Sin novedad en el frente

por Erich Maria Remarque

CAPÍTULO X

Nos tocó un buen servicio. Fuimos nombrados ocho para vigilar un pueblo que fue preciso evacuar por quedar demasiado al descubierto para el fuego de la artillería. Especialmente hay que cuidar el depósito de víveres, que aún no está desalojado. Y buscar nuestra comida entre las existencias. Para eso somos los únicos. Kat, Alberto, Müller, Tjaden, Leer, Detering. Todo nuestro grupo. Verdad es que murió Haie; pero hemos tenido suerte, porque todos los demás grupos tuvieron más bajas que el nuestro.

Como albergue, elegimos una cueva revocada de cemento, a la cual se baja desde la calle, por una escalera. La entrada está protegida por otro muro de hormigón.

Desplegamos ahora una gran actividad. Otra ocasión de desperezarnos, de estirar no sólo las piernas, sino también el espíritu. Hay que aprovechar ocasiones así, porque nuestra situación es demasiado desesperada para soportar un largo sentimentalismo. Esto sólo es posible cuando las cosas no van muy mal. A nosotros no nos queda otra solución que la de ser prácticos, objetivos. Tanto, que a veces me aterra la presencia de algún recuerdo del tiempo anterior a la guerra. Pero no dura mucho. Hay que afrontar la situación con las máximas oportunidades. Por eso aprovechamos bien toda coyuntura, situando muy cerca, sin transición apenas, al lado del horror, la broma estúpida. No puede ser de otro modo: hay que lanzarse a ello. Comenzamos a preparar, entusiasmados, un idilio: un buen comer, un buen dormir.

Por lo pronto, nos disponemos en el chamizo unos colchones que traemos de las casas. El culo de un soldado también se posa gustoso en algo muelle. Sólo en el centro de la nave queda libre el suelo. Después nos proporcionamos mantas, almohadillas de plumas estupendas. De todo esto hay bastante en el pueblo. Alberto y yo encontramos una cama desmontable, de caoba, con un dosel de encaje y seda azul. Sudamos como negros durante el transporte, pero no hay que dejar perder comodidades así, y más cuando dentro de unos días las van a destrozar a tiros.

Kat y yo hacemos un pequeño reconocimiento de patrulla por las casas. Al momento, ya tenemos una docena de huevos y dos libras de mantequilla bastante fresca. De repente, un estruendo en el salón vecino. Rompiendo un tabique entra volando una estufa de hierro, y cruza, rauda, por nuestro lado. Un metro más allá, rompe otro tabique. Dos brechas. Venía de la casa próxima donde ha estallado una granada.

- ¡Vaya suerte! - dice, riendo Kat.

Y seguimos buscando. Después escuchamos con atención, y apretamos a correr. Hasta detenernos embelesados: en un pequeño establo hay - vivitos y coleando - dos cerditos. Nos restregamos los ojos, miramos aún, desconfiados... Allí están, allí, realmente. Los cogemos. No hay duda: son dos verdaderos cochinillos vivos.

Esto va a ser un espléndido banquete. A cincuenta pasos de nuestro refugio, hay una pequeña casa que sirvió de alojamiento de oficiales. Hay en la cocina un enorme fogón, dos parrillas, sartenes, ollas, cacerolas. De todo. Hasta un gran montón de astillas, bajo un cobertizo. Verdaderamente esto es Jauja.

Desde la mañana hay dos hombres en el campo, buscando patatas, zanahorias, guisantes. Somos gente opulenta que desprecia las conservas del depósito de víveres, que quiere comer género fresco. Ya tenemos en la despensa dos grumos de coliflor.

Los cochinillos fueron sacrificados. Kat fue el verdugo. Para acompañar el asado, queremos guisar unas tortas de patata pero no hallamos ralladora. Pronto hay remedio. En unas latas hacemos, con clavos, una gran cantidad de agujeros; y ya tenemos ralladora. Tres hombres se calzan guantes gruesos para resguardarse las manos al rallar; otros dos mondan patatas. Adelantamos rápidamente.

Kat cuida de los cochinillos, de las zanahorias, de los guisantes, de la coliflor. Para la coliflor prepara una salsa blanca. Yo frío las tortas, de cuatro en cuatro. En diez minutos adquiero la maña de mover la sartén, de tal modo, que las tortas fritas por una cara den media vuelta en el aire y caigan de nuevo en la sartén. Los cochinillos se asan enteros. Todos los rodean, como si estuviesen ante un altar.

Entretanto, vienen en visitas. Dos radiotelegrafistas a quienes invitamos generosamente a comer. Se sientan en el salón donde hay un piano. Uno toca; el otro canta. Es la canción de Weser. Lo hace con mucho sentimiento, pero se le conoce demasiado acento sajón. Con todo, emociona un poco, mientras preparamos en el fogón estas bellezas.

