por Erich Maria Remarque
CAPÍTULO V
Da fatiga matar los piojos uno a uno, habiéndolos por cientos. Los bichitos son algo duros, y el eterno chasquido de las uñas aburre. Por eso, Tjaden, con un alambre, ha situado la tapa de una cajita de betún para calzado encima de un cabo de vela encendido. Los piojos, sencillamente, se van tirando a esta pequeña sartén. Hacen "clac" y al avío.
Nos sentamos alrededor, con las camisas sobre las rodillas, desnudo el busto en el aire caliente, manipulando. Haie tiene una especie muy singular de piojos: llevan una crucesita roja en la cabeza. Por eso afirma haberlos traído del lazareto de Thourhout. Serían de algún comandante médico. También quiere aprovechar la grasa que se va depositando en la hojalata para engrasar las botas. Y ríe media hora, a carcajadas, su propio chiste.
Con todo, hoy tiene poco éxito. Otra cosa nos preocupa demasiado.
El rumor se ha confirmado: Himmelstoss está aquí.
Vino ayer. Oímos ya su voz, tan conocida. Se dice que maltrató excesivamente a unos jóvenes reclutas, en un campo recién arado. Entre ellos - él no lo sabía - estaba el hijo del gobernador civil. Esto le partió por el eje.
Aquí verá maravillas. Ya, desde hace horas, Tjaden está calculando las posibilidades de contestarle. Haie se mira pensativo su enorme remo y me hace guiños con un ojo. Aquella paliza era el punto culminante de su existencia: me contó que, a veces, sueña con ella.
* * *
Hablan Kropp y Müller. Kropp ha conquistado - campeón - una marmita llena de lentejas, quizá en la cocina de los ingenieros. Müller le está mirando ávidamente; pero se contiene y pregunta:
- Alberto, ¿qué harías tú si, de repente, se hiciese la paz?
- ¡No hay paz! - replica secamente Alberto.
- Bien, pero ¿y si se hiciese? - insiste Müller. - ¿Qué harías entonces.
- Largarme - rezonga Kropp.
- Claro está. Pero ¿y después?
- Emborracharme - dice Alberto.
- No digas tonterías. Hablo en serio.
Yo también - dice Alberto. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?
Kat se interesa por la cuestión. Exige de Kropp un tributo de lentejas. Lo recibe, piensa después largamente y opina:
- Podría uno emborracharse, sí: pero lo principal es coger el primer tren, ir a casa... ¡Hombre, la paz... Alberto!
Husmea por su cartera de papel cartón, hasta que saca una fotografía y la muestra con orgullo.
- Mi vieja.
Luego la vuelve a encerrar y blasfema:
- ¡Maldita guerra de piojos!
- Tú tienes por qué hablar - digo. - Tienes a tu chico, a tu mujer.
- Claro - afirma. - Mi deber es darles de comer.
Reímos.
- Eso no faltaría, Kat, y si llega el caso, lo requisas.
Müller tiene hambre, y no se da por satisfecho. Despierta a Haie Westhus de sus ensueños de la paliza.
- Haie... ¿Qué harías tú si ahora viniese la paz?
- Debía molerte el culo a palos - digo. - ¿A qué vienes con eso? ¿Dí?
- ¿Cómo puede llegar el estiércol de vaca a un tejado? - contesta, lacónico, Müller, y de nuevo se dirige a Haie Westhus.
Son muchas dificultades juntas para Haie. Mueve su cara. llena de pecas, y dice:
- ¿Quiere decir que si ya no hubiera guerra?
- Cierto. Te enteras de todos.
- Entonces vendrían otra vez las mujeres, ¿no?
Haie se relame la bocaza.
- También eso.
- ¡Por mi salud! - dice Haie, y se comienza a iluminar su cara. - Entonces pescaba una cocinera estupenda, a una buena pieza, ¿sabes?, con mucho donde agarrarla, y al momento, sin perder tiempo, a la cama. ¡Figúrate! Unas camas buenas, con sommier. Hijos míos, os aseguro que no me ponía los pantalones en ocho días.
Todos se callan. La descripción es demasiado bella. Se nos pone carne de gallina. Por fin, Müller se anima y pregunta:
- ¿Y luego?
Silencio. Luego afirma algo embrollado Haie.
- Si yo entonces fuese suboficial, me quedaba con los prusianos en el Ejército.
