Sosa, el güey

Por Velmiro Ayala Gauna


Había cesado de llover. El "urú", encargado de la torrefacción de la yerba, acomodó las ramas en el "barbacuá" para que el fuego no las tostara demasiado, se pasó el dorso de la mano por los irritados ojos y clavó la mirada en el trozo de paisaje que alcanzaba a divisar. Las gotas aún temblaban sobre el verde de las hojas, el río bramaba en su estrecho cauce y breves arroyuelos se descolgaban de las altas barrancas. Sobre el fondo rojizo de la tierra misionera el agua brillaba con reflejos de sangre.

-Mesma que los surcos que dejan los latigazos en las espaldas de los "mensús" - pensó don Sinecio y empuñando una horquilla de madera movió las ramas.

Cortó un trozo de cuerda de tabaco brasileño y empezó a masticarlo golosamente.

De las estrechas picadas del monte vecino comenzaron a llegar los "tariferos" con sus "raídos" o sea la cosecha de yerba sobre las fuertes espaldas. Entre ellos, soeces y altivos, con sus altas botas, la fusta en la mano y el revólver al cinto venían los "capangas", brutales delegados de la autoridad del patrón.

Se detuvieron cerca del "barbacuá" y el capataz empezó a pesar las cargas gritando en alta voz la cantidad para que un compañero las fuera anotando en el menguado haber del trabajador.

-¡Cruz Alarcón, doce arrobas...!

-¡José Maidana, ocho y medio...!

-¡Paulo Sosa, diez!...

-¿Cómo diez! - intentó protestar el afectado, pero el capataz replicó fiero:

-¡Diez arrobas y escasas...!

Un "capanga" empuñó la fusta amenazador y Paulo Sosa se resignó.

-Güeno, diez, creiba que eran más...

Y así seguían las mediciones a gusto y capricho del encargado frente a la impotencia y la angustia de los "mensús".

Don Sinecio, el "urú", seguía moviendo las hojas y viendo cómo los peones iban acercándose a sus ranchos a comer sus mezquinas pitanzas de maíz hervido, porotos negros o charqui con fariña.

Algunos chicuelos raquíticos de piernas delgadísimas y enormes vientres jugaban con infantil inconsciencia por los senderos y unas pocas mujeres salían de sus ranchos al encuentro de los hombres.

El "urú" lanzó al aire un grueso escupitajo y reflexionó en voz alta dirigiéndose a su ayudante, un paraguayo imberbe.

-Si es como yo te digo, Lucindo, la vida es como las jembras, naide sabe lo que escuenden...

-Ansí ai de ser, Ño Sinecio...

La noche tendió su gastado poncho de sombras, donde quedaron prendidos los abrojos lucientes de un millón de estrellas, recogidos en los infinitos caminos del cielo.

-Sí, muchacho, es como yo te digo -repitió el "urú" - la vida y las jembras tuitas son lo mesmo...

Un "suindá" chistó en la sombra y el viejo se interrumpió diciendo:

-¡Cruz diablo!

Luego se persignó temeroso.

* * *

Paulo Sosa había venido con su mujer, una muchacha de escasos diecisiete años, con quien se había "juntado" en Villa Rica. Vestida con traje de hombre: amplias bombachas, blusa flotante, pañuelo al cuello y gran sombrero, había Pasado inadvertida al hambre sensual de los "capangas". Por las mañanas iba con su hombre al monte y mientras éste cortaba las ramas de la yerba-mate ella procedía a "zapecarlas". Para ello buscaba la leña del María Preto, el espinillo y otras plantas no resinosas. El "zapecado" debe hacerse el mismo día de cortadas las ramas porque sino las hojas se ennegrecen, se marchitan y desprenden. Además para ese primer tostado, no debe usarse leña con resina porque ésta les quita su aroma y les contagia su olor particular.

Con la ayuda el "raído" de Paulo Sosa era siempre el más pesado y por eso los otros "tariferos" le habían bautizado "Caá-yarí", la abuela de la yerba.

