silencio, en el que desvanece la estancia oscura, sumida en una
brumosa luz. Sólo una cara vive, sólo una cara veo sobre la mía.
- ¡Qué diferente una cara, hace una hora desconocida, y en este momento vehículo de una ternura que no nace en ella misma, que fluye de la noche, del mundo, de la sangre, de todo eso que parece concentrarse en ella! Todo, en torno, parece estar empapado de esa ternura; todo cambiado, extraño. Llego casi a sentir respeto por mi tez blanca si sobre ella se derrama la luz de la lámpara, si sobre ella se pone la mano fresca, morena.
- ¡Qué diferente todo a las escenas de burdel castrense, para los que tenemos permiso de ir, donde se forman largas colas... No quisiera pensar en ellas; pero, aun sin quererlo, acuden a la fantasía. Y me da horror, porque de aquello nunca puede uno librarse.
Pero siento enseguida los labios de la muchacha morena, cimbreña, y me lanzo a ellos, cerrados los ojos, queriendo dejarlo todo en sombra; guerras, calamidades, infamias... Para despertarme joven y dichoso. Pienso en la estampa de la muchacha del cartel, y creo un momento que depende mi vida de poder lograrla. Y cada vez más hondamente me anego en el abrazo que me oprime. Quizá se realiza algún milagro.
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Nos reunimos todos más tarde. Leer está muy decidido. Nos despedimos cariñosamente, nos calzamos nuestras botas. El aire de la noche refresca nuestros cuerpos enardecidos. Los álamos se yerguen en la sombra, susurrantes. La luna nos mira desde el cielo, y desde el agua del canal. No nos precipitamos; seguimos el camino a grandes pasos.
- Esto sí que valía un pan - dice Leer.
No puedo decidirme a hablar. Ni siquiera estoy alegre.
Oímos pasos. Nos agachamos detrás de un arbusto.
Los pasos se acercan, cruzan rápidamente junto a nosotros. Vemos a un soldado desnudo, en la misma traza que nosotros. Lleva un paquete bajo el brazo; marcha al galope.
El que corre es Tjaden. Desaparece.
Nos reímos. Mañana alborotará.
Sin que nadie nos vea, llegamos a nuestros jergones.
* * *
Me llaman a la oficina. El comandante de la compañía me entrega un pase de licencia, un billete de ferrocarril, y me desea buen viaje. Miro cuántos días de licencia me conceden. Diez y siete. Catorce de vacaciones, tres para el viaje. Es demasiado poco. Pregunto si no pueden concederme cinco días para el viaje, y Bertinck se señala la hoja de ruta. Ahora veo que no tengo que regresar inmediatamente al frente; debo presentarme, al fin de la licencia, a un curso en un campamento.
Los otros me envidian. Kat me da buenos consejos, me dice cómo debo procurarme allí un puesto tranquilo.
- Si eres vivo, allí te quedas.
Hubiera preferido tener que ausentarme dentro de ocho días, porque durante ese tiempo vamos a estar aquí, y esto es bueno.
Naturalmente, tengo que convidar en la cantina. Todos bebemos demasiado. Me pongo triste. Voy a estar seis semanas lejos de aquí; mucha suerte, desde luego; pero ¿qué ocurrirá cuando regrese? ¿Encontraré aún aquí a todos? Haie se fue... ¿Quién será el siguiente?
Bebemos. Miro a todos, uno por uno. Alberto está sentado a mi lado. Fuma, está de buen humor. Siempre anduvimos juntos... Enfrente está sentado Kat, con sus hombros caídos, ancho el pulgar, tranquila la voz. Müller, con sus dientes hacia afuera, con su risa como un ladrido. Tjaden, con sus ojillos de ratón. Leer, que se deja crecer la barba, que parece tener ya cuarenta años.
Flota sobre nuestras cabezas una densa nube de humo. ¿Qué sería del soldado si no tuviese tabaco? La cantina es un refugio. La cerveza es algo más que una bebida: es un símbolo. Podemos extender - y estirar - nuestros miembros, sin peligro alguno en todas direcciones. Así lo hacemos, quizá exageradamente. Alargamos nuestras piernas; escupimos satisfechos aquí y allí. ¡Qué distinta la visión de todo esto para quien mañana se va a marchar!
Por la noche vamos otra vez a la otra orilla del canal. Casi me da miedo decir a la juncal morena que me voy; que, al regreso, estaremos de seguro en otra parte, muy lejos; de modo que no volveremos a vernos... Pero ella mueve la cabeza nada más; no da a entender gran cosa. Al principio no lo comprendo bien; luego, sí lo comprendo. Leer tiene razón. Si yo hubiese salido para el frente, la cimbreña muchacha hubiera repetido, muchas veces:
- ¡Pobre chico!
Pero de uno que se va con licencia no quieren saber nada. Eso no es tan interesante. ¡Que se vaya al diablo con sus cuchicheos y charlas! Cree uno en milagros, y todo es un pan.
A la mañana siguiente, una vez despiojado, me voy hacia el ferrocarril de campaña. Me acompañan Alberto y Kat. En el apeadero nos dicen que el tren tardará en arrancar unas dos horas. Como los dos tienen que regresar a su servicio, nos despedimos.
- A pasarlo bien, Kat. Lo mismo te digo Alberto.
Se van. Aun saludan algunas veces con la mano. Sus figuras se achican. Cada paso, cada uno de sus ademanes, me son bien conocidos. Desde muy lejos los reconocería. Al, fin, desaparecen.
Me siento en la mochila y espero.
De pronto me prende una impaciencia, una fiebre de marchar.
* * *
Permanezco algún tiempo en bastantes estaciones. Me detengo ante bastantes calderos de sopa. Me siento en muchos bancos de madera. Pero luego, el paisaje conocido me inquieta, me oprime el corazón. Cruza, a través de las ventanillas, con su atardecer, con sus aldeas que se han endosado, como gorros, tejados de paja sobre casas encaladas; con sus campos de trigo que relucen como de nácar, a una luz oblicua; con sus huertos de árboles frutales, con sus graneros, con sus viejos tilos.