- Haie está completamente loco - digo.
El pregunta de buen humor:
- ¿Has sacado tú alguna vez turba de una hornaguera? Prueba a ver - y al decirlo saca su cuchara de la boca y la introduce en la marmita de Alberto.
- No puede ser peor que los trabajos de fortificación de la Champaña - contesto.
Haie mastica y sonríe burlón.
- Pero dura más tiempo y no puedes escapar nunca.
- Pero, hombre, en casa todo va mucho mejor.
- Según, según - dice, y se queda pensando con la boca abierta.
Se puede leer en su rostro lo que piensa. Se ve allí un pobre terreno pantanoso; trabajo pesado, desde la madrugada hasta la noche, al sol, en campo raso; poco sueldo; un traje sucio de jornalero...
- En el Ejército no tienes que preocuparte de nada en tiempo de paz - dice. - Cada día tienes puesta la mesa: si no, armas un escándalo: tienes tu cima: ropa limpia cada ocho días, como un caballero: haces tu servicio de suboficial; gastas buenos uniformes... Y por la noche eres un hombre libre y te vas a la "tasca".
Haie está orgulloso de su idea. Se va enamorando de ella.
- Y si cumples los doce años te dan un certificado de servicios y te colocas de guarda. Y a pasear todo el día.
Le hace sudar un porvenir tan risueño.
- Figúrate cómo te tratarán entonces. Aquí te dan coñac, allí medio litro. Con un guarda todos quieren hacer buenas migas.
- Tú no llegarás nunca a ser suboficial - opina Kat.
Haie le mira asustado y calla. En su mente ruedan seguramente ahora esas tardes luminosas de otoño, los domingos en el campo, las campanas de la aldea, las tardes y las noches con las criadas, las tortillas de alforfón con sus grandes ojos de tocino; las horas de charla, sin preocupación ninguna, en las tabernas.
Tanta fantasía le hace ir más despacio, y sólo por esto gruñe, enfadado:
- Qué tonterías estáis preguntando.
Se mete la camisa por encima de la cabeza y se abrocha la .guerrera.
- ¿Qué harías tú, Tjaden? - grita Kropp.
Tjaden sólo conoce una cosa:
- Estar alerta para que no se me escape Himmelstoss.
Seguramente le encerraría muy a gusto en una jaula y le daría cada mañana una tanda de palos. Dice entusiasmado a Kropp.
- Yo, en tu lugar, procuraría llegar a teniente. Entonces podrías arrearle hasta que le sudara el culo.
- ¿Y tú, Detering? - inquiere Müller. Ha nacido para maestro de escuela: tan preguntón es.
Detering habla poco. Pero contesta a la pregunta. Mira al aire y dice una sola frase:
- Yo, precisamente, llegaría a tiempo para la cosecha.
Y diciendo esto, se levanta y se va. Tiene preocupaciones. Su mujer, administra ahora su finca. Además, le han quitado dos caballos. Diariamente lee los periódicos que llegan, para ver si llueve o no en su rincón de Oldenburg. Si llueve no puede llevarse el heno a tiempo.
En este punto aparece Himmelstoss. Viene directamente a nuestro grupo. La cara de Tjaden comienza a empañarse. Se tumba a lo largo sobre la hierba y cierra los ojos.
Himmelstoss viene algo indeciso. Sus pasos se hacen más lentos. Sin embargo avanza hacia nosotros. Nadie se dispone a levantarse. Kropp le mira muy intrigado.
Ahora está ya ante nosotros y espera. Como ve que nadie dice una palabra, lanza un:
- Bien. ¿qué hay?
Pasan unos segundos. Evidentemente. Himmelstoss ignora cómo conducirse. Seguramente preferiría maltratarnos a paso ligero: pero ya parece haber aprendido que el frente es muy distinto del cuartel. Intenta de nuevo una pregunta: pero ya no se dirige a todos, sino a uno solo, esperando obtener así más fácilmente la respuesta. Kropp está más cerca de él. Por eso le distingue con su pregunta:
- Bien. De modo ¿que también por aquí?
Pero Alberto no es amigo suyo, y contesta secamente:
- Y un poco antes que usted, me parece.
Tiembla el rojizo mostacho.
- Pero y no me conocéis, o qué?
Ahora Tjaden abre los ojos.
Himmelstoss se dirige a él.
- ¿Y tú, sabes quién eres?
