Sin novedad en el frente

por Erich Maria Remarque

CAPÍTULO IX

Algunos días en ferrocarril. Aparecen en el cielo los primeros aviones. Cruzamos trenes de transporte. Y cañones, cañones. Ahora nos lleva un tren de campaña. Busco a mi regimiento, nadie sabe donde está ahora. Paso la noche en cualquier parte; a la mañana me suministran unos víveres; unas vagas instrucciones. Sigo caminando con mi mochila y mi fusil.

Al llegar no queda nadie de nosotros en el pueblo destruido. Me dicen que nos organizaron como división volante, para acudir a todos los puntos donde huela a chamusquina. No es cosa que puede alegrar. Cuentan que hemos tenido muchas bajas. Pregunto por Kat y Alberto; nadie sabe nada de ellos.

Sigo buscando, divagando, por allí; padezco una rara inquietud. Otras dos noches las paso como un gitano. Luego me dan noticias concretas, y puedo presentarme a la tarde en la oficina de mi compañía.

Me detiene el sargento mayor. La compañía vuelve dentro de dos días; no vale la pena enviarme al frente.

- ¿Que tal la licencia? - pregunta - Bien, ¿no?

- Según, según - contesto.

- ¡Sí, sí - suspira. - Si no hubiera que volver... Por eso, la mitad se estropea siempre.

Estoy ocioso, hasta que la compañía regresa al amanecer. Gris, sucia, malhumorada, triste. Me levanto de un brinco y me meto entre las filas; busco ávidamente... Allí está Tjaden, aquí Müller. Y aquí está Kat y Kropp. Colocamos juntos nuestros jergones de paja. Me siento culpable al mirarles y, sin embargo, no hay motivo para ello. Antes de dormirnos saco el resto de las tortas de patata y de mermelada para que ellos también tengan algo que comer.

Las dos tortas exteriores están algo mohosas: pero aún son comestibles. Las reservo para mí, y doy las más frescas a Kat y a Kropp.

Kat pregunta, masticando:

- ¿Son de tu madre?

Hago un signo afirmativo.

- Claro - dice; - se nota por lo sabrosas.

Estoy a punto de llorar. No me conozco a mí mismo. Pero todo irá mejor aquí, junto a Kat, a Alberto y los demás. Este es mi puesto.

- Tuviste suerte - susurra Kropp al dormirse. - Dicen que vamos a Rusia.

A Rusia. Allí ya no hay guerra.

Truena el frente a lo lejos. Retumban los muros de las barracas.

* * *

Hay que hacer mucha limpieza en nuestro equipo. Una revista. Otra. Revista por todas partes. Lo roto se cambia por prendas buenas. A mí, en estos cambios, me toca una guerrera completamente nueva. A Kat - naturalmente - todo un uniforme nuevo. Corre el rumor de que viene la paz; pero la opinión contraria es más verosímil: de que vamos a ser trasladados a Rusia... Pero ¿para qué necesitamos en Rusia prendas mejores? Finalmente, se propaga la noticia: viene el Káiser a pasar revista. Por eso hay tanto preparativo.

Durante ocho días nos parece estar en un cuartel de reclutas: tantos ejercicios y limpiezas hay que hacer. Todos están disgustados, nerviosos, porque limpiar demasiado no es nada para nosotros; menos los ejercicios del paso de parada. Tales cosas enfadan al soldado más que la trinchera.

Por fin llega el momento. Nos cuadramos y pasa el Káiser. Sentíamos curiosidad por conocer su aspecto. Al cruzar frente a nosotros, quedo desencantado. Por las fotografías me lo había figurado más alto, más marcial. Y, sobre todo, con una voz más potente.Reparte Cruces de hierro, habla con éste, con aquél. Y nos marchamos.

Luego charlamos. Tjaden dice, sorprendido.

- Entonces, ¿éste es superior a todos, y todos tienen que ponerse "firmes" delante de él, todos absolutamente?

Reflexiona.

- Delante de ése hasta Hindenburg tiene que cuadrarse, ¿no?

- ¡Claro! - dice Kat.

Tjaden aun no ha terminado. Medita algún tiempo y pregunta:

- ¿Y un rey tiene que cuadrarse delante de un emperador?

Nadie lo sabe con seguridad; pero no es creíble. Los dos están ya en un plano tan alto, que de seguro ya no se dará el caso de tener que cuadrarse.

- ¡Qué tonterías se te ocurren! - dice Kat. - Lo esencial es que tú te tienes que cuadrar.

Pero Tjaden está ya hecho un bobo. Su imaginación, ordinariamente seca, evoluciona con gran esfuerzo. Prosigue:

- ¿Ves? No puedo comprender, la verdad, que un emperador tenga que ir al retrete exactamente lo mismo que yo.

- Pues ya puedes estar completamente seguro - dice riendo Kropp.

- Un loco multiplicado por tres, igual a siete añade Kat.