Los nombres de las estaciones son ya para mí conceptos vivos que hacen temblar mi corazón - rezonga el tren, me acerco a la ventanilla y me agarro a las tablas. - Esos nombres confinan mi juventud.
Llanas praderas, campos, fincas. Cruza una yunta silenciosa, recortada en el cielo por una vereda paralela al horizonte. Y una barrera, tras la que esperan campesinos: muchachas que saludan, niños que juegan a lo largo de los rieles, caminos que se hunden en el país, lisos caminos sin artillería en marcha.
Cae la tarde, y si el tren no hace ruido, tendría yo que gritar. El llano se ensancha enormemente. El perfil de los montes comienza a destacarse a lo lejos con tonos finamente azules. Reconozco el trato característico del Doldenberg, esa sierra dentada que se rompe bruscamente donde terminan las frondas cimeras del bosque. Detrás debe estar ya la ciudad.
Pero ahora todo se sumerge en una luz dorada, roja, donde el mundo se borra. El tren zigzaguea por esta, por la otra curva... E irreales, esfumados, sombríos, van surgiendo los álamos remotos. Uno tras otro, en larga fila, fraguados de sombras, de luces, de anhelos.
Con ellos gira lentamente el paisaje. Da el tren un rodeo en torno de ellos. Los intervalos se abrevian; van formando los álamos un bloque; hay un instante en que sólo diviso uno... Luego van asomándose los otros, uno a uno, detrás del primero y por largo rato continúan ellos solos en el cielo, antes de que los cubran las primeras casas.
Un puente. Lo cruzamos. Yo, en la ventanilla. No puedo arrancarme de ella. Los demás preparan su equipaje para descender. Yo pronuncio los nombres de las calles que van pasando bajo nosotros:
- Bremerstrasse... Bremerstrasse...
Ciclistas, carros, hombres, allá abajo. Una calle gris, un hondo desfiladero gris. Esto me sobrecoge como si fuera mi madre.
El tren hace alto, He aquí la estación con sus ruidos, con sus gritos y sus anuncios. Me pongo la mochila, sujeto bien las correas, cojo mi, fusil y bajo tropezando la escalerilla del vagón.
En el andén me quedo mirando. No conozco a nadie de los que pasan, precipitados. Una hermana de la Cruz Roja me ofrece algo de beber. Doy media vuelta, mientras ella sonríe bobamente, convencida de su importancia.
- Ya veis. Estoy dando café a un soldado... - pensará. Me llama "camarada". Sólo esto me faltaba.
Fuera de la estación, al otro lado de la calle, rumores de río. Brota, blanco de espumas, de las esclusas del puente de una aceña. Al margen, la vieja torre cuadrada del vigía; ante ella el gran tilo rubio. Detrás, el atardecer.
Aquí estuvimos sentados muchas veces, ¡cuánto tiempo hace de esto! Por este puente hemos pasado, aquí hemos sentido el húmedo olor podrido del agua estancada; nos inclinábamos sobre la mansa corriente, por este costado de la esclusa donde colgaban enredaderas, algas, a la largo de las pilastras. Y en días de calor, nos ha regocijado esta espuma que brinca; hemos charlado de nuestros profesores.
Cruzo el puente, miro a derecha e izquierda. Aún está el agua repleta de algas, aún brota saltando de la aceña. En la torre hay planchadoras, como entonces, con los brazos desnudos ante la ropa blanca; y el calor de las planchas fluye por las ventanas abiertas. Vagabundean perros por la calle estrecha; hay ante los umbrales gentes que se me quedan mirando, a mí que atravieso la calle sucio y cargado.
En esta confitería hemos tomado helados, nos hemos ejercitado en fumar pitillos. En esta calle, que se desliza por mi costado, conozco cada casa, la tienda de ultramarinos, la droguería, la panadería. Y pronto estoy ante la puerta marrón de asa gastada, y me pesa la mano... Abro la puerta. Un extraño frescor me sale al encuentro, me hace parpadear.
Rechina bajo mis botas la escalera. Arriba oigo una puerta. Alguien mira por el barandal. La puerta que han abierto, es la de la cocina. Fríen tortas de patata; toda la casa huele a ellas. Precisamente es hoy sábado, y será mi hermana la que se asoma. Un momento. Tiemblo, bajo la cabeza. Después me quito el casco y miro hacia arriba. Sí, es mi hermana mayor.
Me llama:
- ¡Pablo! ¡Pablo!
Sí; soy Pablo. Mi mochila tropieza con el pasamanos, ¡pesa tanto mi fusil!
Ella abre de un golpe una puerta, y grita:
- ¡Madre, madre! ¡Pablo está aquí!
No puedo seguir subiendo. ¡Madre, madre! Pablo está aquí...
Me pongo contra la pared, y agarro el casco y el fusil. Los sujeto fuertemente, pero no puedo dar ni un paso más. Danza la escalera ante mis ojos; me doy un golpe en los pies con la culata; aprieto furiosamente los dientes, pero nada puedo contra esa única palabra que ha gritado mi hermana; nada puedo contra esto. Me violento para poder reír, hablar; pero no puedo articular una palabra: y así estoy clavado en la escalera. Como un desdichado, que necesita socorro, presa de una terrible convulsión. Y sin querer, las lágrimas me corren a chorros por la cara.
Mi hermana vuelve, pregunta:
- Pero, ¿qué es lo que tienes?
Logro dominarme, y subo tropezando, hasta el corredor. Apoyo el fusil en un rincón, dejo la mochila contra la pared y encima el casco. También tengo que quitarme el cinturón con todo lo que cuelga de él. Y digo por fin, con rabia:
- ¡Dame, dame un pañuelo!
Saca uno del armario y me lo paso por la cara. En la pared, sobre mi cabeza, está la caja de tapa de cristal, con mariposas coloreadas, que yo tenía coleccionadas.
Ahora oigo la voz de mi madre. Viene hasta aquí, desde la alcoba:
- ¿No está levantada? - pregunto a mi hermana.
