por Erich Maria Remarque
CAPÍTULO II
Me produce extrañeza pensar que, en cierto cajón de mi casa, duerme un drama comenzado: "Saúl", y un montón de versos. Bastantes noches he pasado en eso. Verdad es que casi todos hemos hecho cosas semejantes; pero se me figuran hoy tan fuera de la realidad, que me cuesta trabajo recordarlo.
A partir de nuestra llegada aquí se ha cortado nuestra vida anterior, sin que nosotros hayamos contribuido a abrir esa zanja. A veces, intentamos recuperarla de un vistazo, explicarnos el fenómeno, pero no conseguimos nuestro objeto. Precisamente para nosotros - los de veinte años - todo es, en especial, poco claro. Para Kropp, para Müller, para Leer, para mí, para nosotros, a quienes Kantorek llama "la juventud de hierro".
Los de más edad están todos fuertemente ligados con lo anterior; tienen sus motivos para ello: esposas, hijos, profesión, intereses; lazos ya tan fuertes, que la guerra no puede romper. En cambio, los de veinte años sólo tenemos nuestros padres, y, algunos, una amiga. Esto no es mucho, porque a nuestra edad es más débil que nunca la autoridad de los padres, y las muchachas aún no dominan. Aparte de esto, no existían muchas más cosas para nosotros: un poco de fantasía, algunas menudas predilecciones... Y el colegio. No llegó a más nuestra vida. Y de aquello no ha quedado nada.
Kantorek diría que estábamos precisamente "en el umbral de la vida". En efecto, es algo semejante. No habíamos echado aun raíces, y la guerra nos arrastró. Para los de más edad, la guerra es una interrupción; pueden seguir pensando en su vida, saltándose el foso. Pero a nosotros nos cogió de lleno y no sabemos en qué pueda terminar todo. De momento, sólo sabernos esto: que nos embrutecimos de un modo extraño, melancólico, aunque muchas veces ni siquiera estamos tristes.
* * *
Si Müller desea para sí las botas de Kemmerich, no por eso es menos compasivo que otros, que quizá - doloridos - no se atreviesen a pensar en eso.
Esto es sólo ver claro. Si las botas sirviesen de algo a Kemmerich, entonces Müller preferiría correr descalzo sobre alambre de púas para podérselas proporcionar. Pero así, las botas son algo que ya nada tiene que ver con Kemmerich, dada su situación, mientras Müller las puede muy bien usar. Kemmerich va a morir, de modo que da lo mismo que recoja las botas uno u otro. ¿Cómo no iba a seguirles la pista Müller, si de seguro tiene a ellas más derecho que un enfermero? Y muerto ya Kemmerich, es demasiado tarde. Por eso Müller está ya alerta.
Para otras relaciones, meramente artificiales, hemos perdido el sentido. Sólo los hechos tienen para nosotros certidumbre, importancia. Y es poco frecuente hallar unas buenas botas.
* * *
Antes era otra cosa. Cuando fuimos a la Comandancia del distrito, éramos aún una clase de veinte alumnos jóvenes que se hicieron afeitar - algunos por primera vez - todos en común, muy alegres, antes de penetrar en el patio del cuartel. No teníamos para el futuro planes fijos. Las ideas profesionales eran para los menos ya tan arraigadas, que hubieran podido significar una forma de vida. En cambio, estábamos hartos de ideas brumosas que imprimieron un matiz ideal, casi romántico, a la vida y a la guerra.
Durante diez semanas aprendimos la instrucción, y en este tiempo sufrimos una transformación más rotunda que en los diez años de colegio. Supimos entonces que un botón bien limpio tiene más importancia que cuatro volúmenes de Schopenhauer.
Primero, sorprendidos; luego, exasperados; finalmente, indiferentes, comprendimos que lo esencial no parecía ser e! espíritu, sino el cepillo de las botas. No la idea, sino el sistema. No la libertad, sino la disciplina. Con entusiasmo y buena voluntad nos hicimos soldados; pero todo se juntó para expulsar eso de nosotros. A las tres semanas ya hallábamos comprensible que una manga con galones tuviese sobre nosotros más poder que antes tuvieron nuestros padres, nuestros maestros y todos los núcleos de cultura desde Platón hasta Goethe, inclusivo. Con nuestros juveniles y avispados ojos vimos que el concepto clásico que de patria tuvieron nuestros profesores se realizó aquí, por lo pronto, en un abandono completo de la personalidad, como nunca se hubieran atrevido a exigirlo del criado más humilde.
