Desobedientes

(Por el Comandante Manuel Prado)

Este era el nombre de un fortín construído en la línea que unía a Trenque Lauquen con Ancaló. Era, como todos los demás, un reducto levantado en medio de la pampa, un montón de tierra circundado por un foso. En la cumbre del montón, dos ranchos de carrizo o cortadera, dos nidos de gato pajero para un oficial y seis soldados.

Desobedientes

¿Para qué más?

Los defensores de la patria, los apóstoles de la civilización –como eran llamados en documentos oficiales los guardadores de la frontera– ¿no tenían bastante con aquello?

Si el proveedor había podido reunir hacienda, no faltaba la ración en el fortín; si no... era lo mismo. El soldado de entonces no se ahogaba en un pie de agua –como dicen los viejos de ahora–.

En el campo había avestruces, las gamas no escaseaban; y el perro, compañero abnegado del milico, no dejaría a su dueño sin comer. Si los patrios no daban para bolear un bicho de importancia, ¡qué diablo!, el piche y la perdiz se agarraban sin caballo y para ellos sobra el perro.

Y así se vivía.

El gobierno no se apuraba por dos cosas: por pagar al ejército y vestir la tropa.

En cambio, las correrías detrás del bárbaro, las guardias, el trabajo del pisadero, la siembra, la edificación del pueblo, todo eso llovía sobre aquellos hombres que en vano se les quiere buscar rivales en la leyenda o en la fábula.

El esclavo antiguo ha sido muchas veces mencionado para equipararlo en su vida a las penurias de nuestras tropas; pero quien tal comparación pretende olvida que no hay mérito alguno ni virtud apreciable en el sacrificio del hombre que vive con el dogal al cuello, porque entiende que ese estado es condición de su propia naturaleza.

El soldado nuestro sabía que no era esclavo, sabía que le bastaba un buen caballo para romper las cadenas que lo ataban al servicio, y sin embargo, allá estaba obediente, sumiso, humilde hasta el extremo de que se le creería un ser desprovisto de la facultad de sentir; si no tuviera a cada instante la ocasión de mostrar en la pelea que era el mismo que en Maipo y Chacabuco, en Ituzaingó y en el Paraguay había asombrado al mundo con su bravura.

Hoy se pretende que, antes, la disciplina militar debió ser rígida hasta la crueldad para dominar aquella tropa, y no se tiene en cuenta que, si bien esta afirmación podía ser razonable en el campamento, fuera de él en los fortines, en el campo a cincuenta leguas de las estacas, lejos del consejo de guerra y del banquillo, ¡la obediencia era la misma, la abnegación era la misma y el sacrificio el mismo!

Tal vez sin el indio a una jornada de distancia y sin la patria en peligro, el soldado se rebelara contra la brutal disciplina de los azotes; pero cuando hay que salvar el honor de la bandera, cuando se juega la suerte de la nación, el gaucho, el criollo, no siente injusticias ni repara en abusos. Por encima de todo está su tierra, y mientras haya que defenderla no deserta ni murmura.

Nosotros hemos oído una vez a un soldado Paiva exclamar al ser sacado de las estacas: "No me deserto esta noche porque quiero encontrarme en la pelea de mañana". Al día siguiente el teniente Alba –hoy segundo jefe del 2 de Caballería– rechazaba una invasión que intentó pasar la zanja, y cuando después del combate preguntó por Paiva, para felicitarle por la bravura que le viera desplegar, el soldado no estaba.

Al propio tiempo que el último indio se perdía en el desierto, salvándose en el magnífico caballo que montaba, él, el soldado Paiva, volvía bridas y dejaba el regimiento que no quiso abandonar sin cumplir con su deber de bueno.

El año 80 fue aprehendido en Goya, y al preguntarle las causas que lo obligaron a desertar, respondió con verdadero candor: "¿No se acuerda aquella estaqueadura que me dieron porque se creyó que estaba durmiendo de centinela? ¡Pues bueno! Por eso juré desertarme, y si no lo hice la misma noche fue porque había orden de marchar al otro día a pelear una invasión. Después que cumpli, me vine".

¿Es necesario decir que fue indultado?

El comandante Germán Sosa –jefe entonces del cuerpo tenía no sólo el corazón de un héroe, sino que también el sentimiento de un niño.

Paiva fue perdonado; y un año después obtuvo su cédula de baja.

2

Pero Paiva no era una excepción en aquellos tiempos. Como él se conducían todos o casi todos.

Podrán buscarse las causas de aquella abnegación donde se quiera, pero nosotros las hallamos en el ejemplo que daba el superior.

Ahora, cuando las fronteras han desaparecido, cuando el nombre del indio es más bien motivo de curiosidad que de otra cosa, ¿quién se acuerda de lo que pasaba en el ejército veinte años atrás?

Hace tiempo oíamos hablar, en cierta reunión, del general Mansilla. Se trataba de su figura política, de su vastísima ilustración, de su carácter, de su temperamento y de sus servicios militares.