- Está enferma. - Me contesta.
Entro. Le doy la mano, y digo tan tranquilo como puedo:
- Aquí estoy, madre.
Ella está quieta, tendida, en la penumbra. Luego pregunta temerosa, me doy cuenta de cómo me recorre su mirada:
- ¿Estás herido?
- No; tengo permiso.
Está muy pálida. Tengo miedo de encender la luz.
- Aquí estoy acostada, llorando - me dice, - en vez de alegrarme.
- ¿Estás enferma, madre? - pregunto.
- Hoy me levantaré un poco - dice, dirigiéndose a mi hermana que entra y sale de la cocina para evitar que se queme la comida. - Abre también el frasco de arandillas en conservas. ¿Verdad que las comerás a gusto? - me pregunta.
- Sí madre. Hace mucho que no las como.
Parece que hemos adivinado que venías - dice, riendo, mi hermana. - Precisamente es tu plato favorito: tortas de patata. Y hoy, con arandillas y todo.
- Es que hoy es sábado - digo yo, porque todos los sábados comíamos eso.
- Siéntate aquí - dice mi madre.
Me mira. Sus manos están pálidas, exangües, enjutas, si se las compara con las mías. Hablamos muy poco, y le agradezco que no me pregunte nada. En verdad: ¿qué, es lo que debería decirle? Todo lo posible, se hizo. Salí de aquello sano y salvo; ahora estoy sentado a su lado. Y en la cocina está mi hermana preparando la cena y cantando.
- ¡Hijo querido! - dice mi madre, en voz baja.
Nunca hubo mucha ternura en la familia. No suele gastarse entre pobres que han de trabajar mucho, que tienen muchas preocupaciones. No lo comprenden tampoco demasiado. No gustan de repetir lo que ya saben. Cuando mi madre me dice "¡Hijo querido!", esto significa tanto como si otra dijese "Hijo de mi alma, aquí tengo reservado para tí este frasco de arandillas. Es el único en la casa desde hace meses; que las ha guardado para mí, lo mismo que las galletas que ahora me da, y que ya saben a viejo. Seguramente le dieron algunas en cierta buena ocasión y enseguida las guardó para mí.
Me siento junto a su cama. Brillan, en la ventana, el marrón y el oro de los castaños del restorán situado enfrente. Respiro con calma y me digo:
- Estás en tu casa, estás en tu casa.
Pero no puedo alejar de mí cierta inquietud. Aun no puedo acomodarme a todo. Aquí está mi madre, aquí mi hermana, aquí mi caja de mariposas y aquí el piano de caoba... Pero aun no estoy completamente aquí. Hay todavía una bruma, un paso entre esto y yo.
Por eso salgo, traigo mi mochila a la cama y saco todo lo que traigo a casa: un queso entero de bola, que me ha proporcionado Kat, dos panes de munición, tres cuartos de libra de mantequilla, dos latas de salchicha de hígado, una libra de manteca y un saquito de arroz.
- Seguramente lo necesitáis...
Contestan afirmando. Yo quiero saber:
- ¿Verdad que por aquí anda mal la comida?
- Sí, no abunda. Pero en el campo, ¿tenéis lo suficiente?
Sonrío, señalando lo que traje.
- No siempre hay tanto, es verdad; pero no falta.
Erna se lleva los víveres. De pronto, mi madre me coge una mano y me pregunta temblando:
- ¿Os iba mal allá en el frente, Pablo?
Madre: ¿qué debo responderte? Tú no lo comprenderás, no lo entenderás nunca. Verdad es que jamás debes comprenderlo. Si nos iba mal me preguntas... Tú madre... Hago un signo negativo. Y le digo:
- No, madre, no tanto. Como estamos muchos juntos, la cosa no es tan mala.
- Sí; pero hace poco estuvo aquí Enrique Bredemeyer y nos contó que ahora sería terrible allá, con los gases y todo lo demás.
Es mi madre quien dice esto. Dice "con los gases y todo lo demás". No sabe lo que dice, pero teme por mí. ¿Debo contarle que un día hallamos tres trincheras del otro frente, en que los hombres se habían paralizado en un gesto, como atacados de apoplejía? En los parapetos, en los subterráneos, allí donde fueron sorprendidos, estaban todos de pie, o tendidos, azulencas sus caras, muertos.
- Madre, son cosas que se dicen por ahí - contesto. - Ese Bredemeyer habla de eso sin darse cuenta. Ya me ves a mí; estoy sano, grueso.
Recobro mi calma, ante la temblorosa preocupación de mi madre. Ya puedo andar de un lado a otro. Hablar, responder, sin miedo a tener que apoyarme de repente en la pared: porque el mundo se ablanda como la goma y las arterias se hacen quebradizas como la yesca.
Mi madre quiere ahora levantarse. Entretanto, me voy a la cocina con mi hermana.
- ¿Qué tiene? - pregunto.
Ella se encoge de hombros.
- Está en cama desde hace varios meses; pero no quería que te lo escribiésemos. La han visto varios médicos. Uno de ellos dijo que de seguro sería otra vez el cáncer.
* * *
Voy enseguida a presentarme en la Comandancia militar del distrito. Cruzo, lento, las calles. Aquí y allí alguien me detiene, me habla. Pero me paro poco tiempo, porque no quiero hablar mucho.
Al volver del cuartel, me grita una voz destemplada. Me vuelvo, todo pensativo, y me veo ante un comandante. El chilla:
- ¿Es que no puede usted saludar?
- Perdone - le digo, confuso - No me había fijado.
Grita aún más fuertemente:
- ¿No sabe usted expresarse como es debido?
Quisiera abofetearle; pero me domino. En otro caso, ya me hubiera jugado el permiso. Me cuadro y le digo:
- No había visto al señor comandante.
- Pues tenga usted cuidado - refunfuña. - ¿Cómo se llama usted?
Se lo digo. Su cara gordinflona aun se pone más frenética.
- ¿Qué Cuerpo?
Se lo digo, como está mandado. Pero aun no tiene bastante.
- Y ¿dónde está usted?