- Tú eres Tjaden, ¿no?
Tjaden alza la cabeza.
Himmelstoss queda perplejo.
- ¿Desde cuándo nos hablamos de tú? No nos hemos acostado nunca juntos en una cuneta.
No sabe qué hacer en este trance. No esperaba enemistad tan patente. Pero comienza por tener cautela; seguramente alguien le dijo la leyenda de los tiros por la espalda.
Tjaden acentúa rabioso su burla, después de haber oído lo de la cuneta de la carretera. Y dice
- No, has sido tú solo.
Comienza a enfurruñarse Himmelstoss. Pero rápidamente se le adelanta Tjaden. Tiene que soltar su frase:
- ¿Quieres saber lo que eres? Un hijo puta; eso eres. Hace tiempo que quería decírtelo.
En sus ojillos claros, de cerdo, cuando trompetea lo de "hijo de puta", se le transparenta la complacencia de muchos meses de pensar en ello.
También Himmelstoss está ahora desquiciado.
- Tú, ¿qué quieres, perro de estiércol, sucio basurero? ¡Arriba! ¡Póngase "firmes"! ¡Está usted hablando con un superior.
Tjaden le hace una señal, magnánimo.
- En su lugar... Descanso. Retírese, Himmelstoss.
Himmelstoss se convierte en un furibundo, reglamento táctico. El Káiser no podría llegar a más enfado. Aúlla:
- Se lo ordeno, Tjaden. ¡Levántese!
- ¿Desea usted algo más? - pregunta Tjaden.
- ¿Cumple usted mi orden, o no?
Tjaden le contesta tranquilamente con la cita más conocida de Goethe, sin darse cuenta. Al mismo tiempo, y para terminar, le vuelve la espalda.
Himmelstoss se va furiosísimo, diciendo:
- Comparecerá ante un Consejo de Guerra.
Le vemos alejarse en dirección a la oficina de la compañía.
Haie y Tjaden se convierten en una enorme carcajada de hornagueros. Tanto se ríe Haie, que se le desquicia la mandíbula, y de pronto se queda plantado, lastimosamente, con la boca abierta. De un puñetazo, Alberto se la vuelve a encajar.
Kat está preocupado.
- Si te denuncia, vas a pasarlo mal.
- ¿Crees que lo va a hacer? - pregunta Tjaden.,
- Seguramente - digo.
- Lo que menos te cargan son cinco días de arresto mayor comenta Kat.
Esto no conmueve a Tjaden.
- Cinco días de cárcel son cinco días de descanso.
- ¿Y si te llevan a un fuerte? pregunta Müller, más reflexivo.
- Entonces, se acabó para mí la guerra por mucho tiempo.
Tjaden ha nacido en domingo. Para él no hay preocupaciones. Se va con Haie y Leer, para que no le encuentren en la primera arremetida.
* * *
Müller no ha terminado todavía. De nuevo se coge a Kropp.
- Alberto, si llegaras a ir a casa, ¿qué harías tú?
Kropp ha comido bien, y está ahora más tratable.
- ¿Cuántos seríamos aproximadamente, en la clase?
Calculamos. De veinte, han muerto siete. Cuatro están heridos; uno en el manicomio, Total, unos doce.
- Tres de ellos son tenientes - dice Müller. - ¿Crees tú que lo soportarían, si Kantorek les gritase?
No lo creemos. Tampoco nosotros lo aguantaríamos.
Kropp recuerda ahora temas del colegio. Riendo a carcajadas, dice:
- ¿Qué opinas de los tres temas dramáticos simultáneos de Guillermo Tell?
- ¿Cuáles eran los propósitos de Hainbund de Gotinga? - inquiere a su vez Müller, con mucha severidad.
- ¿Cuántos hijos tenía Carlos el Temerario agrego yo tranquilamente,.
- ¡Usted, Baeumer nunca será nada en la vida! - me increpa Müller.
- ¿Cuándo tuvo lugar la batalla de Zama? - quiere averiguar Kropp.
- A usted, Kropp, le falta la seriedad moral. Siéntese. ¡Suspenso! - digo yo, tajante.
¿Qué deberes creía Licurgo los más importantes en el Estado? - está rezongando Müller, haciendo el ademán de calarse unas gafas.
- ¿Cuántos habitantes tiene Melbourne? - canta Müller.