- Tjaden, tienes piojos en la mollera. Anda, vete a la letrina a que se te despeje la cabeza. Estás hablando como un chico de teta.

Tjaden desaparece.

- Me gustaría saber una cosa - dice Alberto, - si hubiese estallado la guerra de haberse opuesto el Káiser.

- Estoy seguro - opino. - Dicen que él no la quiso.

- Bueno. El solo quizá era poco. Pero no hubiera venido la guerra si unos veinte o treinta hombres repartidos por el mundo hubiesen dicho que no.

- Claro - admito yo. - Pero esos son precisamente los que la han querido.

- Resulta cómico pensar - sigue Kropp - que estamos aquí para defender nuestro país. Porque también los franceses están ahí para defender el suyo. ¿Y quién tiene razón?

- Los dos, tal vez - digo yo sin fe.

- Está bien - dice Alberto, y veo que quiere meterme en un conflicto. - Pero nuestros periódicos, profesores y pastores dicen que sólo nosotros tenemos la razón, y espero que así sea. Seguramente los periódicos, profesores y pastores franceses dicen lo mismo... ¿Cómo entenderlo?

- No sé - digo. - Lo cierto es que hay guerra, y que cada vez se mezclan en ella más países.

Reaparece Tjaden. Aun está animoso, y de nuevo toma parte en la conversación. Ahora quiere saber cómo estalla una guerra.

- Generalmente ocurre porque un país ofende gravemente a otro - contesta Alberto con aire de superioridad.

Pero Tjaden finge no comprender.

- ¿Un país? No lo entiendo. Una montaña alemana no puede ofender a otra francesa. Ni un río, ni un bosque, ni un campo de cebada.

- Eres memo o lo aparentas - gruñe Kropp. Quiero decir que una nación ofende a otra.

- Entonces nada tengo yo que ver aquí - replica Tjaden. - Yo no me siento ofendido.

- ¿Es que quieres que te den explicaciones? - dice Alberto enfadado. - ¡En esto, tú no importas nada, so paleto!

- Pues con más derecho puedo irme a mi casa - insiste Tjaden, y todos nos reímos.

- Pero, hombre - grita Müller. - Se trata del pueblo en su totalidad; es decir, del Estado.

- Estado... Estado... - dice Tjaden con sorna. - Guardia civil. Policía. Contribuciones... Todo eso es vuestro Estado... Si tú tienes algo que ver con él... Muchas gracias.

- Conformes - dice Kat. - Por primera vez has dicho algo razonable, Tjaden. Entre el suelo que se ama y el Estado hay, efectivamente, una diferencia.

- Pero deben estar juntos - piensa Kropp. - No hay tierra nativa sin su Estado.

- Cierto; pero piensa que casi todos somos gente sencilla. Y en Francia casi todos los hombres son también otros, artesanos, pequeños empleados. Y ¿por qué habría de atacarnos un cerrajero o un zapatero francés? No. Son los Gobiernos. Yo nunca vi a un francés antes de venir aquí. A la mayoría de los franceses les ocurrirá lo mismo con nosotros. Han contado con ellos como con nosotros: nada nos preguntaron.

- Entonces, ¿por qué hay guerra? pregunta Tjaden.

Kat se encoge de hombros.

- Debe de haber gente que saca provecho de la guerra.

- ¡Yo no!- dice burlón, Tjaden.

- Ni tú ni nadie de nosotros.

- ¿Quién, entonces? - insiste Tjaden. - El Káiser tampoco saca partido. El ya tiene todo lo que necesita.

- No digas eso - contesta Kat. - Hasta ahora no tuvo ninguna guerra. Y a cada emperador de alguna importancia le hace falta por lo menos una guerra. Si no, no se hace célebre. Míralo en tus textos de colegio.

- También los generales se hacen así célebres - dice Detering.

- Más célebres aún que los emperadores - confirma Kat.

- De seguro hay gente encubierta que quiere hacerse rica con la guerra - gruñe Detering.

- Creo que más bien es una especie de fiebre... - dice Alberto. - Nadie la quiere de veras, y de repente se presenta. Nosotros no quisimos la guerra. Los otros dicen lo mismo.

Y a pesar de todo, medio mundo está enfrascado en la lucha.

- Pero al otro lado se miente más que entre nosotros replico. - Recordad, si no, aquellas hojas que llevaban los prisioneros en las que se decía que nosotros nos comíamos los niños belgas. A los malditos que escriben eso se les debería ahorcar. Esos son los verdaderos culpables.

Müller se levanta.

- En todo caso mejor es que la guerra esté aquí que en Alemania. Mirad esos campos: devastados.

- Tienes razón - confiesa el mismo Tjaden; pero sería mejor que no la hubiera ni aquí ni allí.

Se va orgulloso, creyendo que por esta vez nos ha dejado achicados a nosotros, soldados de cuota. Su opinión es realmente característica, y siempre, siempre se tropieza con ella. Y no es posible argüir nada en contra, porque quien tiene opiniones así, ignora nociones de otras muchas cosas y causas. El sentimiento nacional de simple soldado consiste únicamente en hallarse aquí. Y se acabó. Lo demás lo juzga desde un punto de vista práctico, desde el suyo personal.