Pero ya estoy harto, y le digo:
- Entre Langemark y Bixschoote.
- ¿Cómo, es eso? - pregunta, sorprendido.
Le explico que vine aquí hace una hora, con permiso. Y pienso que ahora se marchará. Pero me equivoco. Aun se pone más rabioso.
- Sí, eso le gustaría a usted, traer aquí las costumbres del frente, ¿no? ¡Pues no será así! Gracias a Dios, aún hay aquí disciplina.
Y ordena:
- ¡Veinte pasos atrás! ¡A la carrera!
Arde en mí una sorda cólera, pero nada puedo hacer contra él. Me hará detener al momento, si gusta. Retrocedo a la carrera. Luego, me adelanto, y seis metros antes de llegar a su nivel, levanto la mano a la altura del casco, y no la bajo hasta rebasarlo seis metros.
Me llama de nuevo, y me dice, ya afable, que por esta vez quedo perdonado. Se lo agradezco rígidamente.
- Rompan filas - ordena. Doy media vuelta y me voy.
Se me ha estropeado con esto la noche. Procuro llegar pronto a mi casa, y arrojo a un rincón el uniforme. De todos modos lo hubiese hecho. Saco del armario mi traje de paisano y me lo pongo.
Estoy desentrenado. El traje me viene estrecho y corto. He crecido, de soldado. Me producen molestia el cuello y la corbata. Por fin, me hace mi hermana el nudo. Es tan ligero un traje así, que se tiene la sensación de no llevar encima más que camisa y calzoncillos.
Me miro al espejo, Una facha rara. Un colegial crecidito, tostado del sol, a quien le viene estrecho el traje, me miro sorprendido.
Mi madre se alegra al verme vestido de paisano. Así tiene más confianza conmigo. Pero mi padre preferiría que llevase el uniforme; querría llevarme así a que sus amigos me viesen.
Yo me niego.
* * *
¡Qué delicia estarse sentado tranquilamente en cualquier parte! Por ejemplo, en el jardín del restorán, enfrente, bajo los castaños, junto al juego de bolos. Las hojas de los árboles caen sobre la mesa, en el suelo; aun muy pocas, las primeras. Hay ante mí un vaso de cerveza. En la milicia se aprende a beber. El vaso está medio vacío, de modo que tengo aún por beber algunos sorbos, frescos, abundantes. Y puedo, además, pedir otra cerveza. Y una tercera si quiero. No hay listas que pasar; tampoco estallan granadas. Los niños del cervecero juegan en la pista de los bolos; el perro pone su cabeza en mis rodillas; el cielo es azul, y a través de las ramas de los castaños se divisa la torre verde de la iglesia de Santa Margarita.
Esto lo encuentro bien, lo quiero. A quien no puedo resistir es a las gentes. La única persona que nada me pregunta es mi madre. Con mi padre, ya es otra cosa. El quisiera que yo contase algo de allá; tiene deseos, que yo encuentro en parte, conmovedores; en parte, necios. Con él ya estoy estrechamente ligado. Preferiría estarse oyéndome contar sin descanso. El ignora, lo comprendo, que estas cosas no se pueden contar, y quisiera complacerle; pero es un peligro para mí el transmutar esas cosas en palabras, porque temo que entonces se agiganten, haciéndose invencibles. ¿Dónde iríamos a parar nosotros si nos diésemos cuenta exacta de lo que ocurre allá, en el frente?
Así es que me limito a narrar historietas divertidas. El me pregunta si he tomado parte en un combate cuerpo a cuerpo; pero digo que no, y me levanto para salir.
El salir no mejora mi situación, porque, después de asustarme varias veces el chirrido de los tranvías, tan semejantes al de las granadas que se acercan, alguien me da palmaditas en un hombro, es mi profesor de Gramática alemana que cae sobre mí con las palabras rituales:
- Bien, y ¿cómo va aquello? Tremendo, tremendo, ¿no? Sí, es tremendo; pero tenemos que sufrirlo. Y, por lo menos, ¿allí tendréis comida abundante, según dicen? Tiene usted buena cara, Pablo. Está fuerte. Aquí, naturalmente, va peor. Claro es que ya se sobreentiende: ¡lo mejor siempre para nuestros soldados!
Me arrastra a su tertulia. Me reciben aparatosamente. Un señor director me tiende la mano, y dice:
- Bien, de modo que del frente, ¿eh? Y ¿qué tal el espíritu de las tropas? Excelente, claro, excelente, ¿no?
Afirmo que todos quisieran volver a sus casas.
Ríe, con voz de bajo:
- ¡Lo creo! ¡Pero antes tenéis que dar la gran paliza a esos franchutes! ¿Fuma usted? ¡Ea, encienda ese puro! Camarero, traiga usted también una cerveza a nuestro joven guerrero.
Es lástima haber aceptado el puro, porque me obliga a quedarme. Todos están chorreando afabilidad; contra esto nada hay que oponer. Con todo, estoy de mal humor, fumo lo más de prisa posible. Y por hacer algo práctico, me bebo la cerveza de una vez. Enseguida, me piden otro vaso; la gente sabe lo que se debe a un soldado. Disputan sobre lo que debemos anexionarnos. El director, con su cadena de reloj de hierro - canjeada por otra de oro, según uso patriótico - desea más territorio que nadie; toda Bélgica, los terrenos carboníferos de Francia, grandes zonas en Rusia. Indica minuciosamente las causas por las que debemos poseer todo eso. Y no transige. Así que, al fin, todos le dan la razón. Luego comienza a demostrar por dónde hay que romper el frente francés, y entonces se dirige a mí:
- ¡Vaya! Lo que hace falta es que ahora os deis un poco de prisa. Nada de esa eterna guerra de posiciones. ¡A echar a esos bribones de sus trincheras! Así os ganaréis la paz.
Contesto que, a nuestro entender, no es posible romper el frente, porque hay del otro lado muchas reservas. Además, la guerra es muy distinta de lo que suele suponer.