- Pero, ¿cómo cree usted poder triunfar en la vida, si ignora eso? - pregunto, indignado, a Alberto.
- ¿Qué es la cohesión? - dice Alberto en son de triunfo. De todos estos laberintos, apenas sabemos ya nada. Y nada de esto nos ha servido. Nadie, en cambio, nos enseñó en la escuela cómo se enciende un pitillo durante la lluvia, o en una tempestad; cómo se puede hacer lumbre con leña mojada; por qué una bayoneta se hinca mejor en el vientre que en las costillas, porque, allí no se queda prendida como en el tórax.
Müller dice, pensativo:
- No nos vale. Tendremos que volver al colegio.
No lo creo posible.
- Quizá nos dejen hacer un examen extraordinario.
- Para eso, también hay que prepararse. Y si luego te aprueban, ¿qué? Ser estudiante no es mucho mejor. Si no tienes dinero, tienes que seguir trabajando de firme.
- Algo mejor es. Pero es también imbécil lo que le meten allí a uno en la cabeza.
Kropp refleja nuestra opinión.
- ¿Cómo se puede ya tomar eso en serio después de haber estado aquí fuera?
- ¡Pero, alguna profesión tienes que tener! arguye Müller como si fuese Kantorek en persona.
- Esta es la cuestión. Kat, Detering y Haie volverán a sus profesiones anteriores. Lo mismo que Himmelstoss. Nosotros no teníamos ninguna. ¿Cómo querrán que nos acostumbremos a una, después de esto?
Y señala hacia el frente.
- Debíamos ser rentistas, y poder luego vivir completamente solos en un bosque - apunto, avergonzándome al momento de esa manía de grandeza.
- ¿Qué será, qué ocurrirá, cuando volvamos? - dice Müller inquieto.
Kropp se encoge de hombros.
- No sé. Primero, volver. Luego, ya veremos.
Bien mirado, todos estamos sin saber qué hacer.
- ¿Cómo podría uno arreglárselas? - pregunto yo.
- No tengo ganas de nada - contesta Kropp fatigado.
Algún día caerás muerto, y entonces, ¿qué? Yo, la verdad, no creo que volvamos.
- Pensándola bien, Alberto - digo, después de una pausa, recostándome de espaldas - querría yo, cuando oiga la palabra "paz", cuando la oiga de veras hacer algo yo mismo no imagino: tanto me ronda eso por la cabeza. Hacer algo, ¿sabes? que fuese como la compensación de haber estado aquí en este jaleo. Pero no puedo figurarme nada. Las posibilidades que veo, toda esa balumba de profesiones, de estudios, de sueldos y otras cosas, me marea. Todo eso ya lo había, y es repugnante. No encuentro nada, no veo nada, Alberto.
De pronto, se me presenta todo cerrado, desesperado.
Kropp también está pensando en ello.
- Para todos va a ser muy difícil. ¿Se plantearán los de casa estos problemas? Son muchos dos años de tiros, de granadas de mano. Esto no nos lo podemos quitar como un calcetín.
Estamos todos de acuerdo en que nos ocurre algo semejante, no sólo aquí, a nosotros, sino en todas partes, a cada uno que se encuentra en esté trance. A uno más, a otro menos. Este es el destino común de nuestra generación.
Alberto lo dice claramente
- La guerra nos ha estropeado para todo.
Tiene razón. Ya no somos juventud. Ya no queremos conquistar por asalto el mundo. Somos unos hombres que huyen. Huimos de nosotros mismos. De nuestra vida. Teníamos dieciocho años, empezábamos a amar el mundo, la vida; pero teníamos que disparar contra todo eso. Y la primera granada que explotó, dio en medio de nuestro corazón. Estamos al margen de toda actividad, de toda aspiración; del progreso. No creemos ya en esto. Sólo creemos en la guerra.
* * *
La oficina se despierta. Himmelstoss parece haberla mantenido en danza. A la cabeza de la columna, surge el sargento mayor, tan gordo. Es curioso que casi todos los sargentos mayores de las compañías son gordos.
Viene tras él, Himmelstoss, sediento de venganza.
Nos levantamos. El sargento mayor resopla:
- ¿Dónde está Tjaden?
Naturalmente, nadie lo sabe. Himmelstoss nos mira rabioso.
El sargento mira alrededor. A Tjaden no se le ve por ninguna parte. Ahora lo intenta de otro modo.