Saludar, ponerse "firmes", el paso de parada, presentar armas, girar hacia la derecha, girar hacia la izquierda, hacer chocar los tacones, gritos, miles de atropellos: presumimos que nuestra misión iba a ser otra, y hallamos que se nos preparaba para ser héroes como a caballos de circo.
Aunque pronto nos acostumbramos. Llegamos a comprender que una parte de estas cosas se hacía precisa, aunque otra era superflua en absoluto. El soldado tiene para esto un fino olfato.
* * *
Repartieron nuestra clase en grupos de tres o cuatro, entre varias secciones, junto con pescadores de Frisia, campesinos, obreros artesanos. Pronto entablamos con ellos amistad. Kropp, Müller, Kemmerich y yo formamos parte de la novena sección, que mandaba el suboficial Himmelstoss.
Tenía fama Himmelstoss de ser el bruto más grande del cuartel, y esto constituía su orgullo. Era un hombre pequeño, de baja estatura, que llevaba doce años de servicio y un bigote cerdoso y rojizo. Su profesión civil era la de cartero. Sentía un particular encono contra Kropp, Tjaden, Westhus y yo, porque se dio cuenta de nuestro oculto despecho.
En la misma mañana tuve que hacerle la cama catorce veces. Siempre hallaba algo que censurar, y solía arrojar al suelo las ropas. Veinte horas de faena, claro que con intervalos, me costó engrasarle un par de botas viejísimas y duras como el pedernal, que quedaron blandas como la mantequilla, hasta que el propio Himmelstoss no halló en ellas nada que echarme en cara. Por orden suya fregué el suelo del cuarto de nuestra sección con un cepillo de dientes.
También por orden de Himmelstoss estábamos Kropp y yo limpiando de nieve el patio del cuartel con una escobilla de mano y un recogedor. Allí hubiéramos quizá resistido hasta morir helados, si no hubiese venido por casualidad un teniente que nos envió adentro y reprendió al suboficial con gran dureza. Las consecuencias fueron fatales, porque se recrudeció el odio de Himmelstoss hacia nosotros. Cuatro semanas seguidas me nombró de guardia los domingos, y durante el mismo tiempo presté servicio de limpieza. Con todo el equipo y el fusil hice durante tanto tiempo, en un campo recién arado y húmedo, los movimientos de "cuerpo a tierra" y "a la bayoneta", que quedé convertido en un montón de barro y caí, por fin, exánime. Cuatro horas después, Himmelstoss pasó revista a todas mis prendas, que estaban ya del todo limpias; verdad es que yo tenía las manos agrietadas, sangrientas.
Durante un cuarto de hora, Kropp, Westhus, Tjaden y yo hemos estado en la posición de "firmes" un día de frío muy intenso, sin guantes, con los dedos desnudos en el helado cañón del fusil, bajo la vigilancia implacable de Himmelstoss, que aguardaba el menor movimiento para reprocharnos una falta. Una noche, a las dos, recorrí ocho veces en camisa el trayecto desde el piso más alto del cuartel hasta el patio, porque mis calzoncillos rebasaban unos centímetros del nivel reglamentario al colocarlos en el banquito donde se situaban las prendas. Junto a mí corrió el suboficial de servicio, Himmelstoss, y me pisó los dedos de un pie. En los ejercicios de esgrima, con la bayoneta calada, tenía yo que combatir constantemente con el mismo Himmelstoss, y mientras yo utilizaba el pesado armatoste de hierro, él gastaba un fusil ligero, de madera; así que me podía cómodamente producir cardenales - rojos y azules - en los brazos. Verdad es que un día me irrité de tal modo, que me lancé al ataque rabiosamente, y de un golpe en el estómago lo tumbé en el suelo. Cuando quiso quejarse, el comandante de la compañía lo echó a broma y le dijo que anduviese con más cuidado. El comandante conocía a su Himmelstoss, y parecía alegrarse de que alguna vez le tocase salir perdiendo. Llegué a ser un consumado trepador de armarios. Poco a poco, me hice campeón en flexiones. Sólo el oír su voz, nos hacía temblar; pero nunca nos amilanó ese caballo de correos desbocado.