Rechaza con superioridad lo que digo, y me demuestra que no entiendo nada de aquello. Dice:
- Sí, desde luego, un hombre solo... Pero lo que importa es el total. Y del total no puede usted juzgar. Usted sólo ve su pequeño sector, y le falta le visión del conjunto. Usted cumple con su deber, arriesga su vida; algo digno de los mayores honores. A cada uno de ustedes se debiera conceder la cruz de hierro. Pero, ante todo, es preciso que se rompa ese frente con una violenta embestida en Flandes, y luego operar, de arriba abajo, por movimientos envolventes.
Jadea, se pasa la mano por la barba.
- Hay que arrollarlos por completo. De arriba abajo... Y luego, ¡a París!
Quisiera saber cómo planea esto, y me embaúlo el tercer vaso de cerveza. Enseguida, me pide otro.
Pero me levanto. Me mete algunos puros en el bolsillo, y me despide con una palmadita amistosa.
Que le vaya bien. Esperamos oír pronto algo bueno de vosotros.
* * *
Me había figurado el permiso de otro modo. Hace un año era de otro modo, es cierto. ¿Seré yo el que ha cambiado? Entre ayer y hoy se abre un abismo. No conocía yo aún, entonces, la guerra. Servíamos en sectores de más calma. Hoy noto que, sin haberme dado cuenta de ello, me fui gastando... Ya no me siento bien aquí. Esto es un mundo extraño. Unos preguntan; otros, no, y se les advierte: están orgullosos de eso; a veces, llegan a decirlo, con un gesto de inteligencia suprema; afirman que no se debería hablar de eso. Presumidos.
Lo que más me gusta es estar solo. Nadie me irrita entonces; porque todos afluyen siempre al mismo tema: "¡Qué mal nos va! ¡Qué bien os va!" Al uno le parece así; al otro al revés. Y siempre acuden pronto a las cosas que nutren su propia vida. Antiguamente, de fijo, viví yo también de esa manera; pero ya no encuentro el modo de pensar así.
Hablan de sobra. Tienen preocupaciones, propósitos, deseos que yo no puedo sentir como ellos. A veces, me siento con alguno en el jardinillo del restorán y procuro explicarle que, bien mirado, es ya el colmo de la dicha poderse estar así tranquilo, sentado. Ellos naturalmente, lo comprenden; lo confiesan, así lo ven en realidad; pero esto sólo con palabras: sólo son palabras. Lo sienten así, pero a medias; su otro yo vive entre las otras cosas; están divididos; nadie siente nada con todo su ser; yo mismo, tampoco puedo explicar bien lo que opino.
Cuando los veo así, en sus habitaciones, en sus oficinas, en sus ocupaciones me siento atraído irresistiblemente por eso. También yo quisiera estar metido en esos menesteres, olvidar la guerra; pero, al mismo tiempo, todo esto me repugna, por insignificante; porque no comprendo cómo puede esto llenar una vida; cómo pueden aquí ocurrir así las cosas, mientras ahora mismo, allá, en el frente, vuela la metra1a sobre los embudos, y ascienden los cohetes luminosos; y se arrastra a los heridos, metidos en lonas de tienda; y los camaradas se acurrucan en las trincheras... Son otros hombres, los de aquí; hombres que no comprendo bien, que envidio y desprecio. Tengo que pensar en Kat, en Alberto, en Müller, en Tjaden... ¿Qué harán? Acaso están sentados, en la cantina. O nadando... Pronto tendrán que volver a la primera línea.
* * *
Hay detrás de la mesa de mi cuarto un sofá de cuero marrón. Me siento en él.
Hay en las paredes, fijos con tachuelas, muchos grabados que yo tenía recortados de revistas ilustradas. Tarjetas postales, dibujos que me habían gustado. En un rincón, hay una pequeña estufa de hierro. En la pared opuesta, hay una estantería con mis libros.
En este cuarto he vivido antes de ser soldado. Estos libros los fui comprando poco a poco con el dinero que gané dando lecciones. Muchos los adquirí en librerías de lance - todos los clásicos, por ejemplo. Un marco y veinte céntimos me costó un tomo encuadernado en tela azul. Siempre compraba "obras completas", porque fui meticuloso; y, si se trataba de "obras escogidas", no me fiaba del editor, y dudaba si habrían elegido realmente lo mejor. Los leí con lealtad y buen deseo; pero los más no me satisfacían por completo. Y entonces me iba aficionando a los otros libros, a los actuales, que, naturalmente, eran más caros. Algunos de ellos, no los adquirí muy honradamente. Eran prestados y no los he devuelto, porque no quería privarme de ellos.
Una tabla del estante está llena con los libros del colegio. Mal conservados, muy leídos, maltrechos, con hojas arrancadas, ya se sabe para qué. Y abajo cuadernos, papel, cartas, dibujos, ensayos.
Quiero hundirme en los pensamientos míos de aquel tiempo. Un tiempo que todavía está aquí, en este cuarto. Tengo enseguida esa impresión. Lo han retenido las paredes. Descansan mis manos en el respaldo del sofá. Aun me siento con más comodidad, y subo también las piernas. Estoy así muy a gusto, en este rincón, entre los brazos del sofá. El ventanillo está abierto, dejando paso a la imagen familiar de la calle con su alta torre de la iglesia al fondo. Hay unas flores sobre la mesa. Portaplumas, lapiceros, una concha que sirve de pisapapeles, el tintero. Nada ha cambiado.
Así ocurrirá otra vez, si tengo suerte, cuando la guerra acabe y yo regrese para siempre. Estaré sentado como hoy, miraré mi cuarto, esperaré.
Estoy inquieto, pero no quisiera estarlo; no hay razón para ello. Quiero sentir de nuevo ese tranquilo afán, esa sensación de fuerte deseo indefinido, como lo sentí antes cuando estaba frente a mis libros.
Ese efluvio de deseos que emana de los tomos de distinto color, debe poseerme otra vez; debe fundir este bloque de plomo pesado, inerte, que hay incrustado en alguna parte de mi espíritu; debe despertar de nuevo en mí la impaciencia por el futuro, la alada alegría por el mundo del pensamiento... Esa emanación debe restituirme la perdida vivacidad de mi juventud. Estoy sentado. Espero.