- Dentro de diez minutos, Tjaden tiene que presentarse en la oficina.
Y se va. Himmelstoss es su estela.
- Tengo el presentimiento de que, durante los próximos trabajos de trinchera, va a caer un rollo de alambre de púas en las piernas de Himmelstoss - insinúa Kropp.
- Vamos a divertirnos aún mucho con él dice riendo Müller.
Esta es toda nuestra aspiración: decir la verdad a un cartero.
Entro en la barraca y digo a Tjaden lo ocurrido, para que escape.
Cambiamos de lugar y nos tumbamos otra vez a jugar a la baraja. Porque esto sí lo sabemos: jugar a la baraja, blasfemar, hacer la guerra. No es mucho para hombres de veinte años; es demasiado para veinte años.
Media hora después, Himmelstoss está de nuevo con nosotros. Nadie le hace caso. Pregunta por Tjaden, y nosotros nos encogemos de hombros. Insiste:
- Pero vosotros tenéis que buscarle.
- ¿Qué es eso de "vosotros tenéis"...?
- Bueno, vosotros aquí.
- Quisiera rogarle que no nos tutease dice Kropp con la altivez de un comandante.
Himmelstoss se cae de una nube.
- ¿Quién os llama de tú?
- Usted.
- ¿Yo?
- Sí.
Lo está rumiando. Mira de soslayo a Kropp, receloso, porque no tiene idea de qué pueda significar esto. Pero aquí no se atreve a mucho, no quiere ir demasiado lejos, quiere sernos grato...
- ¿De modo que no le habéis encontrado?
Kropp se acuesta en la hierba y dice:
- ¿Ya estuvo usted alguna otra vez por aquí?
Himmelstoss dice bruscamente.
- Eso a usted no le importa. Quiero una respuesta.
- Bien - replica Kropp, y se levanta. - Mire usted por allí, hacia aquellas nubecillas blancas. Son los proyectiles ingleses. Allí estuvimos ayer. Cinco muertos, ocho heridos. Y, bien mirado, era una pequeñez. Cuando usted salga con nosotros, la próxima vez, acudirán los soldados rasos a ponerse delante de usted; antes de morir, se cuadrarán militarmente y preguntarán con arreglo a ordenanza: "Con permiso de usted, ¿podemos morirnos? Tenga la bondad de permitirnos diñarla." Precisamente estábamos aquí esperando a hombres cómo usted. Se sienta, e Himmelstoss desaparece como un bólido.
- Tres días de arresto - supone Kat.
- La próxima vez, hablaré yo claro - digo a Alberto.
Pero allí se acaba. En cambio se abre una información a la hora de la lista de la tarde. En la oficina está sentado el teniente Bertink y nos va llamando, uno por uno.
También yo tengo que presentarme, como testigo, y declaro por qué Tjaden se rebeló. Produce impresión lo que digo acerca del modo cómo Himmelstoss quiso "curar" a los enfermos de incontinencia de orina. Tiene que comparecer Himmelstoss, y yo repito mi declaración.
- ¿Esto es verdad? - pregunta Bertink a Himmelstoss. Himmelstoss se resiste; pero, al fin, tiene que confesarlo, porque Kropp coincide con mis declaraciones.
- ¿Por qué nadie se quejó entonces de esto? - pregunta Bertink.
Callamos. Ya puede él mismo comprender que no conduce a nada quejarse, en el cuartel, de tales pequeñeces. ¿Existe en el Ejército el derecho a reclamar? El teniente lo comprende, y comienza por lanzar a Himmelstoss una filípica haciéndole ver una vez más que el frente no es el patio del cuartel. Después le llega el turno a Tjaden. Para éste, es más fuerte la reprimenda, y le impone tres días de arresto menor. A Kropp, guiñándole el ojo, le impone, un día de arresto.
- No hay otro remedio - dice, compasivo. - Es un hombre razonable.
El arresto menor es agradable. Para cumplirlo, se utiliza un antiguo gallinero. Allí, los dos pueden recibir visitas, porque ya sabemos el modo de entrar. El arresto mayor lo hubieran cumplido en el sótano de una casa. Antiguamente nos ataban también a un árbol; pero eso, ahora, está prohibido. Algunas veces ya nos tratan como a hombres.
Cuando ya Tjaden y Kropp llevan una hora detrás del enrejado de alambre, vamos a hacerles una visita. Tjaden nos saluda cacareando. Luego, jugamos a la baraja hasta el anochecer. Tjaden, este tonto, gana desde luego.
