Sin novedad en el frente

de Erich Maria Remarque

EDITORIAL CLARIDAD - BUENOS AIRES - 1929


OTRO GRAN LIBRO CONTRA LA GUERRA

PROLOGO de Alvaro Yunque

"Si mis soldados pensasen, me quedaría sin soldados"

FEDERICO II DE PRUSIA

¿Otro gran libro contra la guerra? ¡Bienvenido! Se llama: Sin Novedad en el Frente. Su autor es un alemán: Remarque. Su nombre viene a aumentar la lista gloriosa de escritores, beneméritos de la última gran catástrofe (1914-1918), porque nos pusieron ante los ojos repugnados y las conciencias espantadas, todo el horror y la inmundicia de la guerra: Rolland, Lazco, Duhamel, Barbusse, Frank... Ahora, Remarque. ¡Bienvenido! ¡Loado sea! Cumple la misión más noble que cabe a un escritor contemporáneo: la de difundir por el mundo el horror a la guerra.

El horror a la guerra es una conquista de la conciencia. Ella es una prueba - ¡una más! - de que la humanidad evoluciona espiritualmente, progresa, se aproxima, titubeante, tambaleante y tropezante, hacia su perfección: la fraternidad humana. Sí, podemos decir: somos mejores que ayer. A pesar de este espectáculo horrendo que legamos al futuro, este eclipse de cuatro años de guerra; somos mejores que nuestros padres y abuelos que hablaban de la "gloria" de la guerra, que se estremecían de emoción ante palabras sin sentido: "patria", "bandera", "heroísmo", "honor militar"...

Somos, sí, los hombres más civilizados que conociera el mundo, porque somos los más sensibilizados: ¡odiamos a la guerra! Los griegos, los decantados griegos que nos enseñaron a admirar exageradamente los manuales de historia, son indignos de cotejarse con nosotros: ellos no sintieron este horror a la guerra que es la conquista más alta, más bella, más avanzada, más admirable y más sublime de la conciencia contemporánea.

¡Benditos sean Rolland, Latzko, Duhamel, Barbusse, Frank, Remarque!... Y todos los grandes artistas que empuñen la pluma, la mojen en su corazón y nos den libros como Clerambaut, Hombres en guerra, la vida de los mártires, El fuego de las trincheras. ¡El hombre es bueno, Sin novedad en el frente!

¿Qué es Sin novedad en el frente? Una novela, dice el subtítulo. En rigor, es una serie de observaciones guerreras, vividas por un joven universitario de diez y ocho años convertido en soldado; pero en un soldado que piensa: Ente peligroso para los fraseadotes profesionales que se enriquecen dando vidas jóvenes, sangre nueva, almas densas de propósitos a ese minotauro que es la Patria.

Ya en el frente, en las trincheras, entre el barro, los piojos, las ratas, la mugre, la ropa de un mes pegada al cuerpo, ya en el frente, dedicado a la faena de matar; el protagonista piensa: ¿Por qué está allí él, joven universitario cuya vida espiritual se levantaba armoniosa como una parábola? ¿Por qué su ansia de saber ha venido a hundirse en el foso inmundo de una trinchera? La culpa la tienen los fraseadotes profesionales, los viejos, entre los que se hallaba su propio padre y sus profesores universitarios. Todos "tenían entonces muy a la mano la palabra cobarde". Y sin darles tiempo a que razonaran, los convencieron. Sin darles tiempo a dudar, los empujaron: ¡a la guerra! Pero no a la guerra brillante, heroica y caballeresca que conocían por los libros. La realidad es otra, y bien alejada del poema épico. Esta es una cosa sucia, anónima, monótona, tan desesperante de monotonía, a pesar de que en ella se expone la existencia, que la vida anterior, la vida cotidiana de los tiempos de paz, aparece como un recuerdo lindo, matizado, caleidoscópico.

"Mientras ellos - los profesores viejos - escribían y discurseaban - piensa el protagonista - nosotros veíamos hospitales, moribundos; mientras ellos proclamaban servir al estado como lo más excelso, ya sabíamos nosotros que el miedo a morir es mucho más fuerte. Por eso no fuimos rebeldes; no fuimos desertores ni cobardes - estas palabras ¡les brotaban con tal facilidad! - queríamos a nuestro país exactamente como ellos, y avanzábamos con brío en cada ataque. Pero ahora habíamos aprendido a ver, nos dábamos cuenta, y vimos que del mundo suyo no quedaba nada. Que de repente nos quedábamos terriblemente solos. Que teníamos que arreglárnoslas solos."