Poco a poco advertimos que huele a chamusquina. Los globos cautivos han debido notar humo en nuestra chimenea y han dado aviso para que la bombardeen. Son estas malditas granadas, esos pequeños chismes que abren un agujero diminuto, lanzando sus esquirlas tan lejos, tan a ras del suelo. Silban cada vez más cerca, más alrededor nuestro; pero no podemos dejar abandonada la comida. Esta gentuza afina la puntería. Penetran unos cascos por la ventana de la cocina. Hemos terminado casi de asar la carne, pero el freír las tortas de patata va siendo más difícil. Las explosiones se repiten ya tan cerca, que siguen y siguen volando, rebotando esquirlas contra los muros de la casa, entrando por las ventanas. Cada vez que oigo venir un chisme de esos, doblo las rodillas sin soltar la sartén con las tortas, me escondo tras el muro de la ventana. Luego me pongo de pie y sigo friendo.

Los sajones terminan de tocar. Se ha metido en el piano, un casco de granada. Todos hemos terminado, poco a poco, y organizamos la retirada. Acabada una explosión, dos hombres, con las ollas de las legumbres, corren los cincuenta metros que dista el refugio. Los vemos desaparecer. Otro disparo, todos se agachan, y en seguida salen corriendo otros dos con una gran cafetera cada uno. Café de primera. Antes del otro estallido, ya están en la cueva.

Luego Kat y Kropp se encargan de la pieza extraordinaria, de la sartén grande con los dos cochinillos asados. Color suculento. Un aullido. Doblan las rodillas. Corren como locos los cincuenta metros de campo abierto.

Yo frío las cuatro últimas tortas. Dos veces aún, tengo que echarme al suelo... Pero al fin, cuatro tortas más. Son mi plato favorito.

Tomo luego la sartén con la gran provisión de tortas y me pego tras la puerta de la casa. Silba. Truena. Allá estoy galopando, apretando la sartén contra el pecho. He llegado, casi, cuando escucho un silbido más fuerte. Corro como un ciervo; doblo, volando, la esquina del muro de hormigón - rebotan en el muro unos cascos -, y caigo escalera abajo. Estoy en la cueva, tengo estropeados los codos; pero no perdí ni una sola torta de patatas, no volqué la sartén.

A las dos comenzamos a comer. Hasta las seis. Hasta las seis y media tomaremos café - café de oficiales, del depósito de víveres - y fumamos puros y cigarrillos de oficiales. Y a las seis y media en punto, comenzamos la cena. A las diez arrojamos los esqueletos de los cochinillos por la puerta. Luego hay coñac y ron - todo del bendito depósito - y otra vez puros largos y gruesos con fajín. Tjaden afirma que sólo nos falta una cosa: chicas del burdel de oficiales.

Al anochecer oímos maullar a un gato. Un gatito gris se sienta en el umbral. Le llamamos, le acariciamos, le echamos de comer. Y con esto se nos despierta de nuevo el hambre. Nos acostamos masticando.

Pero la noche es mala. La comida fue demasiado grasienta. El cochinillo fresco entorpece la digestión. Hay por la cueva un continuo ir y venir. Hay siempre fuera dos o tres en cuclillas, maldiciendo. Yo mismo hago nueve viajes... Hacia las cuatro de la madrugada recrudecen las peregrinaciones. Ya somos todos, los once, vigilantes y visitas.

Arden las casas, enormes antorchas en la oscuridad. Vienen, gruñen, explotan, granadas. Cruzan velozmente la carretera columnas de municiones. Por un costado se ha abierto una brecha en el muro del depósito de víveres. A pesar de los cascos que vuelan por el aire, los conductores de los carros de municiones pululan en torno al depósito, como un enjambre de abejas, robando pan. Les dejamos tranquilos. Si dijéramos algo eran capaces de darnos una paliza. Hacemos otra cosa: nos presentamos como vigilantes del pueblo. Como nosotros sabemos dónde están los víveres, canjeamos conservas por otras cosas que nos faltan. ¿Qué importa, si dentro de poco la metralla lo habrá barrido todo? Para nosotros, buscamos chocolate, y lo comemos por libras. Kat dice que esto es bueno para un vientre demasiado flojo.

Cerca de quince días pasan así, comiendo, bebiendo, holgazaneando. Nadie nos estorba. El pueblo va desapareciendo lentamente bajo las granadas, y nuestra vida transcurre feliz. Mientras queda algo del depósito, todo nos da lo mismo. Unicamente querríamos esperar aquí el fin de la guerra.

Tjaden se ha vuelto tan fino, que sólo se fuma la mitad de los puros. Declara, ufano, que es costumbre suya. También Kat está muy animado. Su primera orden, por la mañana, es esta:

- Emilio, tráigame café y caviar

En general, nos volvimos gente distinguida. Cada uno toma al otro por su ordenanza. Le habla de usted. Le ordena:

- Kropp, me pica en la planta del pie. Hágame el favor de cazarme ese piojo.

Y Leer presenta su pierna, como una actriz. Alberto la coge y arrastra a Leer, escalera arriba.

- ¡Tjaden!

- ¿Qué?

- No hace falta que se cuadre, Tjaden. Pero recuerde que no se dice "qué", sino "a sus órdenes". Vamos a ver: ¡Tjaden!