Pero un día, don Carlos, el administrador, alcanzó a verla y quedó prendado de su belleza adolescente.

Entonces fue a verlo a Sosa y la pidió "prestada" como si en vez de una mujer hubiera sido un caballo, una silla o una mesa. El hombre firme; pero respetuosamente, desoyó las promesas y desechó las amenazas y para él empezaron las persecuciones. Los enviaban a "tarifar" a los lugares más enmarañados, allí donde había que cansar el brazo abriendo picadas hasta dar con un árbol de pobre follaje, le robaban en el peso de los "raídos" y le cargaban el doble en el precio de las provisiones.

Un día, Fonseca, uno de los "capangas", ordenó:

-Mañana saldrás a "descubertear" con Joao Francisco y el indio Yarará...

-Yo vine a "tarifar", no de "descubertero"...

-Vos vas a dir donde te manden... - rugió el otro.

-Güeno... -asintió manso-. ¿Y mi mujer?

-Se quedará aquí a esperarte... ¿No te la pensarás Ilevar?

-¡Ajá!... - fue su único comentario.

Un mes pasó en el monte con sus compañeros, abriendo picadas con el machete, durmiendo al raso, acosados por los mosquitos y los insectos, sufriendo lluvias y padeciendo hambres hasta que dieron finalmente con un grupo de las codiciadas plantas, las marcaron y volvieron con la noticia. Sucios, haraposos y flacos cayeron al campamento. Después de dar la novedad, Paulo Sosa fue a su rancho y lo encontró vacío.

-¿Y mi mujer? - preguntó a Fonseca que lo había seguido.

-Se cansó de esperarte y se mandó a mudar. Creo que está con el brasilero Guimaraes... - fue la respuesta brutal.

-¡Ajá!... - dijo Sosa tranquilamente.

Luego de asearse, se tendió en el lecho y durmió pesadamente hasta el otro día.

Y como si nada hubiese pasado estuvo a la mañana siguiente con los "tariferos". De boca de ellos fue conociendo la verdad: A su mujer la habían llevado a la fuerza a casa del administrador, allí la tuvo éste por espacio de una semana y, luego, como le había gustado a Guimaraes que vino a visitarlo, se la vendió por sesenta pesos.

-¡Ajá!... - dijo Sosa y siguió cortando ramas con su machete.

Cuando al caer la tarde, volvían los peones del campamento, el paraguayito solía decir al viejo "urú":

-¡Véalo a Sosa! Manso como un güey y eso que le robaron la "cuñ á"...

Don Sinecio lanzaba un grueso escupitajo negro y luego decía sentencioso.

-Si es como yo te digo, muchacho, el remanso no hace bulla y es el que traga más gente...

-Ansí ai de ser, don Sinecio... ansí ai de ser...

* * *

Para el mes de junio, Sosa terminó su "conchaho" y fue a la administración a arreglar sus papeles. Don Carlos y los "capangas" se mantuvieron alertas, con las armas al alcance de las manos, temerosos que, a último momento, estallara la contenida rebelión del "mensú".

Pero no ocurrió nada y Sosa, humildemente, se retiró de la oficina y marchó hacia el harco que esperaba, no lejos de la costa para llevarlo junto con otros pocos que también habían terminado su contrato a Posadas, la capital del "oro verde". Pasaron los días y una mañana de agosto volvió Sosa al campamento. Tras él venía, coqueta y sensual, una morocha de grandes ojos negros, boca encendida y cuerpo ondulante. Cubría su cabeza con un mantón verde y tenía ambos brazos envueltos en largos guantes blancos.

El propio don Carlos salió al encuentro de la pareja.

-¿De vuelta, Sosa?

-Ansina es, patrón... Me fui a buscar otra "cuñá" porque solo no me hallo.

-Está bien, Sosa, está bien... Allí tenés un rancho desocupado y sabés que tenés cuenta abierta en la proveeduría.

-Gracias, patrón, gracias... - dijo Sosa y seguido de su mujer fue al rancho que le había señalado.