¡Sí, los jóvenes no olvidarán nunca esta lección!: los viejos os hablarán, os dirán cobardes, traidores a la patria; pero ellos se quedarán cómodamente en sus casas, a leer el diario, a gozar de la victoria con vosotros, ¡jóvenes imbéciles!, le habréis dado, no exponiéndoos a morir, que morir no es lo peor: exponiéndoos a quedar mutilados, exponiéndoos a sufrir hambre, frío y angustia; a vivir llenos de piojos y de mugre. ¡Los pobres no olvidarán esta lección!: Los ricos, los doctores, los intelectuales, os hablarán, ¡pobres inconscientes!, y por oírlos iréis a la guerra; pero los hijos de esos que os hablarán, se quedarán en casa, felices hijos de su papá rico, de su papá doctor, de su papá intelectual, que para esos nenes se hicieron los puestos de la administración pública. Ellos formarán con vosotros, ¡pobres inconscientes!, el día del triunfo. Entonces sí formarán en vuestras filas, junto a vosotros, y serán héroes y triunfadores sin haber conocido ni el hambre, ni el frío, ni la angustia, ni la roña. Ellos serán héroes también, pero sin haber sido bestias, como vosotros, ¡pobres inconscientes!

Pablo Beaumer - el protagonista - recuerda: "Dicen que éramos la "juventud de hierro"... ¡Juventud de hierro! ¿Juventud? Ninguno de nosotros tiene más de veinte años. ¿Pero somos jóvenes? ¿Juventud? Eso ya pasó hace mucho tiempo. Somos viejos." Termina elegíacamente. Así es. Dos años de guerra envejecen al más joven. Es decir, al más entusiasta, al más optimista, al más valeroso. ¿Y para qué han perdido la juventud? Para defender al mundo de los viejos, las instituciones de los viejos, los ideales de los viejos. Y no sólo eso: para defender también la propiedad de los ricos, los cupones de los ricos, la holganza y los vicios de los ricos. No olvidar esto, porque los viejos, ¡malditos viejos!, discurseaban para defender la tradición, y sobre la tradición duermen y comen los ricos, los que no trabajan en la paz ni pelean en la guerra.

Y ese joven de 18 años, universitario, espíritu inquieto, inteligente; sólo porque escuchó a los viejos, porque fue cobarde y no se rebeló por miedo de aparecer como cobarde; ahora transformado en un bruto melancólico, puede decir: "Supimos entonces que un botón bien limpio tiene más importancia que cuatro volúmenes de Schopenhauer. Primero, sorprendidos; luego, exasperados; finalmente, indiferentes, comprendimos que lo esencial no parecía ser el espíritu, sino el cepillo de las botas."

¡Qué alarido de dolor encierra esta frase sarcástica! Son las lecciones de la guerra. ¿Cuándo las aprenderéis bien, para siempre, jóvenes estúpidos, pobres inconscientes?

Oíd aún:

"A las tres semanas ya hallábamos comprensible que una manga con galones tuviese sobre nosotros más poder del que antes tuvieron nuestros padres y maestros y todos los núcleos de cultura desde Platón hasta Goethe, inclusive. Con nuestros juveniles y avispados ojos vimos que el concepto clásico que de patria tuvieron nuestros profesores se realizó aquí, por lo pronto, en un abandono completo de la personalidad, como nunca se hubiera nadie atrevido a exigirlo del criado más servil."

Y esta frase magnífica: "Se nos preparaba para ser héroes como a caballos de circo."

Ya domésticos y feroces, ininteligentes a la fuerza de oír discursos huecos y creer en esos discursos, sin albedrío, locos de odio y más de miedo; los reclutas se metamorfosearon en guerreros: "Nos hicimos duros, desconfiados, impasibles, sedientos de venganza, brutos... Y no nos vino mal - comenta irónicamente Pablo - porque precisamente carecíamos de todas esas cualidades."