Tjaden le suelta unas palabras de Goetz von Berlichingen, que tiene siempre a mano.

Ocho días después recibimos la orden de marcha. Se acabó este paraíso. Nos engullen dos enormes camiones, cargados de tablas hasta muy arriba. Pero Alberto y yo, encima de todo, seguimos construyéndonos nuestra cama con un dosel de seda azul, con sus colchones y edredones de encaje. A la cabecera hay para cada uno un saco de excelentes víveres. A veces lo palpamos, y los salchichones, las latas de salchicha de hígado, las conservas y las cajas de puros nos exaltan jubilosamente. Cada uno de los nuestros lleva un saco lleno consigo.

Kropp y yo hemos salvado, además, dos butacas de terciopelo rojo. Están sobre la cama, y nos sentamos en ella como en un palco. Por encima de nosotros revuela la seda del dosel. Cada uno lleva en la boca un largo puro. Así contemplamos, desde arriba, la comarca.

Entre nosotros hay una jaula de loro que encontramos para el gato. Nos lo llevamos. Allí está en la jaula, delante de un perol de carne, roncando.

Ruedan lentos los camiones por la carretera. Cantamos. Detrás de nosotros, en el pueblo, ya completamente abandonado, levantan las granadas sus trágicos surtidores.

* * *

Días después salimos a despejar una aldea. Vemos por el camino a los habitantes que acaban de evacuarla, expulsados. Conducen sus enseres en cochecillos, a la espalda. Curvos, lleno el rostro de congoja, de desesperación; precipitados, resignados. Cuelgan los niños de las manos de las madres. A veces, una niña de más edad guía a los pequeñuelos, que andan siempre volviendo atrás los ojos. Algunas niñas llevan en brazos sus pobres muñecas. Todos callan, al pasar junto a nosotros. Aun vamos en columna de viaje. Los franceses no bombardearán una aldea donde aún quedan paisanos suyos. Pero unos minutos después comienza a aullar el aire, a temblar la tierra. Se oyen gritos, una granada ha estallado en la sección de retaguardia. Nos esparcimos rápidamente por el campo, nos arrojamos al suelo. Advierto, al mismo tiempo, que se me va relajando esa tensión que otras veces me hizo comportarme, en el fuego, atinadamente. Un pensamiento: "estás perdido", rafaguea dentro de mí, entre miedos sofocantes, abrumadores. Y al punto siento en mi pierna izquierda un golpe, como un latigazo. Oigo gritar a Alberto que está junto a mí.

- ¡Arriba! ¡A la carrera, Alberto! - chillo -. Estamos sin protección. En campo raso y llano.

Se levanta tambaleándose. Me quedo junto a él. Hay que cruzar un vallado de zarzas más alto que nosotros. Kropp agarra las ramas, yo me agarro a su pierna y él da un grito. Lo empujo y vuela hacia el otro lado. De un salto formidable le sigo, y caigo en una balsa detrás del seto.

Llevamos la cara salpicada de lentejas de cieno; pero la protección es buena. De modo que nos hundimos en el agua hasta el cuello. Comienzan los aullidos, metemos la cabeza bajo el agua.

Así lo hacemos una docena de veces. No puedo más. Alberto también se queja:

- Adelante. Si no, me caigo y me ahogo.

- ¿Dónde te dieron? - pregunto.

- En la rodilla, creo.

- ¿Puedes correr?

- Creo que sí. - Vamos entonces.

Llegamos al ribazo y corremos, agachándonos, a lo largo de él. Nos persigue el fuego. La carretera lleva dirección del depósito de municiones. Si éste explota, nadie hallará de nosotros ni un botón. Cambiamos de ruta, y corremos a campo traviesa, diagonalmente.

Alberto avanza con más lentitud. Se echa al suelo, diciendo.

- Corre tú. Yo te seguiré.

Le levanto bruscamente por un brazo, y le sacudo.

- Arriba, Alberto. Si te echas ahora no podrás ya seguir nunca. ¡Adelante! Yo te ayudaré.

Llegamos por fin a un pequeño refugio. Kropp se deja caer, y yo le vendo la herida abierta encima de la rodilla. Luego me examino a mí mismo. Llevo ensangrentado el pantalón y el brazo. Alberto me coloca sus vendas sobre los orificios. Ya no puede mover su pierna, y los dos nos maravillamos de haber podido llegar hasta aquí. Era sólo el miedo. Hubiéramos corrido aunque nos hubiesen rebanado los pies.

Yo todavía puedo moverme, y llamo, al ver pasar un carro, que nos recoge. Va lleno de heridos. Va con ellos un cabo de sanidad que nos pone una inyección antitetánica en el pecho.

En el hospital de campaña procuramos quedarnos juntos. Sirven una sopa muy aguada que nos comemos con ansia y desprecio, porque estamos acostumbrados a mejores tiempos. Pero tenemos hambre

- Bien. Ahora a casa, Alberto - digo.

Es de esperar - contesta -. ¡Si supiese, al menos, lo que tengo!

Crecen los dolores. Arden las vendas como fuego vivo. Bebemos y bebemos. Vaso de agua tras otro.