Recuerdo que debía ir a ver a la madre de Kemmerich. También podría visitar a Mittelstaedt: debe de estar en el cuartel.
Miro por la ventana. Detrás de la calle - empapada de sol - emerge fina, tenue, una cadena de colinas; todo se transforma en limpio día de otoño... Estoy sentado con Kat y Alberto, junto a una hoguera, comiendo patatas asadas.
Pero no quiero pensar en estas cosas; las aparto de mí. Debe hablarme a mi cuarto, debe apoderarse de mí, debe arrastrarme consigo. Quiero sentir que es ese mi puesto, quiero oírle, para saberlo cuando vuelva al frente. Se hunde la guerra, se ahoga, cuando llega la ola del retorno. Ha pasado la guerra; ya no nos engulle, ya no ejerce sobre nuestro, espíritu, sino un poder ajeno a nosotros.
Los lomos de los libros están alineados. Los conozco, recuerdo cómo los ordené. Les ruego, con los ojos:
- ¡Hablad conmigo, tomadme, recogedme!... ¡Tú, vida anterior; tú vida bella, despreocupada, recógeme, tómame!
Espero. Espero.
Pasan visiones, no se me prenden... Son sólo sombras, recuerdos.
Nada... Nada.
Crece mi inquietud.
Una terrible sensación de extrañeza me domina. No puedo acertar con el camino anterior. Estoy eliminado de él. Es en vano rogar, esforzarme. Nada se conmueve. Sin afanes, triste, como un condenado, sigo en mi asiento, mientras el pasado se me aleja. Al mismo tiempo, siento miedo de conjurarlo con demasiada violencia... Porque no sé, no sé lo que entonces podría acontecer. Soy un soldado. Tengo que atenerme a esto.
Me levanto - fatigado - y miro por la ventana. Tomo después un libro y lo hojeo, intentando leer. Pero lo echo a un lado y cojo otro. Dentro hay pasajes señalados con lápiz. Busco. Hojeo. Voy cogiendo libros. Ya tengo un montón a mi lado. Se van juntando otros nuevos, más de prisa... Hojas, cuadernos, cartas.
Silencioso ante todo esto, como ante un tribunal.
Sin energía.
Palabras, palabras, palabras... No llegan hasta mí.
Lentamente, voy restituyendo los libros a sus nidos.
Esto pasó.
Salgo en silencio del cuarto.
* * *
Aun no desconfío. Verdad es que ya no entro en mi cuarto, pero me consuelo pensando que unos días no significan todavía un término absoluto. Tendré tiempo más tarde. Hay muchos años ante mí.
Por lo pronto voy a ver a Mittelstaedt. Estamos en el cuartel, en su habitación, cuyo ambiente no me agrada, pero ya estoy a él acostumbrado.
Mittelstaedt me tiene preparada una noticia, que me llena de sorpresa. Me cuenta que Kantorek es recluta desde la última reserva.
- Figúrate - me dice, y saca unos puros magníficos - que vengo del hospital hacia aquí, y al momento me lo encuentro. Me tiende su pezuña y farfulla: "Vaya con Mittelstaedt. ¿Y cómo le va?" Le miro de hito en hito y le contesto: "Recluta de la última reserva Kantorek; la milicia es la milicia, como el aguardiente es el aguardiente. Lo debiera usted saber muy bien, sin que nadie se lo diga. ¿Cuádrese usted, porque está hablando con un superior". ¡Si le hubieras visto su cara! Una mezcla de pepinillos en vinagre y granada sin estallar. Duda, intenta de nuevo pasar como un amigo... Y, entonces, le chillo algo más fuerte... El utiliza en la brega su batería más fuerte: "¿Quiere usted que le procure un examen extraordinario?" Quiso recordarme eso, comprendes? Pero entonces me irrité del todo; yo también tenía que recordarle cosas... "Recluta Kantorek : hace dos años nos predicó usted para que acudiésemos a la Comandancia del distrito. Iba entre nosotros José Behm, a la fuerza; él no quería. Murió tres meses antes del tiempo en que le hubiese tocado incorporarse a las filas. Sin usted hubiera esperado ese tiempo y no estaría muerto quizá. Y ahora, ¡váyase! Ya hablaremos" Me era fácil lograr que me agregasen a su compañía. Para empezar me lo llevé al almacén, y le procuré un buen equipo. Ahora mismo le verás.
Vamos al patio. Allí está formada la compañía. Mittelstaedt manda "firmes" y pasa revista.
Ahora veo a Kantorek; y tengo que morderme los labios para no estallar en risa. Lleva una especie de levitín azul desviado, con unos grandes remiendos oscuros en la espalda y en las mangas. La guerrera debió de haber pertenecido a un gigante. En cambio, el pantalón, negro y muy gastado, es cortísimo: sólo le llega a la mitad de la pantorrilla. Las botas, por su parte, son muy espaciosas: unas botazas duras como el hierro y viejísimas, con las puntas remangadas hacia arriba. Como compensación, la gorra es muy chica: una gorrita enormemente sucia, miserable. La impresión total es lastimosa.
Mittelstaedt se detiene frente a él.
- Recluta Kantorek: ¿Es esta la forma de limpiar los botones? No va usted a aprender nunca. ¡Mediano, Kantorek, mediano!
Rujo de placer interiormente. Justo, así amonestaba Kantorek en el colegio a Mittelstaedt. Con el mismo timbre de voz:
- ¡Mediano, Mittelstaedt, mediano!
- Vea usted a Boettcher. Aquí tiene un ejemplo. De él debe usted aprender.
No puedo creer a mis ojos. También está allí Boettcher, el portero del colegio. ¡Y éste es el modelo! Kantorek me lanza una mirada como si quisiera morderme. Pero yo le contemplo su facha como en fisga inocente, como si nunca le hubiese conocido.