Un domingo, Kropp y yo, en el patio del campamento de barracas, llevábamos - colgados de un palo - los cubos de heces. Himmelstoss, peripuesto, hecho un brazo de mar, pasó junto a nosotros en disposición de salir a paseo, y nos preguntó si nos gustaba aquella faena. Nosotros, simulando un tropezón, le arrojamos el contenido de un cubo sobre las piernas. Su rabia no es para descrita pero nos daba lo mismo.
- ¡Iréis al calabozo! - gritó.
Kropp dijo entonces, ya harto
- Pero antes se practicará una investigación, y ya hablaremos entonces.
- ¿Qué es eso de hablar así con un suboficial? - rugió Himmelstoss. - ¿Se ha vuelto usted loco? Espere a que le pregunten. ¿Qué va usted a hacer?
- Hablar mal del señor suboficial - dijo Kropp, poniendo las manos en la costura del pantalón, como manda el reglamento.
Himmelstoss se dio entonces cuenta de lo que iba a pasar, y se marchó sin decir una palabra más. Antes de desaparecer, aún chilló:
- ¡Ya me lo pagaréis!
Pero su imperio dejó de existir. Alguna vez intentó resucitarlo en los barbechos con el "¡cuerpo a tierra!", con el "¡al frente, en guerrilla!", con el "¡en pie!", con el "¡la carrera!", etcétera, y, en efecto, cumplíamos las órdenes, porque las órdenes deben cumplirse; al fin, son órdenes... Pero lo hacíamos todo con tal lentitud, que Himmelstoss acabó por desesperarse. Con toda comodidad, nos poníamos de rodillas, luego nos apoyábamos en los brazos, y así sucesivamente.
El, entretanto, ya había dado, furiosamente, otra voz de mando. Cuando empezábamos a sudar, ya estaba él ronco de gritar.
Después nos dejó en paz. Aunque siguió llamándonos "perros cochinos". Pero se advertía que ya nos trataba con cierto respeto.
Había otros muchos jefes de sección aceptables, que atendían a razones. Acaso la mayor parte eran así. Pero, ante todo, querían conservar su covachuela en el cuartel, cuanto tiempo les fuese posible, y esto sólo podía lograrse mostrándose rígidos con los reclutas.
Así que nos inculcaron seguramente la máxima cantidad de disciplina militar posible, y muchas veces llegamos a llorar de rabia. A alguno le costó una enfermedad, y Wolf murió de una pulmonía. Pero nos hubiéramos creído en ridículo, si nos hubiésemos achicado. Nos hicimos duros, desconfiados, impasibles, sedientos de venganza, brutos... Y no nos vino mal, porque precisamente carecíamos de todas estas cualidades. De habernos enviado a las trincheras sin este período de instrucción, la mayor parte de nosotros seguramente se hubiese vuelto loca. Pero así estábamos dispuestos a lo que nos aguardaba. No desfallecimos. Nos adaptamos. Nuestros veinte años, para los que tantas cosas eran difíciles, nos ayudaron en esto. Pero lo más importante fue que se despertó en nosotros un vigoroso sentido práctico de mutuo apoyo, que más tarde, en campaña, se desarrolló hasta producir lo mejor que produjo la guerra: la camaradería.
* * *
Estoy sentado junto a la cama de Kemmerich. Cada vez está más abatido. Mucho ruido en torno nuestro. Ha llegado un tren hospital, y se están eligiendo los heridos que pueden ser transportados. El médico pasa de largo por la cama de Kemmerich y ni siquiera le mira.
- Al próximo viaje, Francisco - le digo.
Se incorpora sobre las almohadas, apoyándose en los codos, y dice:
- Me han amputado.
Veo que ya lo sabe. Afirmo con la cabeza, y contesto:
- Puedes alegrarte de haber escapado así.
Calla, y yo sigo hablando.
- Porque podían haber sido las dos piernas. Francisco Wegeler perdió el brazo derecho: algo mucho peor. Además, vas a ir a tu casa.
Me mira, diciendo:
- ¿Lo crees?
- Naturalmente.
Repite:
- ¿Lo crees?
- Firmemente, Francisco. Claro es que antes tienes que reponerte de la operación.