- ¿Cuántos centímetros por encima de la rodilla es mi balazo? - pregunta Kropp.

- Diez centímetros, por lo menos, Alberto - contesto. En verdad, sólo son tres.

- Pues estoy decidido - dice, después de un rato -. Si me amputan, acabo del todo. No quiero andar hecho un tullido por el mundo.

Quedamos tumbados, pensativos. Esperando.

* * *

A la noche nos llevan al matadero. Tiemblo; decido rápidamente lo que voy a hacer. Porque es sabido que los médicos de los hospitales de campaña prefieren las amputaciones. Como se amontonan los heridos, amputar es más sencillo que andarse con remiendos complicados. Recuerdo a Kemmerich. En ningún caso me dejaré cloroformizar, aunque tenga que romper a algunos la crisma.

Va bien. El médico busca en la herida. Todo lo veo negro.

- No se ponga usted así - me chilla, y sigue escarbando.

Brillan los instrumentos a la luz plena, como bichejos malignos. El dolor es insoportable. Dos enfermeros me sostienen los brazos; pero puedo liberar un brazo y con él pretendo dar al médico un fuerte golpe en las gafas. Al darse cuenta, da un salto.

- ¡El cloroformo a éste! - grita furioso.

Ahora me tranquilizo.

- Perdone, señor doctor. Me estaré quieto, pero no me dé cloroformo.

- Bueno, bueno - murmura, y coge de nuevo sus instrumentos. Es un mozo rubio, a lo más de treinta años, con cicatrices de esgrima y unas absurdas gafas de oro. Advierto que ahora me hace daño intencionalmente, arañándome hasta lo hondo en la herida. A veces, me mira de soslayo por encima de los cristales. Mis puños aprietan fuertemente las abrazaderas. Reventaré, pero no oirá de mí ni "pío".

Ha tropezado con una esquirla de granada y la extrae. Al parecer, le satisface mi actitud, porque me entablilla ya esmeradamente y me dice:

- Mañana, a casa.

Luego me enyesan. Cuando estoy de nuevo con Kropp, le cuento que mañana, probablemente, vendrá un tren hospital.

- Tenemos que hablar con el sargento mayor de sanidad, para que nos pongan juntos, Alberto.

Logro entregar al sargento, con unas frases oportunas, dos de mis puros de fajín. Los huele y pregunta:

- ¿Tienes más de éstos?

- Un buen puñado, y mi camarada - por Kropp - también. Y con gusto se los daríamos todos, desde la ventanilla del tren-hospital, si vamos juntos.

El comprende, naturalmente. Los huele una vez más, y dice:

- Hecho.

Por la noche no podemos dormir ni un minuto. Mueren siete en nuestra sala. Uno, antes de agonizar, canta una hora entera, con voz de contralto, himnos religiosos. Otro se fue antes arrastrando desde su cama a la ventana. Allí está tendido, como si hubiera intentado asomarse por última vez.

* * *

Nuestras camillas están en el andén. Esperamos el tren. Llueve, y no hay marquesina. Las mantas son delgadas. Hace dos horas que esperamos.

El sargento nos cuida como una madre. Aunque estoy muy mareado, no olvido mi plan. Como al azar, le muestro los paquetitos, y, como anticipo, le doy un puro. A cambio nos cubre con una lona de tienda de campaña.

- Hombre... - digo a Alberto- ¡Quién pescará nuestra cama de dosel y el gato!...

- Y las butacas del club - añade él.

Sí, las butacas de felpa roja. La noche anterior estábamos sentados en ellas, como príncipes. Nos proponíamos alquilarlas, más tarde, por horas. A pitillo por hora. Vida sin preocupaciones, y, además, un negocio.

- ¿Y los sacos del pienso, Alberto? - digo recordándome.

Nos invade la melancolía. Bien nos eran precisas esas cosas. De salir el tren un día más tarde, seguramente Kat nos hubiera encontrado, nos hubiera traído los chismes.

¡Maldita suerte! En nuestro estómago, sopa de harina, mala comida de hospital; y en nuestros sacos carne asada de cerdo en conserva. Pero estamos tan débiles, que ya no podemos irritarnos al recordarlo.

Las camillas están empapadas por completo cuando llega el tren. El sargento procura que nos instalemos en el mismo vagón.

Multitud de hermanas de la Cruz Roja. A Kropp lo meten debajo. A mí me suben un poco. Mi cama está sobre la suya.

- ¡Por Dios! exclamo sin darme apenas cuenta.

- ¿Qué pasa? pregunta la hermana.

Miro otra vez la cama. Está cubierta de un lino blanco, como de nieve. Tan limpio como nunca pude imaginármelo. Aun conserva las huellas de la plancha. En cambio, mi camisa no se ha lavado en seis semanas, está enormemente sucia.

- ¿No puede subirse solo? - pregunta, solícita, la hermana.

- Esto sí - digo sudando -. Pero quite primero la ropa de la cama.

- ¿Por qué?

- Me parezco un cerdo. ¿Voy a meterme ahí dentro?...

Titubeo.

- Se va a poner...