¡Qué estúpido parece con su gorrito y su uniforme! ¡Y de una cosa así, tuvimos un miedo tan enorme, cuando él se sentaba en el trono de la cátedra y acribillaba a uno con el lápiz preguntándole los verbos irregulares franceses que luego, en Francia, no le servían a uno para nada! Apenas hace dos años... y ahí está el recluta de la última concentración, Kantorek, privado de repente de su nimbo, con las rodillas torcidas y los brazos como las asas de una olla; poco limpios los botones, en postura ridícula. Un soldado imposible. Yo no puedo relacionarlo con la imagen del que nos amenazaba en la cátedra; y quisiera realmente saber qué haría yo si este mequetrefe tuviera que preguntarme a mí, soldado viejo, una vez más:
- Pero, Baumer, ¿a eso le llama usted imperfecto de aller?
Comienza Mittelstaedt por ordenar movimientos de guerrilla. A Kantorek, con falsa benevolencia, le designa para jefe de grupo.
Esto tiene su miga. Porque el jefe de grupo, en la guerrilla formada, debe estar siempre veinte pasos delante de su grupo. Si después se ordena un cambio de frente, la fila del grupo se limita a dar media vuelta; pero el jefe que al hacer el movimiento se encuentra a veinte pasos atrás de la guerrilla, tiene que lanzarse a la carrera para ganar esos veinte pasos, más los veinte pasos de distancia ante el grupo. Total, cuarenta pasos de carrera. Pero, apenas ha llegado, se ordena otra media vuelta y de nuevo tiene que emprender la marcha esos cuarenta pasos. Así, el grupo sólo hace un cómodo giro y unos pasos; pero su jefe va volando de un costado a otro, como una pelota. Esto constituye una de las recetas favoritas de Himmelstoss.
Kantorek no puede pedirle a Mittelstaedt cosa mejor, porque una vez fue culpable de que éste no pudiera pasar a la clase superior. Y Mittelstaedt sería muy tonto si no aprovechase esta buena coyuntura, antes de volver al frente. Se muere uno más satisfecho, cuando la mili le ofrece a uno gangas así.
Aquí está Kantorek corriendo de un lado para otro, como un jabalí asustado. Pasado algún tiempo, Mittelstaedt manda hacer alto, y comienza el movimiento tan importante del "cuerpo a tierra". De rodillas, de codos, con la escopeta cogida con arreglo a ordenanza, va Kantorek empujando su cuerpo serrano por la arena. Pasa muy cerca de nosotros. Respira fuertemente. Su jadeo es como una música.
Mittelstaedt le anima. Consuela al recluta Kantorek con citas del profesor Kantorek:
- Recluta Kantorek: tenemos la fortuna de vivir en una gran época. Necesitamos hacer un esfuerzo supremo. Sobreponernos a todas las amarguras del sacrificio.
Kantorek escupe un trozo sucio de madera que le ha acudido a los dientes. Suda. Mittelstaedt se inclina hacia él, y le excita vivamente:
- ¡Y no olvidar, con mezquindades, el gran proceso histórico, recluta Kantorek!
Me sorprende que Kantorek no estalle, especialmente a la hora de gimnasia, en la cual Mittelstaedt le recuerda de un modo insuperable; le coge por detrás el pantalón cuando Kantorek se cuelga de la barra alta, para que pueda subir bien la mandíbula sobre el palo. Mittelstaedt chorrea frases sabias. Lo mismo que hizo Kantorek con él.
Luego se distribuye el servicio del día.
- Kantorek y Boettcher, que vayan a buscar las raciones de pan. Cojan el carro de la mano.
Minutos después sale la pareja con el carrito. Kantorek va rabioso, con la cabeza baja. El portero va orgulloso, porque es un servicio sencillo.
La fábrica de pan está al otro lado de la ciudad. Ambos tienen que recorrer, pues, toda la población. Ida y vuelta.
- Así lo están haciendo hace un par de días - dice, riendo, Mittelstaedt. - Hay gente que está esperando verles pasar.
- Magnífico - le digo. - ¿Y no reclama?
- Lo intentó. Al comandante le hizo mucha gracia cuando oyó la historia. El no puede sufrir a los maestros. Además, estoy haciendo el amor a su hija.
- Te estropea el examen.
- Me importa dos pepinos - dice tranquilamente. Además, su reclamación era contraproducente, porque yo podía demostrar que, en general, presta los servicios ligeros.
- ¿No podías meterte con él alguna vez al por mayor?
Le creo demasiado imbécil para eso - contesta Mittelstaedt, altivo y magnánimo.
* * *
¿Qué es una licencia? Un titubeo, que luego hace más difícil seguir marchando. Ya en todo se entremezcla el adiós. Mi madre me mira en silencio. Cuenta los días, lo sé. Cada mañana está más triste. Una día menos. Ha escondido mi mochila, no quiere que ella le recuerde nada.
Las horas avanzan precipitadas cuando se cavila. Hago un esfuerzo, y acompaño a mi hermana. Va al matadero, a buscar unas libras de huesos. Es una gran ocasión, y desde la mañana, ya hay cola. Algunos se desmayan.
No tenemos suerte. Después de haber esperado tres horas, alternando, se deshace la cola. Se han terminado los huesos.
Menos mal que me dan mi ración militar. De ella, me llevo a casa para mi madre, y así tenemos todos una comida algo más nutritiva.
Los días pasan. Los ojos de mi madre están siempre tristes. Aún faltan cuatro días. Tengo que ir a ver a la madre de Kemmerich.
* * *
Esto es indescriptible. Esta mujer temblorosa que llora, que me zarandea, que me grita:
- ¿Por qué vives tú, si él está muerto? Me moja con sus lágrimas; exclama: - ¿Por qué habéis de estar vosotros en la guerra, tan niños? - Cae en una silla, solloza. - ¿Le has visto? ¿Llegaste a verle? ¿Cómo murió?
Le digo que recibió un balazo en el corazón, que murió instantáneamente. Me mira. Duda.
- ¡Mentira! Yo lo sé mejor. Yo sentí con qué pena murió. Oí su voz. Por la noche, sufrí con su ansiedad. Dime la verdad. ¡Quiero saberla! ¡Necesito saberla!