Querían buscar al soldado en el fondo de un discurso o de un artículo de periódico, sin acertar con el sitio donde lo hemos hallado nosotros en toda su originalidad.

El general Mansilla, diputado, escritor, hombre de mundo, puede ser de primera fila en una sociedad como ésta de la capital pero su condición, su espiritualidad, su figura más o menos apuesta y bizarra, no valdría gran cosa en el espíritu de aquella tropa que hacía prodigios en la frontera.

Es preciso seguirlo en su excursión a los ranqueles; es preciso leer el relato que hace de ella a los soldados en el fogón, para oírlos exclamar:

¡Ese general!

Sin esta exclamación previa, sin el convencimiento individual arraigado en el espíritu del soldado de que su jefe u oficial vale más que él, como guapo, como gaucho y como audaz en el peligro, no hubiera habido guerra posible con el indio, hecha al menos como se hizo, uno contra diez y oponiendo, a veces el facón a la tacuara y a la bola.

Así, pues, cuando se quiera hallar la razón moral de aquel heroísmo que llena la historia de nuestros cuerpos, en el servicio de frontera, no se la busque en la ordenanza ni en la ley escrita.

Del valor del jefe dedúzcase la conducta del soldado, asi como de la causa se deduce ei efecto; y si acaso añádase, para aumentar factores, en el haber de nuestro paisano el amor entrañable que profesa a ésta su tierra, donde más ha sido paria que hombre libre, y donde gracias si encuentra, para morirse, un hoyo en la pampa o una cueva en la montaña.

3

En la orden general, de tiempo en tiempo, se recomendaba especialmente a la tropa de guarnición en los fortines, no salir al campo –ni aún a distancias cortas– desarmados.

Se aplicaban severas penas a los infractores; caían en las celadas, tendidas por el indio con rara habilidad, los desobedientes; pero ni el castigo ni el peligro corregían al fortinero, cuya confianza se cifraba más que en la molesta carabina, en el temple del caronero.

Cuando se perseguía o se avistaba al enemigo, cuando se trataba de una comisión, santo y bueno que se llevaran armas de fuego; pero para ir allí nomás, detrás de la loma que se ve desde el fortín, a bolear la gama o el avestruz que se descubre, ¿para qué tanto aspaviento?

La boleadora para dar caza al animal, el facón para carnearlo y ¿qué más?

En vano se citaban desgracias y se contaban sorpresas por decenas. Ninguno escarmentaba.

El indio conocía este flaco de su adversario y lo explotaba con éxito y frecuencia.

Si fuéramos a dar aquí la lista de los soldados muertos por exceso de confianza y de bravura, llenaríamos un libro.

Cada fortín de la pampa tiene su historia de sangre; y el labrador, al romper con el arado aquella tierra, ignora que va removiendo las cenizas de una generación que conquistó el desierto. Cuando se libró al servicio público la linea férrea que va hasta Trenque Lauquen, la mayoría de los invitados a la fiesta inaugural cruzaban la pampa sin un recuerdo, sin una idea que les hiciera pensar en otra cosa que en el centro agrícola o la colonia que podrían adquirir.

Aquellos médanos de "Timote", la laguna "Cururú"" el monte "Salinas", no despertaban otra sensación que la del paisaje. A un lado de la vía, en la cumbre de una loma, se podían contar hasta seis cruces de madera que el tiempo y las borrascas respetaron cual si los elementos hubieran querido permitir al hombre que rindiera justicia al heroísmo.

Aquellas cruces que en ninguno de los viajeros llamaron la atención, hace quince años que fueron colocadas para indicar la tumba donde duerme el sueño de la gloria la guarnición del fortín "Desobedientes".

4

Era el año 1876.

El sargento Jacinto Velázquez, al mando de cinco soldados, se hallaba destacado en el fortín "Chañares". Entre las instrucciones que recibiera –y que no le era permitido alterar– figuraba la de no autorizar a individuo alguno que saliera al campo sin sus armas.

Partidas de indios que se internaban hasta el corazón de la provincia de Buenos Aires, cruzaban de continuo aquel lugar, y si bien el Jefe de la División no escatimaba vidas para impedir aquellas irrupciones, no por eso permitía el sacrificio estéril.

Si llegaba la circunstancia de caer en lucha desigual, por defender el puesto y el número del regimiento no había más remedio que resignarse; pero perder un solo hombre, por descuido, por temeridad, por lujo de heroísmo, era cosa que jamás le consolaba.

Hacía ya tiempo que se venía anunciando una invasión, y los chasques iban y volvían del campamento a los fortines recomendando vigilancia y sobre todo prevención.

Quiso prohibirse la corrida de avestruces, a fin de evitar que la tropa se distrajera en el campo, pero cuadró la casualidad que faltaron las raciones al proveedor y entonces hubo que ceder a la necesidad y permitir que las guarniciones de cada fortín se procuraran como pudiesen el alimento.