- ¿Algo sucio? - me pregunta ella, dándome ánimos. No importa. Ya se lavará otra vez.

- No, eso no - digo conmovido. No puedo resistirme a este acoso de civilización.

- Usted estuvo en las trincheras; bien podemos nosotras lavar una sábana - continúa ella.

La miro. Lozana, joven. Va limpia, finamente vestida, como todo lo de aquí. Difícilmente se comprende que no sea para oficiales, y se siente uno cohibido, un poco amenazado.

La mujer persiste; tortura, como un verdugo, me empuja a decirlo todo.

- Es que... - me interrumpo - Creo que entenderá lo que quiero decir.

- ¿Qué más?...

- ¡Los piojos! - grito, por fin. La hermana se ríe.

También ellos tienen que pasarlo bien unos días.

Ya todo me da lo mismo. Trepo hasta la cama, y me embozo. Advierto que palpa alguien la manta. El sargento mayor. Se va con los puros.

Una hora después nos damos cuenta de que el tren se había puesto en marcha.

* * *

Ya de noche me despierto. También Kropp se agita. El tren rueda en silencio por los rieles. Todo es aún incomprensible: una cama, un tren, a casa. Digo en voz baja:

- ¡Alberto!

- ¿Qué?

- ¿Sabes dónde está el retrete?

- Creo que ahí, hacia la derecha.

- Voy a ver.

Todo oscuro. Palpo el borde de la cama, y quiero bajarme con precaución. Pero mi pie no encuentra apoyo: me deslizo. No me ayuda mi pierna enyesada; caigo al suelo aparatosamente.

- ¡Maldita sea! - digo.

- Te has hecho daño? - pregunta Kropp.

- Podías haberlo oído - rezongo. - Esta cabeza...

Se abre la puerta trasera del vagón. Viene la hermana con una luz y me mira.

- ¿Se cayó de la cama?

Me toma el pulso, y me toca la frente.

- Pero no tiene fiebre.

- No - confieso.

- ¿Es que ha soñado algo?

- Una cosa así - digo evadiéndome.

Otro interrogatorio. Me siguen mirando sus claros ojos. Es tan limpia, tan linda de ver, que cada vez estoy más cohibido.

Me ayuda a subir otra vez a la cama. Bien se pone la cosa. Cuando se marche, tengo que intentar bajar de nuevo. Si fuera una mujer de más edad, sería más fácil decírselo; pero es aún muy joven. A lo sumo tendrá veinticinco años. No puede ser. No puedo decírselo.

Ahora viene Alberto en mi ayuda. A él no le sonroja esto, porque no le atañe. Llama a la hermana, que se vuelve hacia él.

- Hermana: él... querría...

Pero tampoco Alberto sabe cómo decirlo finamente, con decoro. Entre nosotros, todo se dice con una palabra; pero aquí, delante de una señora... De repente recuerda Alberto sus años de colegio, y concluye rápidamente:

- Quería salir fuera un momento, hermana.

- ¡Ah, bien! - contesta ella. - Pero para eso no necesita salir de la cama, con su venda de yeso. ¿Qué necesita usted? - dice, dirigiéndose a mí.

Un susto mortal ante este nuevo giro que toma la cosa, porque no tengo la menor idea de cómo se llaman esos cacharros, técnicamente. Me ayuda:

- ¿Menor o mayor?

¡Qué vergüenza! Sudo como un mono, y digo, al fin, cohibido:

- Bien, pues... sólo pequeño.

Al menos tuve un poco de suerte. Me dan una botella de esas. Horas después ya no soy el único. A la mañana, todos nos hemos acostumbrado y pedimos lo necesario sin ningún sonrojo.

El tren avanza con lentitud. A veces se detiene, para desembarcar los muertos. Se detiene muchas veces.

* * *

Alberto tiene fiebre. A mí no me va mal. Siento dolores, pero lo peor del caso es que debe de haber aún piojos bajo el yeso. Me pica horriblemente, y no puedo rascarme.

Pasamos los días soñolientos. Por las ventanillas vemos cruzar la comarca silenciosa. A la tercera noche, ya estamos en Herbestal. Oigo decir a la hermana que Alberto tendrá que desembarcar en la próxima estación, por su fiebre.

- ¿A dónde va el tren? - pregunto,

- A Colonia.

- Alberto, nos quedaremos juntos. Ya verás.

Al pasar otra vez la hermana, contengo el aire y hago que el aliento suba a la cabeza. Se me inflama, se pone roja. La hermana se detiene.

- ¿Le duele?

- Sí - gimo. - Ahora, de pronto...

Me da un termómetro y se va. Un aprendizaje con Kat no resulta nunca baldío. Esos termómetros no están construidos para soldados duchos. No hay más que subir el mercurio. Allí se queda, en el tubito delgado, arriba y ya no baja.

Pongo el termómetro bajo el brazo, oblicuo, hacia abajo y le doy unos golpecitos con el índice. Lo sacudo. Así alcanzo 37,9 grados. No bastan. Acercando con precaución un fósforo, se producen 38,7 grados.