Me indica por señas que me acerque. Me inclino sobre él y le oigo murmurar:
- Yo no lo creo.
- No digas niñerías, Francisco, dentro de unos días vas a convencerte. Esto, al fin, es una pierna menos; aquí hay otras muchas cosas que se remiendan.
Levanta una mano.
- Fíjate en esto. ¿Ves estos dedos?
- Eso es de la operación. Ahora tienes que alimentarte bien, y luego ya te irás reponiendo. ¿Tenés comida decente?
Me indica una fuente que aún está medio llena. Le digo, nerviosamente:
- Francisco, tienes que comer. Lo principal es comer. Y esa comida es bastante buena.
Hace un signo negativo. Al cabo de un rato, dice lentamente:
- Una vez quise yo ser jefe de guardabosques.
- Aún puedes serlo. Ahora hay unos aparatos ortopédicos maravillosos. Con ellos, ni siquiera se nota que le falta a uno algo. Se funden con los músculos. Con esas manos artificiales, se pueden mover los dedos, trabajar, hasta escribir. Y aún se inventarán otras muchas cosas.
Permanece algún tiempo inmóvil. Luego dice:
- Puedes llevarte mis botas para Müller.
Digo que sí, y pienso qué podría decirle para consolarle. Se han borrado sus labios, se agranda su boca, con sus dientes alargados, como de greda. Se le funde la carne, le abulta cada vez más la frente, cada vez son más salientes los pómulos. El esqueleto trabaja para salir a la superficie. Se le hunden los ojos. Dentro de unas horas habrá acabado.
No es el primero a quien veo así; pero hemos crecido juntos, y esto hace variar la cosa. Le he fusilado temas. Llevaba él, en el colegio, de ordinario, un traje marrón, con cinturón, que tenía brillo en las mangas. Era también el único que supo hacer la plancha en la barra alta. Cuando la hizo, el pelo le revolaba, como seda, por la cara. Kantorek estaba orgulloso de él por esas cosas. Pero no le sentaron bien los pitillos. Era su tez muy blanca, tenía algo de muchacha.
Me miro las botas. Son grandes y estrafalarias, y el pantalón está sujeto por ellas. Tiene uno cierto aspecto de robustez y gordura metido en estos tubos. Pero, cuando vamos a bañarnos, volvemos, ya desnudos, a tener, de pronto, piernas enjutas, hombros enjutos. Entonces ya no somos soldados, somos casi unos rapaces. Nadie creería que pudiésemos llevar mochila. Es un raro instante este de vernos desnudos: somos entonces personas civiles, y casi nos sentimos eso.
Francisco Kemmerich, al bañarse, era pequeño y menudo, como un niño. Y ahora está aquí tendido... ¿Por qué?, pregunto yo. Debería uno hacer desfilar el mundo entero ante esta cama y decirle:
- Este es Francisco Kemmerich, de diecinueve años de edad. No quiere morir. ¡No le dejéis morir!
* * *
Se me embrollan las ideas. Este aire cargado de fenol y gangrenas, me obstruye los pulmones; es una materia viscosa que me ahoga.
Va oscureciendo. El rostro de Kemmerich palidece, se destaca de las almohadas; es ya tan lívido, que brilla. Mueve ligeramente los labios. Me pego a él; le oigo susurrar:
- Si encontráis el reloj, mandádmelo a casa.
No le contradigo; sería inútil. De nada se le podría convencer. Me humilla y desespera no poder socorrerle. Esa frente, con las sienes ya hundidas, esa boca, que sólo es ya una dentadura; esa nariz afilada... Y esa mujer gorda llorando en su casa, a la que debo escribir... Si, al menos, hubiera enviado ya la carta.
Van y vienen enfermeros, con botellas y cubos. Se acerca uno, mira atentamente a Kemmerich y se aleja de nuevo. Se ve que está esperando. Probablemente necesita la cama.
Me acerco mucho a Francisco y le digo, como si esto pudiera salvarle:.
- Quizá van a llevarte al sanatorio de Klosterberg, Francisco, allí, entre las villas. Desde las ventanas podrás entonces mirar los campos hasta el horizonte donde crecen aquellos dos árboles. Ahora es el mejor tiempo, porque madura el trigo, y por la tarde, cuando brilla el sol, parecen los campos como de nácar. Y aquella alameda, al borde del arroyo, donde pescamos pececillos. De nuevo podrás tener un acuario, criar peces. Podrás pasearte, no tener que preguntar a nadie nada, tocar el piano cuando gustes.