 

* * *

 

La guerra está lejos de ser eso brillante que desde Homero hasta Rudyard-Kipling, mintiéndonos, nos han contado. Nunca tuvo nada de bello. Pero la guerra del mundo actual, maquinista, con la prostituída ciencia a su servicio, ha dejado de ser una guerra de hombres, seres con personalidad. Ahora es una guerra de insectos. El héroe es el tanque, o el aeroplano o el cañón de 48. Despojad da de toda su brillantez y pompa, se ha convertido en una cosa menuda, monótona, aburrida. Guerra es hambre y frío, dolor y locura, pero sobre todo es esto: Suciedad. Allí se aprende a matar sí, pero sobretodo se aprende a no cambiarse de ropa en dos meses, a vivir piojoso, a comer pan que antes royeran las ratas. Quien sea capaz de aprender esto, de soportar esto y de obedecer; será un excelente soldado: ganará galones, cruces, medallas y disentería, tifus, tuberculosis.

El autor de Sin novedad en el frente, pinta de admirable modo la guerra menuda, cotidiana, de la trinchera que ha quedado reducida, aplastada por la superioridad maquinista, la guerra de nuestra época industrial y cientificista.

A un compañero - y conste que la camaradería es la única virtud, Remarque lo hace notar, que les ha desarrollado la guerra - a un compañero le han amputado un pie. Morirá. Otro lo acecha. Está aguardando que pierda el conocimiento, para robarle las botas. ("Para otras relaciones, meramente artificiales, hemos perdido el sentido. Sólo los hechos tienen para nosotros certidumbre, importancia. Y es poco frecuente hallar unas buenas botas").

Y esta graciosa anécdota, muy veraz, porque todos los que hemos pasado por el chiquero de un cuartel podríamos relatar diez semejantes, reveladoras de lo que significa "el espíritu militar", el "humorismo del superior":

"- Los que sepan tocar el piano que den un paso al frente... Bien. ¡Por la derecha!... A presentarse en la cocina para pelar patatas."

* * *

Las tintas van ensombreciéndose:

Gritería. No son hombres. Los hombres no dan gritos tan horribles. Son caballos heridos. Es algo espantoso oírlos. Los soldados piden que los maten. Nos sentamos, nos tapamos los oídos con las manos. Pero esos terribles lamentos, gemidos, quejidos, persisten, cruzan por todas partes."

Detering, un soldado que antes de ser soldado fue labriego, que ama al caballo, su camarada de labor, se desespera. Maldice, ruge: "Quisiera saber qué culpa tienen ellos." Su voz tiembla de ira, suena casi solemne cuando dice: "Yo os digo esto. Es la más horrenda infamia el que los animales tengan que venir a la guerra."

Hay un instructor: Himmelstoss. No es un hombre. Es un trapo o una escoba de letrina con figura de hombre. En el cuartel se mostró duro, inflexible con los reclutas. Los humillaba y escarnecía. Gozaba en ello. Déspota y servil, como todo déspota, ahora que está en el frente ha cambiado, "seguramente alguien le dijo la leyenda de los tiros por la espalda". Así es. Los muchachos se vengan. Ya que son asesinos, ya que su deber es matar, ¿no es más gracioso tirarle a un oficialillo petulante o a un sargento tiránico, profesionales de la guerra, que a un inocente soldado enemigo? No sólo es más gracioso... es más útil también. En el soldado enemigo puede haber un hombre; pero en éstos, el hombre se durmió hace mucho. En vez de alma tienen un papel con la "orden del día". Lo heroico, lo santo es no matar. Es negarse a ir a la guerra, pero si no se tiene este valor supremo y se va, ya puestos en el trance de matar, matemos a un oficial de los nuestros y no a un soldado enemigo. Así podría razonar el protagonista que, antes de ser un cazador de hombres, fue un estudiante universitario. El razonamiento estaría cargado de lógica. Demostraría que Pablo Baeumer fuera un excelente discípulo de Kant.

Un ejemplo de sensibilidad militar: Se va a hacer una ofensiva. Los soldados avanzan. "En el camino pasamos por una escuela destrozada. A lo largo de sus muros hay amontonada una pared doble y alta de ataúdes"... Esperan la vuelta de los que ahora avanzan. ¡Alentador espectáculo!