Alberto se tumba, molesto, sobre la hierba.

- Lo mejor es no hablar más de estos líos.

- ¡De todos modos no ha de cambiar! - asiente Kat.

Y además de esto, hay que devolver casi todas las prendas que nos dieron hace poco. Lo bueno sólo era para la parada.

* * *

En vez de ir a Rusia, volvemos al frente. Durante la marcha cruzamos por un bosque miserable, de troncos desgajados y suelo removido. En algunos puntos se abren tremendos agujeros. Digo a Kat:

- ¡Demonio! Aquí cayeron buenas piezas.

- Lanzaminas - me contesta, y me señala hacía arriba.

Hay cadáveres colgados en los árboles. Un soldado está sentado en el cruce de dos ramas. Conserva el casco en la cabeza, y todo el resto va desnudo. Es decir, su mitad, el tronco, porque le faltan las piernas.

- ¿Qué ha pasado aquí? - pregunto.

- Pues que a ése lo han desenfundado - gruñe Tjaden.

- Es raro - interviene Kat. - Lo hemos visto ya algunas veces Si viene atizando una de esas minas, le saca a uno realmente de su traje. Es la presión del aire.

Sigo buscando. Así es, en efecto. Allí cuelgan uniformes vacíos En otro punto hay pegada una masa sanguinolenta, que antes fue un ser humano. Vemos un cuerpo que por todo traje lleva un trozo de calzoncillo en una pierna y el cuello de la guerrera. Por lo demás, está en cueros. El uniforme está esparcido por el árbol. Le faltan los dos brazos, como si se los hubieran amputado con todo esmero. Uno de ellos está a veinte pasos más allá, en los arbustos.

El cadáver está boca abajo. En las brechas que dejaron los brazos arrancados hay tierra negra empapada en sangre. Bajo los pies tiene removidas las hojas, como si hubiese pataleado.

- Linda broma pesada, Kat - digo.

- También lo es un casco de granada en el vientre dice Kat, encogiéndose de hombros.

- No ponerse sentimentales - opina Tjaden.

Esto debe ser reciente. Aun está fresca la sangre. Como vemos que todos son cadáveres no nos detenemos; daremos cuenta en la primera ambulancia. En fin de cuentas, no es nuestro deber aliviar la faena de esas bestias de carga, los camilleros.

* * *

Debe salir una patrulla para averiguar cómo están ocupadas ahora las posiciones enemigas. Mi licencia me coloca frente a mis camaradas en una situación difícil, y me presento voluntario. Trazamos un plan. Nos arrastramos por las alambradas, y luego nos separamos para seguir cada uno por su ruta. Poco después tropiezo con un embudo poco profundo, en el que me introduzco despacio. Observo desde aquí.

Fuego no muy nutrido de ametralladoras. El terreno es todo él zona batida. No muy denso el fuego; pero lo suficiente para no asomar mucho la cabeza.

Se abre un cohete luminoso. Un suelo yerto bajo la luz pálida. Sobre él se derrumba luego una oscuridad más profunda. Dijeron en la trinchera que había negros ante nosotros. Es desagradable. Se ven con dificultad. Además, son muy hábiles patrullando. En cambio, en otras cosas son muy torpes. Lo mismo Kat que Alberto han matado a tiros una patrulla negra. En su avidez por los pitillos, los negros iban fumando en la marcha. Kat y Alberto no tenían que hacer sino apuntar a los puntitos rojos de los pitillos. Junto a mí penetra en el suelo, silbando, una pequeña granada No la había oído venir y me da un gran susto. Aquí estoy solo, y sin ayuda, en la oscuridad. Quizá ya me atisban desde otro embudo unos ojos; quizá ya hay preparada una granada de mano para destrozarme. Intento recobrar alientos. No es mi primera patrulla, y ni siquiera muy peligrosa. Pero es la primera después de mi permiso Además, no conozco mucho el terreno.

Pienso que acaso mis temores sean infundados. Que seguramente nadie me acecha en las sombras; porque, de otro modo, los proyectiles no vendrían tan a ras del suelo.

En vano. Me danza en los sesos un tropel de imágenes. La voz de mi madre, que me aconseja cautela; los rusos con sus barbas flotantes al viento, que se arriman a la alambrada; una visión clara, bella, de una cantina con butacas; de un cinema en Valenciennes... La visión de la boca gris, implacable, de un fusil, me atormenta, me tortura; persigue, silencioso, mis movimientos cuando apenas intento alzar la cabeza. Un sudor copioso brota de todos mis poros.

Continúo en mi agujero. Miro el reloj: sólo han pasado unos minutos. Está mojada mi frente, húmedas las cuencas de mis ojos. Me tiemblan las manos, respiro con fatiga, silenciosamente. Sólo se trata de un terrible ataque de pánico. De un miedo vergonzoso de levantar la cabeza, de seguir rastreando más lejos.