El último charque de una gama boleada la víspera se doraba al fuego en la cocina del fortín Chañares, cuando el centinela del mangrullo anunció que a diez cuadras de allí se descubría una cuadrilla de avestruces.

Oír esto y hallarse a caballo la guarnición entera fue obra de un segundo.

Estaba tan cerca la cuadrilla tan hermosa la mañana, tan livianos, a la par que fuertes los caballos, que nadie pensó en sacar del rancho su armamento.

Sobre todo, ¿para qué haría falta?

¿Qué podía pasarles a la vista del fortín cuando se descubría la pampa en una extensión, despejada y desierta?

El sargento Velázquez y sus cuatro compañeros se abrieron, formando cerco, a fin de rodear a los avestruces y cazar el mayor número.

La embestida fue feliz; dos machos gordos, corpulentos como guanacos, rodaron por tierra enredados en la soga de las boleadoras.

La corrida continuó, dejando los animales muertos al cuidado del vigía que venía a buscarlos.

Los avestruces, sorprendidos en el primer momento, huyeron con rapidez indecible, azuzados en la carrera por los gritos de sus cazadores, encarnizados ya detrás de presa tan valiosa.

Tres avestruces habían caído cuando el sargento Velázquez se detuvo y llamó a los soldados que le seguían.

En el entusiasmo de la caza habíanse alejado del fortín, cuya silueta apenas se distinguía como un montoncillo de césped en la llanura.

Arregláronse las cinchas, dejóse resollar a los caballos y un momento después cinco hombres llenos de vida y de contento volvían con provisiones para una semana y con un capitalito para los vicios.

La caza de aquel momento, además de la carne, les proporcionaría cuatro libritas de pluma que el pulpero permutaría por los vicios de una quincena.

Hallábanse a doscientas varas del fortín nuestros soldados, sin observar novedad que los alterase, cuando de pronto el caballo del sargento se tendió sobre un flanco, derechas las orejas y fija la vista en un bulto que yacía tendido entre una mata de cortaderas.

Miró el jinete hacia aquel lado, y no pudo evitar un movimiento de horror al ver destrozado el cuerpo del soldado que dejaron de vigía. El infeliz estaba horriblemente degollado, desnudo, cubierto el pecho de agujeros que manaban sangre aún.

Los soldados que venían algo atrás, al notar el movimiento del sargento corrieron a su lado, y antes de que pudieran ni siquiera mirarse vieron salir del fortín una turba de salvajes dando alaridos horribles. No había que reflexionar.

Las armas de fuego estaban alli, en poder de los bárbaros, y el número de éstos no dejaba siquiera la esperanza de salvar la vida defendiéndola con brío.

¿Cómo habían llegado los indios al fortín en los breves instantes que faltó de él su guarnición?

¡Quién sabe!

Pero a diez o doce cuadras del foso había un cañadón profundo que no se tuvo la precaución de descubrir. Era indudable que allí habían estado ocultos los indios, quienes al ver como la tropa abandonaba el reducto pensaron en ocuparlo.

Sorprendieron al centinela, lo mataron, y emboscados en el corral aguardaron la llegada de la fuerza, cuyas armas estaban allí para garantizarles que el partido era de robo.

Los indios eran treinta: cinco los soldados.

Tal vez alguno hubiera salvado si intenta huir, al sentirse bien montado; pero aquellos hombres no saben lo que es volver la espalda al enemigo, y antes que los bárbaros llegaran a ellos estaban ya, pie a tierra, facón en mano, dispuestos a morir, vendiendo con usura la existencia.

La indiada era de Pincén, valiente, atrevida; pero, no era la primera vez que había medido sus fuerzas con hombres como aquellos, y a pesar del número y la ventaja de las armas vacilaron en atacar.

Cargaron a caballo, revoleando la terrible boleadora, pero en este primer intento lograron únicamente perder un indio, que cayó con el corazón partido de una puñalada.

La lucha se empeñó entonces espantosa; heroica de una parte, rabiosa de otra.

Los soldados que se batían para morir como bravos –pues que sabían que no tenían salvación alguna– hacían prodigios de heroísmo.

El primero que debió caer fue Manuel Maldonado. El rastro que había hecho era reducido; pero su vida costó la de dos indios. Al fin, el número venció; y cuando tres días después se tuvo en Trenque Lauquen la noticia de aquella hecatombe y se mandó fuerza en persecución de los indios, los primeros soldados que llegaron al paraje de la lucha hallaron, haciendo compañía a los cadáveres de los veteranos, nueve pampas que habían caído para alcanzar, sobre aquel grupo desarmado casi, el triunfo de robarse diez caballos.

"Chañares" se denominó desde entonces "Desobedientes", en recuerdo de haber faltado su guarnición a la orden que prohibía salir al campo sin las armas; pero nosotros, que no tenemos que guardar la disciplina de una fuerza que ya no existe, rectifiquemos el nombre impuesto por el jefe y cambiémoslo por este otro: "Bravos del 3".