Se efectuó un asalto. La cosa pasó ya. Fue una pesadilla. Los sobrevivientes reposan. Sólo una idea los posee: ¡comer! "Lentamente recuperamos algo así como la calidad de hombres." Después de matar, comer. ¿Pero esto es ser hombres? Y se come todo: "Haie atrapó un largo pan francés y lo metió en su cinturón, como una pala. Por un extremo está un poco ensangrentado; pero esto se puede cortar." Ya han reposado y comido. Son felices. Como han retrogradado en la escala zoológica, son felices con lo que es feliz el animal: reposo y comida. Falta la hembra. Pero esto para el soldado es un lujo, aunque no lo es para el animal. Satisfecho el hambre, ya descansados, los recuerdos del ataque, de la lucha cuerpo a cuerpo comienzan a acosar. Y los soldados se buscan uno a otro, desean hablar, contar chistes. Es necesario olvidar. ¡Pero no olvidan! Los periódicos elogian el buen humor de las tropas, "que apenas salen del fuego ya están organizándose un bailecito. Eso es una solemne estupidez. No hacemos eso porque tengamos de veras ese humor, sino que tenemos ese humor a la fuerza; de no ser así, reventaríamos..."

* * *

Pablo Baeumer tiene licencia. Vuelve a la ciudad. ¿Qué encuentra? Primero el dolor silencioso, la congoja de la madre. Después, viejos curiosos, ricos curiosos que lo interrogan, que le piden que cuente. ¡Que ha de contar él! ¡Si aquella pesadilla horrorosa e inmunda de la guerra, lo que él quiere es olvidarla! "A quien no puedo resistir es a las gentes. La única persona que no me pregunta nada es mi madre. Con mi padre ya es otra cosa..." "El ignora, lo comprendo, que estas cosas no se pueden contar..."

La disciplina, máquina que fabrica soldados como pudiera fabricar cigarrillos, le sale al encuentro. El vuelve del horror de la guerra. Sus ojos aún manchados de sangre y de lodo, no ven a un comandante. (Uno de los que no fueron a la guerra). Este ruge. Se indigna. Lo humilla. Está furioso. Pablo Baeumer se disculpa, a pesar de la cólera que lo posee. ¡Cómo se conoce que este canalla no fue a la guerra, cuando le da importancia al saludo militar! Pablo saluda al fin. Y el otro, una vez que ha puesto a salvo la disciplina, eso rígido y brillante que sirve para hacer desfilar soldaditos los días patrios, soldaditos bien alineados, bien vestidos, que no son los locos sucios que ahora pelean en las tumbas de las trincheras. El otro, exclama triunfante: "... Eso le gustaría a usted. Traer las costumbres del frente, ¿no? ¡Pues no será así! ¡Gracias a Dios, hay aquí disciplina!"

La disciplina intenta aniquilar al hombre que piensa y siente en todo soldado. Con algunos seres inferiores lo consigue. Matarían al padre si se lo ordenaran. En otros, cultos, sensibles y, sobretodo, valientes con valor moral, el verdadero valor, la disciplina es sólo un barniz. Como en una noble madera dorada, al menor roce salta el dorado, salta la disciplina y aparece el hombre. Tal ocurre con Pablo Beaumer. Una anécdota: Está oculto en un pozo. Afuera la metralla todo lo barre. Se refugia un francés en el mismo pozo. El lo sorprende a puñaladas. El otro cae, agoniza. Es de noche. La agonía dura horas. El soldado va desapareciendo de Pablo, el soldado que hirió porque tenía miedo de ser herido. Y surge el hombre. La larga agonía del francés lo conmueve. Va amaneciendo. El francés sigue desangrándose, pero no muere. El se le acerca. Le da agua. Lo habla, aunque el otro no lo entiende. Y él le grita, en francés, desesperado por hacerse comprender: "¡Camerade, camerade, camerade!" Lo cura. Le venda las heridas. No hay salvación. El francés se muere. Pero su agonía dura mucho y su duración tortura a Pablo. Lo exaspera. Sin embargo, como ya es hombre, no piensa que de una puñalada podría librarse de esa tortura. Y la sufre, resignadamente. Al fin, muere el francés. Su matador, loco de congoja y de remordimiento, habla al cadáver: "Camarada, yo no te quería matar. Si otra vez saltases aquí dentro, yo no lo haría, siempre que tu fueses razonable... Pero antes sólo fuiste para mí un concepto, una de esas combinaciones de ideas que bullen en mi cerebro... Eso me hizo decidirme. Apuñalé a una idea... Ahora comprendo que eres un hombre como yo... Ahora veo a tu mujer, veo tu casa, veo lo que tenemos en común. ¡Perdóname, camarada! ¿Por qué pudiste ser mi enemigo? Si arrojásemos estas armas, este uniforme, podrías ser lo mismo que Kat, que Alberto; un hermano..."