Mis nervios se relajan poco a poco en el deseo de seguir tumbado aquí. Están mis miembros pegados a la tierra; hago un esfuerzo vano... No quieren despegarse. Me aprieto contra el suelo; no puedo avanzar; resuelvo quedarme, aquí.

Pero al momento me invade una nueva onda. Onda de rubor, de contrición, de entereza también. Me yergo para atisbar. Me queman los ojos; tan fijos están en la sombra. Un cohete luminoso asciende, y otra vez me escondo.

Sostengo una lucha loca, fantástica. ¡Quiero salir de la hondura, y de nuevo me agazapo en ella. Me digo:

- Es por tus camaradas; no por una orden tonta.

Pero enseguida añado:

- ¿Qué me importa? Sólo tengo una vida que perder.

Todo es hijo de la licencia - me disculpo amargado. - Pero yo mismo no lo creo. Me siento horriblemente laxo; me levanto un poco de codos; arrastro el cuerpo; me quedo tendido a medias al borde del embudo.

Escucho ahora ruidos... Me retiro de nuevo. A pesar de los disparos, se oyen muy bien murmullos sospechosos. Escucho atentamente. El ruido llega por mi espalda. Son soldados de los nuestros que pasan por la trinchera. Ahora se oyen unas voces susurradas. Por el tono, quizá sea Kat quien habla.

Me entra de repente un calor muy agradable. Estas voces, estas pocas voces susurradas a mi espalda, en la trinchera, me arrancan vigorosamente de la horrible soledad, del miedo a la muerte en que estaba sumergido. Esas voces son más que mi vida, son algo más que el amor de una madre, algo más que el miedo; son lo más fuerte, lo más protector que existe. Son las voces de mis camaradas.

Ya no soy un trocito de vida, tembloroso, solitario en la oscuridad. Les pertenezco, y ellos a mí. Todos, tenemos el mismo miedo, la misma vida. Estamos más juntos que dos amantes, de un modo grave, sencillo. Quisiera apretar mi cara en ellos, entre estas voces, en medio de esas pocas palabras que me han salvado, que me protegerán.

* * *

Cautelosamente me deslizo por los bordes, me arrastro hacía adelante. Avanzo a gatas, lentamente. Todo va bien. Para orientarme miro atrás, para retener en la memoria cómo se ven los fogonazos de los cañones para hallar el camino de vuelta. Luego intento buscar el contacto con el resto de la patrulla.

Sigo teniendo miedo; pero es un miedo razonable: es una precaución extremadamente desarrollada. La noche es ventosa. Cruzan sombras de un lado a otro, a la claridad de los fogonazos. Así se ve demasiado, y con todo, demasiado poco. Muchas veces quedo inmóvil; pero no ocurre nada. Así llego hasta muy lejos y regreso trazando un semicírculo. No encontré a los otros.

Cada metro que me aproximo a nuestra trinchera me aumenta la tranquilidad. Verdad es que también da más prisa por llegar. Tendría muy poca gracia que me atrapasen ahora.

Otro susto. No me oriento bien. Me siento en un embudo para hallar la dirección. Algunas veces ya ocurrió que alguien saltase dentro de una trinchera, alegremente, creyendo ser la suya y ser la de los otros.

De nuevo aguzo la atención. No estoy en el camino. Con tantísimos embudos, me parece imposible orientarme. Es tal mi emoción, que ya no sé adónde dirigirme. Quizá me arrastro paralelamente a las trincheras; eso sería no acabar nunca. Hago, por tanto, un nuevo giro.

¡Malditos cohetes! Parece que arden una hora entera. No se puede entonces hacer ningún movimiento, sin que silben proyectiles buscándole a uno el bulto.

Pero no hay otro remedio; hay que resolverse. Sigo haciendo pausas. Avanzo como un cangrejo; hiriéndome las manos en casquillos de granada puntiagudos, afilados como navajas de afeitar. Tengo a veces la impresión de que el horizonte se tiñe de un poco de luz; pero en esto puedo equivocarme. Poco a poco, advierto que estoy reptando para salvarme la vida.

Estalla una granada. Al momento otra. Dos, después. Ya está aquí. ¡Un ataque! Tableteo de ametralladoras. Por lo pronto sólo hay un recurso: quedarme quieto. Parece que los otros intentan un avance. Por todas partes, claridad de cohetes. Sin cesar.

Estoy tendido en un embudo enorme y de gran profundidad. Me acurruco. Tengo hundidas las piernas en agua hasta el vientre. Si comienzan a avanzar, me meteré en el fango todo lo que pueda, sin ahogarme, con la cara a flor de agua. Tendré que fingirme muerto.

De repente oigo retroceder el fuego. Las granadas estallan más allá de nuestras primeras líneas. Enseguida me deslizo más abajo, en el agua espesa, el casco en la nuca, con la boca levantada lo preciso para seguir respirando.