Al marcharnos, me pregunta Kat:
- ¿Qué tal nos sentaría un asado de ganso?
- No estaría mal.
Nos subimos a un transporte de municiones. Pagamos por ello dos pitillos. Kat se había fijado muy bien en aquel sitio. El establo pertenece al Estado Mayor de un regimiento. Decido buscar el ganso, y me dejo dar instrucciones. El establo está detrás del muro cerrado solamente por una falleba.
Kat junta las manos: meto en su hueco el pie, y trepo hacía el otro lado del muro. Kat, entretanto, queda de centinela.
Me quedo parado unos minutos para acostumbrar los ojos a la oscuridad. Luego reconozco el establo. Sin hacer ruido, me voy acercando, cautelosamente, a tientas. Palpo la falleba, la aparto y abro la puerta.
Distingo dos manchas blancas: dos gansos. Malo, porque al atrapar uno, grita el otro. Hay que coger los dos. Si me doy prisa, todo irá bien.
Doy un gran salto. Al primero lo agarro en seguida, y un momento después, al otro. Como un loco, golpeo en la pared con sus cabezas para aturdirlos; pero parece que no tengo la fuerza precisa. Graznidos, batir de alas, pataleos. Lucho encarnizadamente; pero, ¡malditos bichos!, un ganso tiene mucho vigor. Tiran tanto que me hacen tambalear. Estos dos guiñapos blancos son, en la sombra, algo horrendo; mis brazos se empavesan de alas; llego a tener miedo de que me levanten al cielo, como si tuvieran en los remos un par de globos cautivos.
Comienzan los chillidos. Una de las gargantas ha tomado aliento y grazna como un despertador. Antes de reponerme, oigo fuera unas patadas; siento un golpe; estoy en el suelo, escuchando un feroz gruñido. Un perrazo. Muevo la cabeza, y ya intenta echárseme al cuello. Me quedo quieto inmediatamente, y, ante todo, me escondo la mandíbula en el cuello.
Es un dogo. Pasada una eternidad, aparta la cabeza y se sienta a mi lado. Pero, si intento moverme, gruñe. Cavilo. No me queda otro recurso que procurar coger mi pequeño revólver. En todo caso, hay que marcharse de aquí antes de que venga gente. Centímetro a centímetro, voy acercando mi mano.
Tengo la impresión de que esto dura horas enteras. A cada leve movimiento, un gruñido peligroso. Después de un momento de quietud, un nuevo intento. Cuando ya empuño el revólver, me comienza a temblar la mano. La aprieto contra el suelo, y pienso: Arriba el revólver; disparo antes de que me agarre y huyo.
Respiro lentamente y esto me calma. Contengo luego el aliento; levanto el revólver rapidísimamente; una detonación; brinca, apartándose de mí, el dogo, aullando; gano la puerta del establo y tropiezo con el otro ganso que se me había escapado. Corro, arrojo mi ganso por encima de la tapia y, trepo hasta arriba. Aun no estoy en lo alto, cuando el dogo, que se ha repuesto, brinca para morderme. Súbitamente me dejo caer. Diez pasos delante de mí, está Kat con el ganso en la mano. En cuanto me ve, salimos corriendo.
Por fin, podemos tomar aliento. Ha muerto el ganso. Kat lo despachó en un segundo. Queremos asarlo en seguida, para que nadie se entere. Busco en la barraca una olla y leña, y nos metemos en un pequeño cobertizo abandonado que reservamos para estos menesteres. Con trapos, se tapa la única ventana que
hay. No falta una especie de fogón. Sobre unos ladrillos hay una plancha; bajo la plancha encendemos lumbre.
Kat despluma el ganso y lo adereza. Apartamos cuidadosamente las plumas; queremos hacernos dos almohadillas con esta inscripción: "Reposa dulcemente en medio del fuego de granadas."
En torno a nuestro refugio, zumban las detonaciones de la artillería. Pasan por nuestros rostros súbitos resplandores; bailan sombras en la pared. De vez en cuando, un ruido sordo, y retiembla el cobertizo. Bombas de aviones. Oímos una vez gritos lejanos. Habrán acertado con una barraca.
Siseo de aviones, tableteo de ametralladoras. Pero de nosotros no brota ninguna luz que pueda servir de blanco.