Al volver la hermana, me inflo; respiro levemente, a golpes; la miro, algo fijos los ojos; me agito, digo en voz baja:

- No puedo resistir más.

Apunta mi nombre en un papel. Yo sé que sin una gran necesidad, no van a abrir mi envoltura de yeso.

Nos desembarcan juntos, a Alberto y a mí.

* * *

Estamos en un hospital católico, y en la misma sala. Tenemos suerte, porque los hospitales católicos se hicieron célebres por su buen trato y su buena comida. El lazareto se llenó con el contingente de nuestro tren; muchos graves, entre ellos. Ya no nos reconocen hoy porque hay pocos médicos. Ruedan sin cesar, por los pasillos, esos carritos planos con ruedas de goma, siempre con alguien encima tendido a lo largo. Maldita postura, tan alargado; sólo buena si se duerme.

Muy intranquila la noche. Nadie puede dormir. Hacia la madrugada dormitamos un poco. Me despierto cuando aclara. La puerta está abierta, oigo voces en el corredor. Los demás se despiertan también. Uno que lleva aquí unos días, me lo explica:

- Es que arriba, en el corredor, rezan las hermanas todas las mañanas. Le llaman "la oración matutina". Para que os toque vuestra parte, abren las puertas.

Eso estará muy bien pensado, pero a nosotros nos duelen los huesos, la cabeza.

- ¡Qué pamplinas! - digo. Ahora, precisamente, cuando podríamos dormir un poco.

- Aquí, arriba, están los casos menos graves, y prefieren hacerlo así - contesta.

Alberto se queja. Me irrito y levanto la voz:

- ¡Que se callen ahí fuera!

Un minuto después aparece una hermana. Con sus hábitos blancos y negros parece una esquela de defunción. Alguien le dice:

- Pero, hermana, cierre usted la puerta.

- Estamos rezando. Por eso está abierta - responde,

- Es que quisiéramos dormir todavía.

- Mejor es rezar que dormir - dice con aire candoroso. - Además, son ya las siete.

Alberto se vuelve a quejar.

- ¡Que cierren esa puerta! - gritó.

Está muy confusa. No parece comprender esto.

- Pues también rezan por usted.

- Me da lo mismo. ¡Cerrad la puerta!

Desaparece, dejando la puerta abierta. Vuelve a oírse la letanía. Me pongo furioso, y digo:

- Voy a contar hasta tres. Si hasta entonces no acaban, les voy a tirar algo.

- Y yo - añade otro.

Cuento hasta cinco. Agarro entonces una botella, y la arrojo por la puerta al pasillo. Allí se hace añicos. Acaba el rezo. Un tropel de hermanas aparece, chillando desmesuradamente.

- ¡Que cierren la puerta! - gritamos.

Se marchan. La pequeña de antes sale la última.

- ¡Paganos! - murmura. Pero cierra la puerta. Hemos vencido.

* * *

A mediodía viene el inspector del lazareto y nos lanza una reprimenda. Nos promete el calabozo y más aún. Bien. Un inspector de lazaretos, lo mismo que un inspector de Intendencia, es un señor con sable largo y hombreras de oficial; total, un funcionario. Ni los reclutas le respetan demasiado. Le dejamos que hable lo que quiera. No pueden pasarnos muchas cosas.

- ¿Quién tiró la botella? - pregunta.

Antes de darme tiempo para pensar si debo contestar o no, alguien dice:

- Yo.

Se incorpora un hombre de barba erizada. Todos se le quedan mirando, al oír su declaración.

- ¿Usted?

- Sí, señor. Estaba excitado porque nos despertaron sin necesidad. Perdí el sentido, de modo que no sabía lo que hacía.

Habla como un libro.

- ¿Su nombre?

- José Hamacher, de la segunda reserva.

El inspector se va. Todos preguntamos, intrigados:

- Pero ¿por qué te has acusado, si no fuiste tú?

Se echa a reír.

- No importa. Tengo licencia de caza.

Al momento lo comprenden todos. El que tiene "licencia de caza" puede hacer lo que guste.

- Sí - nos explica. - Tuve un balazo en la cabeza, y por eso me extendieron un certificado donde se acredita que, a veces, soy irresponsable. Desde entonces, lo paso muy bien. No se me debe provocar. Así que a mí no me puede ocurrir nada. ¡Buena rabia tendrá el otro! Dije que fui yo, porque me divertía eso de arrojarles la botella; y si mañana vuelven a abrir la puerta, les tiraremos otra.

Quedamos muy satisfechos. Con José Hamacher entre nosotros, somos invulnerables.

Luego vienen los carritos silenciosos y planos. Se nos van llevando.

Como los vendajes están pegados a la piel, bramamos como toros.

* * *

Hay en nuestra sala ocho hombres. El herido más grave es Pedro, un muchacho de pelo negro, rizado. Tiene un balazo complicado en el pulmón. Junto a él está Francisco Waechter, que tiene deshecho un brazo. Al principio no parecía tan grave, pero a la tercera noche nos llama; nos dice que toquemos el timbre. Cree que la sangre le rezuma por la venda.

