por Erich Maria Remarque
CAPÍTULO XII
Otoño. De los veteranos, quedan muy pocos. Yo soy aquí el superviviente de los siete de nuestro colegio.
Hablan todos de paz y de armisticio. Todos esperan. Si viene otro desengaño, ya no resistirán. La ilusión es demasiado fuerte; no puede ya eludirse sin que se produzca la explosión. Si no llega la paz, llegará la revolución.
Tengo quince días de descanso por tragar un poquito de gas. Estoy sentado en un jardinillo, al sol, todo el día. Vendrá pronto el armisticio. Yo mismo lo creo. Después regresaremos a nuestras casas.
Aquí se detienen mis pensamientos. No pueden avanzar. Lo que me arrastra con una violencia superior son sentimientos: es la sed de vivir, es la nostalgia, es la sangre, es el delirio de estar a salvo. No son fines; no son propósitos.
Si hubiéramos regresado el año 1916, nuestro dolor, la impresión de lo vivido, hubieran desencadenado una tempestad. Si regresamos ahora, volvemos fatigados, rotos, calcinados totalmente; sin raíces, sin fe. No podemos ya entendernos bien con todo aquello.
Ni ha de comprendernos nadie, porque ante nosotros hay una generación que ciertamente pasó aquí estos años con nosotros; pero que antes tenía hogar, profesión, y a ellos vuelve, recobra sus antiguas posiciones, donde olvidará la guerra... Y detrás de nosotros crece otra generación similar a la nuestra, que nos será extraña, que nos mirará de soslayo. ¡Somos superfluos para nosotros mismos: creceremos, se adaptarán algunos, obedecerán otros a la fuerza; pero muchísimos no tendrán salvación...
¡Pasarán los años, y, por fin, sucumbiremos!
Pero quizá todo esto que pienso es sólo melancolía, sobresalto, que desaparecerá rápidamente cuando de nuevo me instale bajo esos álamos, oyendo el bisbiseo de las hojas. Es imposible eliminar totalmente ese dulce sentimiento que llenó de inquietud nuestra sangre: lo incierto, lo vibrante, lo futuro, las mil visiones del porvenir, la armonía de libros y de ensueños, el presentir las mujeres, su sonrisa... Es imposible que todo haya quedado eternamente destruido por el fuego de la metralla, en la desesperación, en los burdeles para tropa.
Rebrillan aquí los árboles. Oro, colores varios. En las ramas de los bravíos serbales hay matices rojos. Carreteras blancas se lanzan a buscar el horizonte. Como las colmenas de zumbidos, las cantinas están saturadas de rumores de paz.
Me levanto.
Estoy tranquilo. Vengan los meses y los años. Nada me quitarán; nada me pueden ya robar. Estoy tan solo, tan sin esperanza, que los puedo aguardar sin miedo. La vida que me arrastró por todos estos años late aún en mi pulso y en mis ojos. Si la he vencido, no lo sé. Pero tanto tiempo como esté dentro de mí - quiera o no quiera, esto que de mí se llama el "yo" - se buscará su derrotero.
Murió en octubre de 1918, un día tan tranquilo y apacible en todo el frente, que el comunicado oficial del Cuartel General, del Oeste se limitó a esta sola frase:
- Sin novedad en el frente.
Había caído de bruces, estaba como durmiendo. Al volverle se vio que no había tenido mucho que sufrir. Había en su rostro una expresión tal de serenidad, que parecía estar satisfecho de haber terminado así.
FIN DE SIN NOVEDAD EN EL FRENTE