- Estamos sentados, frente a frente, Kat y yo; dos soldados de guerrera maltrecha, que están asando un ganso en medio de la noche. Poco hablamos, pero nos guardamos mutuamente delicadezas que podrían tener, creo, dos amantes. Somos dos hombres, dos minúsculos destellos de vida. Afuera, está la noche y el círculo de la muerte. Estamos sentados al margen, en el peligro y en la seguridad; corre la grasa por nuestras manos; nuestros corazones están muy juntos, y el momento es como este cobertizo, alumbrado por un tenue resplandor. Por uno y otro pasan luces y sombras de sentimientos que van y vienen. ¿Qué sabe él de mí? ¿Yo, qué sé de él? Antes no se hubieran parecido ninguno de nuestros pensamientos... Ahora, estamos aquí, tan juntos, ante este ganso, con tal conciencia de nuestro ser, que no queremos siquiera hablar de ello.
Se tarda bastante en asar un ganso, aunque sea joven y rollizo. De modo, que alternamos. Uno lo riega de grasa y el otro duerme entretanto. Comienza a extenderse, poco a poco, un delicioso olor.
Los ruidos exteriores se adelgazan, se hacen una estela, un sueño, donde no se pierde totalmente el recuerdo. Veo, soñoliento, cómo Kat levanta la cuchara, cómo la baja. Le quiero. Sus hombros, su facha angulosa y encorvada ... Y, al mismo tiempo, veo tras él bosques y estrellas. Y una voz amable que deslíe palabras de gran reposo. Para mí, para un soldado que anda con sus botas grandes, con su cinturón y su bolsa de pan, el camino que se abre ante él, bajo el alto cielo, ante él, tan menudo, que olvida tan de prisa, que raras veces se entristece, que sigue siempre andando, bajo el gran cielo de la noche.
Un soldadito y una voz amable. Si le hiciesen una caricia, ya quizá no la podría comprender; este soldado, con sus botas grandes y el corazón sepultado, que marcha porque lleva unas botas, que todo lo ha olvidado menos el poder andar. ¿No hay en lontananza un campo florido, tan lleno de paz, que hace llorar al soldado? ¿No hay allí imágenes - que nunca pudo perder, porque nunca las poseyó; - imágenes turbias, pero desvanecidas ya para siempre? ¿No están allí sus veinte años?
Siento mojada la cara. ¿Dónde estoy? Kat está delante de mí. Su sombra gigantesca y encorvada se inclina sobre mí como una imagen de mi pueblo natal. Habla bajo, sonríe, vuelve a la lumbre.
Luego dice:
- ¿Ya está?
- Sí, Kat.
Me levanto. En el centro del cobertizo resplandece el ganso ya tostado. Blandimos nuestros tenedores plegables, nuestras navajas de bolsillo, y cada uno se corta un muslo. Lo comemos con pan de munición que untamos en la salsa. Comemos despacio, saboreando plenamente el guiso.
- ¿Te gusta, Kat?
- Mucho ¿Y a ti?
- Mucho, Kat.
Somos hermanos, y cada uno cede al otro los mejores trozos. Después fumo un pitillo. Kat, un puro. Aún nos queda bastante.
- ¿Qué te parece, Kat, si llevásemos un pedazo a Kropp y otro a Tjaden?
- Hecho - dice él. Y cortamos una ración, envolviéndola después cuidadosamente en papel de periódico. La verdad es que queremos llevar el resto a nuestra barraca, pero Kat se ríe y sólo dice:
- Tjaden.
Lo comprendo. Hay que llevarlo todo. Caminamos, pues, hacia el gallinero para despertar a los dos. Antes, empaquetamos las plumas.
Kropp y Tjaden nos toman por espectros. Castañetean luego sus dientes. Tjaden se apodera de un ala con ambas manos, como si tocase una armónica y comienza a masticar. Se bebe la grasa de la olla, y dice:
- Nunca os olvidaré esto.
Volvemos a nuestra barraca. Aquí está de nuevo el alto cielo con sus estrellas, y el alba que apunta. Y yo voy por debajo; yo, un soldado con enormes botas, con el estómago lleno; un soldadito en la madrugada ... Pero a mi lado, encorvado, anguloso, avanza Kat, mi camarada.
La silueta de la barraca viene hacia nosotros en la tenue luz del alba, como un sueño profundo, acogedor.