Llamo fuertemente. No acude la hermana de guardia. La trajimos y llevamos mucho, antes de dormir, porque todos tenemos vendajes nuevos, y, como consecuencia, sufríamos mucho. Uno quería que le pusiera la pierna de un modo; aquél, de otro. El tercero pedía agua; el cuarto, que le arreglasen las almohadas. La vieja gorda gruñía de mala manera, al fin; y salió dando un portazo. Seguramente, se supone algo semejante, porque no viene.

Esperamos. Luego dice Francisco:

- Llama otra vez.

Lo hago. Pero ella no acude. En esta sala del hospital sólo hay, por la noche, de guardia una hermana. Quizá la necesitan en otra sala.

- Francisco, ¿estás seguro de que sangras? - le pregunto. - Porque sino van a armarnos otro lío.

- Sí, todo está empapado. ¿No puede nadie encender la luz?

Tampoco puede ser. La llave está en la puerta, y nadie puede levantarse. Aprieto el botón del timbre hasta que se me duerme el pulgar. Seguramente se ha dormido la hermana. Verdad es que tiene mucho trabajo. Todas están fatigadísimas, ya de día. Además, los muchos rezos.

- ¿No podríamos tirar alguna botella? - pregunta José Hamacher, el de la "licencia de caza".

- Aún se oye menos que el timbre.

Por fin se abre la puerta. Viene malhumorada la vieja. Cuando ve lo de Francisco, le entra prisa, y dice:

- ¿Cómo no ha dicho nada?.

- ¡Pero si ya llamamos con el timbre! Aquí nadie puede andar.

Ha perdido mucha sangre, y le ponen otro vendaje. A la mañana vemos su cara. Es más angulosa, amarilla. Y eso que la tarde anterior ofrecía un aspecto casi de salud. Ahora viene con más frecuencia una hermana.

* * *

Alguna vez llegan hermanas auxiliares de la Cruz Roja. Son muy buenas; pero, frecuentemente, algo torpes. Al arreglar la ropa de cama, muchas veces nos producen dolores que a ellas les asustan y aumentan su torpeza.

Mas puede uno fiarse de las monjas. Saben por dónde tienen que cogerle a uno. Pero gustaría verlas más alegres. Algunas sí tienen buen humor, y éstas son excelentes. ¿Quién no haría un disparate por la hermana Libertina, esa hermana prodigiosa que da aliento y alegría a esta ala entera del hospital, esté lejos o cerca de nosotros? Así hay algunas. Por ellas, andaríamos entre llamas. Realmente no hay por qué quejarse. Nos tratan como a personas civiles. En cambio, le da a uno miedo pensar en los hospitales de las guarniciones.

Francisco Waechter no recobra fuerzas. Un día se lo llevan y no vuelve. José Hamacher está en el secreto.

- No le veremos más. Se lo llevaron a la sala de los muertos.

- ¿Qué sala es esa? - pregunta Kropp.

- Bueno, al cuarto de dormir.

- Y eso, ¿qué es?

- Un cuartito con dos camas que hay en el ángulo de este pabellón. Al que está para diñarla, lo llevan ahí. En todas partes le llaman "la sala de los muertos".

- ¿Por qué hacen eso?

- Es que después ya no tienen tanto trabajo. Les es más cómodo, porque el ascensor para el depósito de cadáveres está cerca. También deben hacerlo para que nadie muera en las salas. Por los otros. Y allí pueden cuidarlo mejor.

- Pero, ¿y él?

José se encoge de hombros.

- En general, casi no se da cuenta.

- ¿Todos lo saben?

- El que lleva aquí algún tiempo, claro que lo sabe.

* * *

A la tarde, traen otro herido a la cama de Francisco Waechter. Días después, también se llevan al nuevo. José hace un guiño. Vemos llegar y salir a algunos más.

Junto a las camas se sientan a veces parientes. Lloran, hablan en voz baja, algo avergonzados. Una mujer, ya de edad, no quiere marcharse; pero al fin, no puede aquí pasar la noche. A la mañana siguiente, vuelve muy temprano; pero no madrugó bastante, porque, al acercarse a la cama, ya se encuentra allí a otro. Tiene que ir al depósito de cadáveres. Las manzanas que traía, nos las da a nosotros.

También le va mal a Pedrito. Su hoja de temperatura da mala señal. Un día tiene junto a la cama el carrito silencioso.

- ¿A dónde? - pregunta él.

- A la sala de vendajes.

Le suben al carrito. Pero la hermana comete la torpeza de coger de la percha la guerrera de Pedrito, de ponerla también en el carro, para evitarse un viaje. Pedro enseguida se da cuenta, y quiere arrojarse al suelo.

- Yo me quedo aquí.

Le obligan a tenderse de nuevo. El grita, en voz baja, con su pulmón perforado:

- ¡No quiero ir al cuarto de morir!

- ¡Pero si vamos al cuarto de vendajes!

- Entonces, ¿para qué quieren mi guerrera?

Ya no puede gritar. Conmocionado, ronco, murmura:

- ¡Déjenme aquí!