- ¡No! - le digo. - Yo estaba junto a él. Murió inmediatamente.
Suplica en voz baja:
- ¡Dímelo! Tienes que decírmelo, Yo sé que quieres consolarme, pero, ¿no ves que me atormentas mucho más que si dijeses la verdad? No puedo sufrir la incertidumbre. Dime cómo fue, aunque sea algo horrible. Será siempre mejor que lo que se me ocurriera pensar.
Nunca se lo diré, así me hagan picadillo. La compadezco, pero también me parece un poco necia. Que se conforme ya, Kemmerich quedó muerto, sepa o no cómo fue. Tantos muertos hemos visto, que tanto dolor por uno solo ya no es posible comprenderlo. Se lo digo, impaciente.
- Murió inmediatamente. No lo advirtió siquiera. Su cara estaba tranquila.
Calla. Luego pregunta lentamente:
- Puedes jurármelo?
- Sí.
- ¿Por lo más santo para ti?
¡Dios! ¿Qué será aún santo para mí? Esas cosas, en nosotros, cambian frecuentemente.
- Sí, murió de repente.
- Que no vuelvas tú tampoco si no es verdad.
- Que no vuelva si no murió de repente.
¿Qué no me echaría ahora a las espaldas? Parece creerme. Gime, llora un largo rato. Tengo que contarle cómo fue. Invento una historia, que yo mismo casi creo.
Al irme, me besa, me regala un retrato de él. Allí está con su uniforme de quinto, apoyándose en un velador cuyo pie está construido de ramas de abedul sin pulir. Detrás hay un bosque pintado en la tela. Sobre el velador, hay un vaso de cerveza.
* * *
La última noche en casa. Todos callan. Me voy temprano a la cama; palpo las almohadas, me aprieto contra ellas; hundo entre ellas mi cabeza. Acaso ya nunca me acueste en otra cama de almohadas de pluma.
Mi madre entra, ya muy tarde, en mi cuarto. Me cree dormido. Finjo dormir. Hablar, estar los dos despiertos, es demasiado penoso.
Ahí está sentada, casi hasta el amanecer, aunque padece físicamente, y a veces el dolor la encorva. Al fin, no puedo resistirme, finjo despertar.
- Vete a dormir, madre. Te estás enfriando.
Dice:
- Puedo dormir bastante, cuando no estás.
Me incorporo.
- Madre, no voy enseguida al frente. Antes voy a estar cuatro semanas en el campamento de barracas. Quizá desde allí venga algún, domingo por aquí.
Calla. Después me pregunta en voz baja:
- ¿Tienes mucho miedo?
- No, madre.
- Otra cosa iba a decirte... Ten cuidado de las mujeres en Francia. Son malas.
¡Madre, madre! Para tí soy un niño. ¿Por qué no voy a reclinar mi cabeza en tu regazo, llorando? ¿Por qué he de ser siempre el más fuerte, el de más calma? Yo también quisiera llorar alguna vez, ser consolado. Porque, realmente, apenas soy algo más que un niño. Aún están colgados en el armario mis pantalones de muchacho. ¡Hace tan poco tiempo! ¿Por qué ha pasado ya?
Con la serenidad que puedo, le digo:
- Donde nosotros estamos, madre, no hay mujeres.
- Ten mucho cuidado allí en el frente.
- ¡Madre, madre! ¿Por qué no he de cogerte en los brazos, para así morir juntos? ¡Qué pobres animalejos somos!
- Sí, madre. Tendré cuidado.
- Todos los días rezaré por ti, Pablo.
¡Madre, madre! Vamos a levantarnos, a echar a andar esos años huidos, hasta arrojar de nosotros toda esta miseria. ¡Hacia atrás, hacia ti y hacia mí, hacia nosotros solos, madre!
- Acaso puedas lograr un destino que no tenga tanto peligro.
- Sí, madre. Pueden destinarme a la cocina. Eso estaría bien.
- Acéptalo, ¿oyes? Aunque murmuren los otros.
- De eso no me preocupo, madre.
Gime. Su cara es un fulgor blanquecino, en la oscuridad.
- Ahora debes irte a dormir, madre.
No contesta. Me levanto, y le echo mi manta sobre los hombros. Se apoya en mi brazo, le vuelven los dolores. Así, la llevo al otro cuarto. Me quedo aún un rato con ella.
- Y ahora, madre, tienes que curarte, antes de que yo venga otra vez.
- Sí, sí, hijo mío.
- Y no me enviéis nada, madre. Allí tenemos bastante que comer. Más lo necesitáis aquí.
¡Qué pobremente tendida en su cama, esta mujer que me quiere más que a nada en el mundo! Cuando quiero marcharme me dice, precipitada:
- Te preparé dos pares más de calzoncillos. Son de lana buena. Te abrigarán. No te olvides de llevarlos.
¡Madre! Yo sé el precio de esos calzoncillos. ¡Yo sé el tiempo que aguardaste en pie, que corriste, que mendigaste! ¡Madre, madre! ¡Cómo es posible que deba dejarte! ¿Quién tiene sobre mí más derechos que tú? Estoy aquí sentado; tú ahí, tendida. ¡Tenemos que decirnos muchas cosas, pero nunca podremos decírnoslas!
- Buenas noches, madre.
- Buenas noches, hijo.
La habitación está en sombras. El aliento de mi madre va y viene por ella. Y con él el tictac del reloj. Detrás de las ventanas, el viento, bisbiseos de castaños.
En el pasillo tropiezo con la mochila, que está ya del todo dispuesta. Muy temprano tengo que salir.
Muerdo las almohadas; me agarro, convulso, a los hierros de mi cama. Nunca debí venir aquí. En el campo, estaba indiferente, muchas veces, impasible... Ya nunca podré estar así. Era un soldado, y ahora, no soy más que una tortura para mí mismo, para mi madre; una angustia por todos los que viven tan desconsolados, tan condenados.
Nunca debí aceptar esta licencia.