Me quedo inmóvil, porque suenan cerca ruidos metálicos. Pasos, más pasos que se aproximan. Todos mis nervios, como al contacto del hielo, se contraen. Pasan los ruidos sobre mí. Pasa la primera fila de asaltantes. Me acomete esta idea desesperada: ¿Qué hacer si alguien salta a este embudo? Rápidamente saco un puñalito: lo aprieto fuertemente; lo oculto, sin soltarlo, en el fango. Apuñalaré al que caiga aquí dentro. Esta idea, me acribilla los sesos; rajarle en seguida la garganta para que no grite; no hay otro recurso. Estará tan lleno de pánico como yo.

De puro temor caerá uno sobre otro, y entonces yo tengo que quedar encima.

Ahora disparan nuestras baterías. Caen muy cerca las granadas. Esto me irrita hasta lo sumo. ¡Sólo me faltaba ya que me maten nuestros propios cañones! Blasfemo, rechinan mis dientes en el barro. Sufro una terrible conmoción. Termino por gemir, por suspirar. Retumban en mis oídos las detonaciones. Si los nuestros inician un contraataque, estoy salvado. Aprieto la cabeza contra la tierra y oigo un sordo tronar como de explosiones lejanas de barrenos. Después alzo la cabeza para percibir mejor el estruendo de arriba.

Tecleo de ametralladoras. Sé que nuestras alambradas siguen resistentes, casi intactas. Y una parte está cargada de corriente de alta tensión. Aumenta el fuego de fusiles. No pasan; tendrán que volver.

Me agacho de nuevo, en extrema tensión. Se oye el andar, el arrastrarse, el rechinar metálico. Un grito suelto, agudo. Están bajo un nutrido fuego. Los nuestros rechazaron el ataque.

* * *

Algo más de claridad. Oigo pasos muy cercanos; los primeros. Pasaron ya. Otros. Prosigue, interminable, el tableteo de las ametralladoras. Y precisamente cuando quiero moverme un poco, siento un fuerte ruido, y pesadamente, ¡chas!, un cuerpo cae en mi embudo. Se desliza más hacia abajo; está ya sobre mí.

No pienso en nada, no decido nada... Doy rabiosamente puñaladas; siento cómo se estremece el cuerpo, cómo se relaja, cómo se hace un ovillo. Tengo pegajosa, mojada, la mano cuando recobro el pleno sentido.

El otro resuella ronco. Parece un bramido su alentar. Como un grito, como un trueno. Pero es mi pulso el que late con tal fuerza. Quiero taparle la boca, llenársela de tierra, coserlo a puñaladas. Para que se calle, para que no me delate... Pero ya pienso con más claridad; y estoy al mismo tiempo tan débil, que no puedo alzar contra él mi mano.

Me aprieto en el rincón más distante y allí me quedo, con los ojos fijos en él, sin soltar el cuchillo, preparado para atacarle de nuevo si se alzara contra mí. Pero ya no podrá hacer nada de esto. Lo noto por sus estertores.

Lo veo casi borrado. Sólo tengo un deseo: poder marcharme. Si no puedo hacerlo pronto, avanzará el día. Ahora, es ya muy difícil. Cuando intento alzar la cabeza me doy cuenta de la imposibilidad. Es tan cerrado el fuego de las ametralladoras, que quedaría acribillado antes de dar un brinco.

Lo pruebo con el casco. Lo levanto para darme cuenta de la altura a que pasan las balas. Un momento después me lo arranca de la mano, un proyectil. El fuego pasa, rasante con el suelo. No estoy lo suficientemente lejos de las otras posiciones para no ser alcanzado al punto por los tiradores especiales al querer huir.

Crece la luz del día. Aguardo, consumido de impaciencia, un ataque de los nuestros. Están blancas mis manos, en las articulaciones, de tanto apretarlas suplicando que cese el fuego, que vengan mis camaradas.

Transcurre lentísimo cada minuto. No me atrevo. ni a mirar al negro bulto agazapado. Me esfuerzo por mirar hacia otra parte, y espero, espero. Silban los proyectiles, tejen una red de acero. No cesan, no se rompe la red.

Veo ahora mi mano ensangrentada y siento un repentino mareo. Tomo un puñado de barro y lo desmenuzo sobre mi piel. La mano queda sucia: pero no veo la sangre.

No amengua el fuego. Por ambos frentes sigue con igual ímpetu. Seguramente me dan ya por perdido los nuestros.

* * *

Un día claro, gris al amanecer. Sigue el estertor. Me tapo los oídos; pero me separo enseguida los dedos, porque entonces no puedo percibir los demás ruidos.

Se remueve el bulto. Me asusto, miro hacia allí sin querer. Y allí se me quedan pegados los ojos. Yace un hombre que lleva un bigotito, caída hacia un costado la cabeza, con un brazo medio encogido, con la cabeza inerte sobre el brazo. La otra mano, sobre el pecho, ensangrentada.