Me inclino sobre su cara, que está ya en sombras. Aún alienta, lentamente, levemente. Tiene húmeda la cara: está llorando. i Vaya qué tontería la que he hecho con mi bobo discurso!
- Pero, Francisco - le digo, abrazándome a su hombro y pegando mi cara a la suya - ¿quieres dormir ahora?
No me contesta. Resbalan las lágrimas, por sus mejillas. Quisiera enjugarlas con mi pañuelo, pero está demasiado sucio.
Transcurre una hora. Continúo sentado, impaciente, observando cada uno de sus gestos, por si aún desea decir algo. ¡Si al menos abriese la boca y gritase! Pero sólo llora, con la cabeza vuelta hacia el otro lado. No habla de su madre, de sus hermanos, nada dice; seguramente ya dejó todo eso tras de sí. Ahora está solo, con su vida pequeñita, de diecinueve años, llorando porque tiene que abandonarla.
Esta es la más desesperada, la más terrible despedida que yo he visto, aunque también lo fue la de Tjaden, que llamaba a gritos a su madre; un hombre de vigor hercúleo que, con la bayoneta, muy abiertos los ojos y lleno de terror, impedía al médico acercarse a la cama, hasta que quedó abatido por completo.
De pronto, Kemmerich prorrumpe en gemidos, en estertores.
Me levanto de un brinco, corro afuera, tropezando, pregunto:
- ¿Dónde está el médico? ¿Dónde está el médico?
Al ver una blusa blanca, me agarro a ella.
- Venga usted de prisa. Francisco Kemmerich se muere.
El médico se desprende de mi mano y pregunta a un ayudante que viene cerca:
- ¿Qué es esto?
- Cama 26. Una pierna amputada - contesta el ayudante.
- ¿Cómo puedo saber yo nada de eso? - chilla el médico.
- Hoy he cortado cinco piernas.
Me empuja a un lado y dice al ayudante:
- Vaya usted a ver.
Y sale corriendo hacia la sala de operaciones.
Tiemblo de coraje cuando voy con el enfermero. El me mira y dice:
- Una operación tras otra desde las cinco de la madrugada. Te digo que esto es una verdadera locura. Hoy, dieciséis defunciones. El tuyo hace el número diecisiete. Con seguridad, llegamos a veinte.
Pierdo las fuerzas., De pronto, no puedo más. No quiero protestar. No tendría ningún sentido. Quisiera dejarme caer, no levantarme ya nunca.
Estamos junto a la cama de Kemmerich. Está muerto. La cara aún mojada de llanto. Los ojos entreabiertos, amarillos, como botones viejos de hueso.
El enfermero me empuja y dice:
- ¿Te llevas sus cosas?
Contesto que sí.
- Tenemos que llevárnoslo en seguida - sigue diciendo.
Necesitamos la cama. Ya están colocados ahí fuera, en el pasillo.
Recojo las prendas de Kemmerich y le quito la chapa de identidad. El enfermero pregunta por la libreta. No está aquí; estará en la oficina de la compañía. Me voy. Detrás de mí conducen a Francisco en una lona de tienda de campaña.
En el umbral, la oscuridad y el viento me llegan como una redención. Respiro tan hondo como puedo, y percibo en mi cara, como nunca, el roce blanco y cálido del aire. Bullen de repente, en mi cabeza, pensamientos, imágenes de muchachas, de prados en flor, de nubes blancas. Mis pies se mueven más ágiles dentro de las botas. Voy corriendo. Pasan soldados. Sus charlas me irritan, sin oírlas. La tierra está llena de energías que pasan a mi carne a través de las botas. La noche chispea de electricidad. El frente atruena sordamente, como un concierto de tambores. Todos mis miembros son más elásticos, mis articulaciones más firmes. Respiro fuertemente. Jadeo. La noche vive. Yo vivo. Tengo hambre, un hambre que no es sólo del estómago.
Ante la barraca, está Müller esperándome. Le doy las botas. Entramos, y él se las prueba. Le ajustan muy bien.
Busca entre sus provisiones, y me ofrece un buen pedazo de salchicha. Además de esto, hay té caliente y ron.