Lucindo, el paraguayito, dijo al verlo, dirigiéndose al "urú".

-¿Vido, Ño Sinecio, que golvió don Sosa?

-Vide.

-Y trajo una mujer nueva pa don Carlos... Si es un güey... un güey...

Don Sinecio dejó de mascar su bolo de tabaco y replicó:

-Pero aunque sean guampas'e güey lo mesmo tienen punta y dentran... Si es como yo te digo, müchacho, la vida y las jembras naides saben lo que escuenden.

Observó el fuego y señaló al peoncito:

-Andá, da güelta a esas ramas que se están tostando mucho.

* * *

A1 tercer día don Carlos, que andaba rondando el rancho de la recién llegada, la vió arreglándose el cabello en el interior de la habitación semi en penumbra.

Entró y le dijo:

-Se te van a gastar esos lindos ojos en la oscuridad.

-¡Qué esperanza! Si yo veo bien...

-¿Y qué cosas ve?... ¿Su hermosura?

-Zalamero había sido...

La voz cálida y prometedora enardeció aún más al hombre. Se acercó a ella y le acarició el cabello.

-Parece seda... - dijo.

Las manos tremantes bajaron al seno opulento y se cerraron como garfios.

La mujer intentó resistirse y amenazó:

-¡Váyase! Que a lo mejor viene mi hombre...

-¡Qué va a venir! Si está en el monte. Por lo menos hasta dentro de cinco horas no va a aparecer.

-Pero... ¿y los otros?

-Los otros no van a decir nada... - respondió él y cerró la puerta. Luego la tomó en brazos y la llevó al lecho.

Sus labios ávidos se durmieron en la boca húmeda y sensual que se entregó sin resistencias.

Se despojaron de las ropas y se llenaron de caricias. Ella, sin embargo, conservaba sus guantes.

-¡Sacátelos!... - ordenó entre dominador y solícito.

-¡No!... pidió ella.

-¡Sacátelos!... - reiteró imperioso.

Obedeció la mujer y un leve olor a carne corrompida inundó el recinto.

-Alguna rata muerta - pensó don Carlos y volvió a besar golosamente a su compañera. Sus labios se hundieron con fruición en los labios ardientes. Las manos de ella pasaron lentamente sobre el cuerpo desnudo del hombre. Estaban calientes y húmedas y dejaban un rastro viscoso sobre la piel.

-Será el sudor... -pensó-. ¡Claro, si las tenía enguantadas...!

Y para olvidar fue besándole las mejillas, la garganta, los hombros... Pero el olor a podredumbre seguía hiriéndole la pituitaria.

Más tarde, al sentarse en el borde del lecho para volver a vestirse, le preguntó:

-Decime, negra, ¿de dónde te fue a sacar el Sosa ése?

-¿A mí?

-Sí, a vos.

-Me robó.

-¿De dónde?

-Del lazareto de isla Cerrito, frente a Corrientes -dijo la mujer y el hombre sintió que un sudor frío lo cubría-. Tres años estuve enferma... dicen que con lepra, pero ahora estoy casi sana -continuó y abriendo la puerta para que entrara la claridad mostró las manos y los brazos hechos dos llagas nauseabundas-. Ves, cuando se me curen éstas...

Mas don Carlos dando un grito tremendo de pavor y de asco escapó del rancho y se lanzó a correr desnudo por los caminos. De vez en cuando se detenía y se cubria de tierra y de hojas restregándolas con fuerza contra el cuerpo como para limpiarse de aquellas caricias que le ardían en la piel, hasta que, de pronto, rompió a reír enloquecido y se internó corriendo por una picada del monte.

Después de intensa búsqueda lo encontraron a los tres días revolcándose en un charco, casi muerto de hambre y de frío.

Ya nunca más recobró el juicio.

Paulo Sosa y su mujer aprovecharon la confusión y escaparon o los mataron en el monte.

Nadie supo más de ellos.


(*) Publicado en "Mundo Argentino", Buenos Aires.