Ha muerto - me digo. - Debe de haber muerto. Nada siente ya. Lo que se queja ahí es sólo el cuerpo. Pero la cabeza intenta erguirse; son algo más fuertes los gemidos... De nuevo cae la frente sobre el brazo. Este hombre no ha muerto. Se está muriendo, pero aun vive. Me acerco a él pausadamente. Me detengo, apoyándome en las manos; me arrastro un poco más. Aguardo... Recorro un terrible camino de tres metros, un larguísimo camino, horrendo. Al fin estoy junto a él.

Abre ahora los ojos. Me habrá oído. Me mira con una expresión de espanto. El cuerpo queda inmóvil; pero hay en los ojos un afán tan grande de huir, que por un momento creo que van a tener fuerza bastante para arrastrar consigo el cuerpo, de un tirón, a centenares de kilómetros. El cuerpo inmóvil, quieto en absoluto. Silencioso. Cesaron los quejidos; pero los ojos gritan, aúllan. Se ha concentrado en ellos toda la vida. Todo en ellos es un esfuerzo sobrehumano para poder huir; una angustia espantosa ante la muerte que ve en mí.

Se me doblan los articulaciones, caigo de codos.

- ¡No, no! - digo en voz baja.

Estos ojos me siguen. Soy incapaz de movimiento alguno cuando me miran estos ojos.

Ahora, lentamente, se va desprendiendo la mano del pecho. Sólo un poco. Se mueve sólo unos centímetros; pero este movimiento destruye el poder de los ojos. Me inclino adelante. Digo que "no" con la cabeza y con la boca.

- ¡No, no, no!

Levanto la mano como jurando. Quiero demostrar que deseo ayudarlo. Le paso la mano por la frente.

Los ojos se le engarabitaban al verme acercar el brazo. Ya pierden su rigidez; los párpados se relajan; disminuye la tensión... Le desabrocho el cuello y le coloco más cómodamente la cabeza.

Tiene semiabierta la boca. Intenta decir algo, Sus labios están secos, y yo no traje mi cantimplora. Pero hay agua en el cieno, en el fondo del embudo. Bajo, saco el pañuelo, lo despliego, lo aprieto hacia abajo, y con las manos recojo el agua amarilla que se filtra dentro.

La bebe, traigo más. Después desabrocho su uniforme para vendarle, si es posible. De todos modos hay que hacerlo para que los de allá, si me cogen prisionero, al ver que he querido socorrerle, no me fusilen. El intenta impedirlo; pero su mano está demasiado débil. Lleva pegada la camisa; no se deja apartar a un lado; la lleva abrochada por detrás. No hay otro modo; hay que cortar.

Busco el cuchillo, lo encuentro. Pero cuando comienzo a cortarle la camisa se le abren de nuevo los ojos, y de nuevo hay en ellos un grito, una expresión de locura. Tengo que cerrárselos, que tapárselos, diciéndole:

- ¡Que quiero ayudarte, camarada!

Lo repito en francés muchas veces:

- ¡Camerade, camerade, camerade!

Tres puñaladas. Las cubro con mis paquetitos de vendas. Fluye por debajo la sangre. La comprimo fuertemente y entonces gime.

Es cuanto puedo hacer. Ahora a esperar.

* * *

¡Estas horas! Vuelve el estertor... ¡Qué lentamente muere un hombre! Porque éste no se salvará. Intento convencerme de lo contrario; pero a mediodía esta vana esperanza ha desaparecido bajo sus gemidos. Si conservase mi revólver - lo perdí reptando - , le mataría de un tiro. A puñaladas no puede ser.

A mediodía estoy como dormido en el confín del pensamiento. Siento un hambre atroz. Me dan ganas de llorar al sentir hambre en estos momentos. No puedo luchar con ella. Varias veces traigo agua al moribundo, y yo mismo la bebo.

Es el primer hombre a quien maté con mis manos, a quien puedo ver de cerca morir, cuya muerte es obra mía. Kat, Kropp y Müller también lo vieron. A muchos les sucede así, en la lucha cuerpo a cuerpo, constantemente. Pero todo eso es otra cosa.

Cada jadeo del moribundo me transe el corazón. El que muere aquí tiene a mano las horas: cuchillos invisibles con que me hiere. Las horas, mis pensamientos.

¡Cuánto daría por poderte conservar la vida! ¡Qué espantoso es estar aquí tendido, verle, oírle!

A las tres de la tarde muere.

Respiro. Sólo por poco tiempo. El silencio me parece más insoportable que los gemidos. Preferiría que volviesen los estertores. Bruscos, roncos... O leves, silbantes... Y otra vez roncos, bruscos.

Es todo inútil; pero necesito alguna preocupación. Coloco el muerto en otra postura para que esté más cómodo, aunque ya no siento nada. Le cierro los ojos. Son castaños. Su pelo es negro; por las sienes algo rizado. Su boca gruesa, blanda, bajo el bigote. La nariz, casi aguileña. La piel, morena, ahora no tan descolorida como antes de morir. Durante unos momentos parece su cara la de un hombre sano. Rápidamente se transforma en una de esas caras extrañas de cadáveres que he visto tantas veces, que se parecen mucho.