La caída se acerca. Alemania ya no tiene hombres, ni armas, ni víveres. Sus enemigos se renuevan. Y esta síntesis de la guerra: "Granadas. Vaho de gases asfixiantes. Flotilla de tanques. Ser triturados, corroídos, muertos... Disentería. Gripe. Tifus. Ahogarse, arder, morir... Trinchera, hospital. Fosa común... No hay otras posibilidades."

Y, sobre todo ello, deidad hecha de pus y de barro, deidad piojosa, se yergue la suciedad. Decir guerra es decir suciedad. Suciedad de alma y de cuerpo. Todo está sucio: la inteligencia que se hundió en un fango de recuerdos espantosos, el espíritu que ya no siente, el cuerpo con su ropa de seis semanas sin sacar, cubriendo una costra de humores, de detritus, de sudor, de roña. ¡Lindos los héroes! ¡Linda juventud de hierro! Montón de muñecos fatigados, doloridos, hambrientos, tiritantes, acobardados; pero que aún disparan su fusil, lanzan su granada, hunden su bayoneta. Y sufren resignados, estoicos, mansos. ¿Por qué?... Nadie se pregunta esto ya. Sufren como la mayoría de los hombres trabaja en tiempos de paz, trabaja y se deja explotar.

¡Y que todavía los viejos doctores, los viejos intelectuales, los viejos ricos, los que no irán a la guerra, a ensuciarse el alma y el cuerpo de visiones y de mugre; sean capaces de hablar de gloria al hablar de guerra! ¡Y que aún los escuchemos, tranquilos, mansos, tan mansos y tranquilos como esas manadas de hombres que ellos empujaron a destriparse, desangrarse, triturarse para defender sus viejas ideas, sus tradiciones viejas, sus egoísmos viejos!

"Da fatiga matar los piojos uno a uno, habiéndolos por cientos..." "Tenemos que cuidar bien de nuestro pan, las ratas han aumentado mucho desde que las trincheras están peor conservadas..."

¿Es preciso comentar esto?

* * *

A veces, Pablo Beaumer piensa en lo que será de ellos cuando se haga la paz: "La guerra nos ha estropeado..." "Ya no somos juventud. Ya no queremos conquistar el mundo por asalto. Somos hombres que huyen. Huimos de nosotros mismos..." "Abandonados como niños, expertos como viejos; brutos, melancólicos, superficiales... Creo que estamos perdidos."

¿Qué podrá hacer esta juventud barnizada, enferma, tronchada en sus ensueños una vez vuelta a la vida de antes? ¿Pero volverá? ¿Pero alguien podrá volver, salir ileso de este laberinto donde se juega a matar para no morir? Pablo Beaumer no lo sabrá. Un día de octubre de 1918, día tan apacible que el comunicado señalaba: Sin novedad en el frente; lo mataron. "Había en su rostro una expresión tal de serenidad, que parecía satisfecho de haber terminado así."

* * *

El libro está admirablemente realizado. Su prosa es vivaz. Se mueve. Grita y sangra. Iluminada con hallazgos modernísimos, imágenes singulares. Está cargada de belleza de estilo. ¿Pero quién puede pensar en esto, casi superfluo en él? Ante una mujer muy hermosa, una mujer que nos apasione hasta perturbarnos; ¿qué hombre va a reparar en su traje o en sus joyas?

Hay en este libro tanta fuerte vida, tanto sagrado dolor, trasmite tanta congoja, inyecta tanta indignación, une con tan vigorosa humanidad a los enemigos de ayer, que uno se avergonzaría de citar sus expresiones felices, de reproducir sus metáforas.

Uno - lector subyugado - queda meditabundo. Y se pregunta:

¿Pero aún es posible que los hombres piensen en hacer otra guerra? ¿Pero aún es posible que los jóvenes - ¡los estúpidos jóvenes! - se dejen ensordecer por los discursos de los viejos - ¡malditos viejos! - y vayan a la guerra? ¿Pero aún es posible que los pobres - ¡los pobres inconscientes! - se dejen cegar por los ricos - ¡insaciables ricos! - y, tropel, recua o majada mansa y terrible, cobarde y feroz, vaya a matar, ¡a matar hermanos jóvenes, hermanos pobres!, para que los viejos se envanezcan, para que los ricos se enriquezcan más? ¡Qué ser cobarde es el hombre! El hombre, el animal más corajudo de la creación, ¡qué cobardía moral exhibe, cuando olvida lo que es, un espíritu, y se bestializa sólo para prolongar la existencia de su carne putrescible!

ALVARO YUNQUE

Agosto, 1929.