De seguro, su mujer está pensando en él. Ignora lo ocurrido. Tiene cara de haberle escrito muchas veces. Aún estaría recibiendo correo de él. Mañana, esta semana. Quizá dentro de un mes, si se pierde alguna carta. La leerá. El hablará por medio de la carta.

Empeora mi estado. No puedo frenar mi pensamiento. ¿Cómo sería esa mujer? ¿Acaso sería como aquella morena, cimbreña, del otro lado del canal? ¿No me pertenece ya? ¿No es ya mía por todo esto? ¡Si estuviese conmigo Kantorek! ¡Si mi madre me viese así!... Seguramente el difunto podría haber vivido treinta años más, si yo hubiera podido retener bien en la memoria el camino de vuelta. O si él hubiese ladeado dos metros más a la izquierda... Ahora estaría en su trinchera. Escribiría otra carta a su mujer.

No puede esto seguir así, porque esto es el destino... ¡Si Kemmerich hubiera tenido su pierna diez centímetros más a la derecha!... Si Haie se hubiese inclinado cinco centímetros más bajo!...

* * *

Se prolonga el silencio. Hablo, tengo que hablar. Me dirijo al cadáver y le, digo:

- Camarada, yo no quería matarte. Si otra vez saltases aquí dentro yo no lo haría, siempre que tú fueses razonable... Pero antes sólo fuiste para mi un concepto, una de esas combinaciones de ideas que bullen en mi cabeza... Eso me hizo decidirme. Apuñalé a una idea... Ahora comprendo que eres un hombre como yo. Pensé entonces en tus granadas de mano, en tu bayoneta, en tu fusil... Ahora veo a tu mujer, veo tu casa, veo lo que tenemos de común. ¡Perdóname, camarada! Siempre vemos esto demasiado tarde. Porque no nos repiten siempre que vosotros sois unos desdichados como nosotros, que vuestras madres viven en la misma angustia que las nuestras; que tenemos el mismo miedo a morir, la misma muerte, el mismo dolor... ¡Perdón, camarada! ¿Por qué pudiste ser mi enemigo? Si arrojásemos estas armas, este uniforme, podrías ser lo mismo que Kat, lo mismo que Alberto: un hermano. ¡Quítame veinte años, camarada! ¡Levántate; quítame más! Porque aun no sé qué debo hacer con mi vida,

Quietud. El frente está tranquilo, excepto las descargas de fusilería. Vuelan, apretadas, las balas. No se dispara al azar. De ambos frentes se apunta bien. No puedo salir de aquí.

- Escribiré a tu mujer - digo, precipitado, al cadáver - . Le escribiré. Lo sabrá por mí. Todo se lo diré, lo mismo que a tí. No debe sufrir. Quiero socorrerla. Y a tus padres. Y a tu hijo...

Su uniforme está aún medio desabrochado. Es fácil encontrar la cartera; pero vacilo en abrirla. En ella está la libreta con su nombre... No sabiendo ese nombre, quizá podré olvidar esto, el tiempo borrará su imagen. Pero su nombre es un clavo que se hincaría en mí, que no podría ya arrancarme. Un nombre tiene el poder de presentarlo todo de nuevo, de resucitarlo, de poderlo hacer surgir delante de mí.

Vacilo con la cartera en la mano. Se me cae, se abre. Retratos, cartas, se esparcen. Los recojo, quiero encerrarlos otra vez; pero la inquietud que me oprime, este azar, el hambre, el peligro, estas horas junto al cadáver, me desesperan; quiero precipitar la ruina, aumentar la tortura, terminar, como se da un golpe contra un árbol, con una mano que duele insoportablemente, sin pensar qué ocurrirá más tarde.

Retratos de una mujer, de una niña de poca edad. Pequeñas fotografías de aficionado; por fondo, un muro de hiedra. Con ellas, una carta. Las cojo, intento leerlas. Apenas entiendo nada. Se leen con dificultad, y yo sé poco francés. Pero cada palabra que traduzco se me hinca en el pecho, como una bala. Como una puñalada.

Mi cabeza acaba por entrar en la plena locura. Pero advierto que nunca podré escribir a esas gentes, como antes pensé escribirles. Imposible. Miro las fotos otra vez. No es gente rica. Podría enviarles, anónimamente, dinero cuando llegue más tarde a ganarlo. Me aferro a esto; es un menudo asidero. Este cadáver está ligado a mi vida; por eso hay que hacerlo todo, prometerlo todo para salvarme. Ciegamente pronuncio el juramento de que quiero vivir sólo para él, para su familia. Le hablo con los labios húmedos... Dentro de mí alienta la esperanza de que acaso con este pequeño ardid pueda rescatarme, salir de este trance con vida; de que más tarde ya se verá lo qué puede hacerse... Por eso abro la libreta y leo despacio:

- Gerardo Duval, tipógrafo.

Apunto las señas en un sobre con el lápiz del muerto. Y meto rápidamente en su guerrera.

Maté al tipógrafo Gerardo Duval. Tendré que hacerme tipógrafo - pienso confusamente - . Hacerme tipógrafo, tipógrafo.

* * *

Por la tarde recupero la calma. No era justificado tanto miedo. Pasa la obsesión del nombre. Hablo con el cadáver, pero serenamente:

- Camarada: hoy tú, mañana yo. Pero si salgo de esto con vida, yo lucharé contra todo lo que nos destrozó a los dos. A tí te arrancó la vida... ¿Y a mí? También la vida. Yo te lo prometo, camarada. "¡Esto no puede volver a ocurrir jamás!"

El sol ya nos hiere oblicuamente. Estoy obnubilado por el cansancio y por el hambre. El ayer es para mí como una bruma: no espero ya poder salir de aquí. Estoy embobado. Ni siquiera me doy cuenta de que ha de llegar la noche. Se acerca el crepúsculo. Ahora creo que viene de prisa. Una hora más. Si fuese verano, tres horas más. Una hora todavía.

Comienzo de repente a temblar, pensando que aun puede ocurrirme algo. No pienso ya en el cadáver. Me es indiferente. De golpe se yergue dentro de mí un apetito de vivir; todo lo que me había propuesto se hunde ante este anhelo. Ya sólo para conjurar una posible desgracia, parloteo mecánicamente:

- Todo, todo lo cumpliré. Todo lo prometido.

Súbitamente recuerdo a mis propios camaradas; quizá disparen contra mí cuando repte cerca de ellos. Llamaré tan pronto pueda para que oigan mi voz. Me estaré el tiempo preciso ante la trinchera hasta que me contesten.

La primera estrella. Calma en los frentes. Espero, por precaución, hasta que suban los primeros cohetes. Luego me arrastro fuera del embudo. He olvidado el cadáver. Ante mí surge la noche; el campo, débilmente iluminado. Diviso un agujero a tiempo que se apaga la luz; salto rápidamente a él. Sigo a tientas, cojo el próximo, me agacho, sigo de prisa cauteloso.

Me acerco. Veo ahora, a la luz de un cohete, que algo se agita en las alambradas, se queda inmóvil. Me detengo. A la vez siguiente vuelvo a verlo con más certeza: serán camaradas de nuestra trinchera. Pero sigo con cautela, hasta reconocer nuestros cascos. Entonces doy un grito.

Y enseguida se oye, como respuesta, mi nombre:

- ¡Pablo! ¡Pablo!

Llamo de nuevo. Son Kat y Alberto, que salieron con una pieza de tienda de campaña para buscarme.

- ¿Estás herido?

- ¡No, no!

Nos deslizamos en la fosa. Pido de comer y lo devoro. Müller me da un pitillo. En pocas palabras refiero cómo me perdí. No es nada extraordinario. Ha pasado muchas veces. Sólo el ataque nocturno no ofrece interés. - Pero Kat - una vez en Rusia - se estuvo dos días detrás de la línea rusa sin poder regresar.

Del tipógrafo muerto, nada digo.

Pero a la mañana siguiente no puedo resistir más; tengo que contarlo a Kat y a Alberto. Los dos me tranquilizan.

- Nada puedes contra eso. ¿Qué ibas a hacer? Para eso estás aquí.

Les oigo, con la sensación de estar seguro, consolado por su presencia. ¡Qué necedades habrá delirado en el embudo!

- Mira hacia allí - dice Kat.

En los parapetos hay algunos tiradores especiales. Hay ante ellos fusiles, telémetros. Acechan el sector frontero. De tiempo en tiempo se oye una detonación.

Oímos estas exclamaciones:

- ¡Blanco!

- ¿Has visto que salto ha dado?

El sargento Oellrich se vuelve, muy orgulloso, y se apunta un impacto. Es el primero, en la lista de hoy, con tres blancos indudables. Se los apunta.

- ¿Qué dices de esto? - pregunta Kat.

Inclino la cabeza. -

- Si sigue así, esta noche lucirá en su ojal un pajarito coloreado más - opina Kropp,

- O será enseguida sargento mayor - añade Kat.

Nos miramos.

- Yo no lo haría - digo.

- Y, sin embargo - dice Kat - , está bien que lo veas ahora precisamente.

El sargento Oellrich se instala otra vez en el parapeto. La boca de su fusil se mueve de un lado para otro.

- Ya ves que no hace falta hablar una palabra más - dice Alberto meneando la cabeza - . Date cuenta.

Yo mismo no me explico ahora lo que pasó en mí. Y digo finalmente:

- Fue sólo porque tuve que estarme tanto tiempo con él.

Al fin y al cabo la guerra es la guerra.

El fusil de Oellrich da un estampido breve y seco.