Se lo llevan sin contestarle. Fuera de la puerta, intenta incorporarse. Su cabeza erizada se tambalea; sus ojos están arrasados. Sigue gritando:

- ¡Yo vuelvo! ¡Yo vuelvo!

Cierran la puerta. Estamos conmovidos todos. Pero callamos. Por fin, dice José Hamacher:

- Otros también lo dijeron... Pero una vez allí no resisten.

* * *

Me operan, y vomito durante dos días. No quieren juntarse mis huesos, según dice el escribiente del médico. A otro se los juntaron mal y los tienen que romper de nuevo. Esto es una verdadera calamidad.

Entre los nuevos, hay dos soldados muy jóvenes, con los pies planos. Al girar una visita, los advierte el médico-jefe, y se detiene alegremente.

- Vamos a quitaros eso dice. - Una operacioncita... y quedan los pies como debe ser. Apunte usted, hermana.

Después de marcharse, dice José, que lo sabe todo:

- No dejéis que os operen. Eso es un capricho técnico del viejo. Se entusiasma como un salvaje delante de todos los que pesca así. Os operará los pies planos, y, efectivamente, ya no los tendréis así. Pero, en cambio, tendréis los pies tullidos y andaréis siempre con bastones.

- ¿Y qué puede uno hacer?

- Decir que no. Aquí estáis para que os curen de balazos, no de pies planos. ¿No habéis ido con ellos al campo? Pues, entonces... Ahora, aún podéis andar; pero si caéis en manos del viejo, os lisia. Necesita conejillos para los ensayos; por eso, la guerra es para él una época magnífica, como para todos los médicos. Allá abajo tenéis una docena de hombres operados por él. Algunos están aquí desde el año catorce y quince. Y casi todos andan peor. Los más, sólo con piernas de yeso. Cada medio año, los coge; les quebranta los huesos otra vez, y les dice siempre: "Ahora veréis". Y nada. Mucho cuidado: él no debe hacerlo si vosotros decís que no.

- Pero, hombre - dice uno de los dos, resignado. - Mejor es en los pies que en la cabeza. ¿Sabes qué te ocurre, si sales otra vez al campo? Que hagan conmigo lo que quieran, así logro volver a casa. Más vale un pie tullido que estar muerto.

El otro, un joven como nosotros, no quiere. A la mañana siguiente, manda el viejo que se los bajen, y habla y les chilla tanto, que, por fin, acceden los dos. ¿Qué otra cosa pueden hacer? Son unos pobres reclutas y él es un jefe de mucha categoría. Los traen de nuevo, cloroformizados, con vendajes de yeso.

* * *

Alberto lo pasa mal. Se lo llevan y le amputan. Le han cortado toda la pierna, desde muy arriba. Ya no habla casi nada. Un día dice que quiere pegarse un tiro, cuando pueda alcanzar su revólver.

Llega una nueva conducción. Vienen a nuestra sala dos ciegos. Uno de ellos es un joven músico. Las hermanas no le ponen cuchillos al traerle de comer, porque una vez le arrancó el cuchillo a una hermana. A pesar de estas precauciones, ocurre algo. Cuando le dan de cenar, llaman a la hermana desde otra parte, y ella deja el plato con el tenedor, en la mesa. El busca a tientas el tenedor; lo coge y se lo clava con toda su fuerza en el pecho, por encima del corazón; después agarra una bota y da con ella golpes en el mango del tenedor, tan fuertes como puede. Pedimos socorro... Se necesitan tres hombres para arrancarle el tenedor. Las puntas, poco afiladas, ya se habían hundido profundamente. Nos alborota toda la noche, de modo que nadie puede dormir. A la mañana sufre - a gritos - convulsiones nerviosas.

Vuelven a desocuparse camas. Cada día transcurre entre dolores y espantos, entre gemidos y estertores. El cuarto de morir ya no tiene importancia; son demasiado pocas sus camas. La gente muere también en nuestra sala, por la noche. Esto va más de prisa que los cálculos de las hermanas.

Pero un día se abre la puerta precipitadamente; rueda hacia adentro el carrito plano. Pedro, va en la camilla: pálido, flaco, erguido, triunfal, con su pelo negro rizado. La hermana Libertina, con una cara resplandeciente de júbilo, le empuja de nuevo a su antigua cama. Ha vuelto del salón de los muertos. Le habíamos creído enterrado hace tiempo. Nos mira a todos.

- Y ahora ¿qué?

El mismo José tiene que confesar que es la primera vez que eso ocurre.

* * *

Andando el tiempo, pueden algunos levantarse. También a mí me entregan dos muletas para intentar andar un poco. Pero apenas las uso. No puedo soportar la mirada de Alberto, cuando me paseo por la sala. Me mira siempre con ojos extraños. Por eso, me escapo alguna vez al pasillo, allí puedo moverme con más libertad.

En el piso de abajo están los que tienen balazos en el vientre, en la espina dorsal y en la cabeza. Y los que están amputados de dos miembros. En el ala derecha, los de balazos en las mandíbulas; los enfermos de gas, los de balazos en la nariz, oídos, cuello. En el ala izquierda, los ciegos, los de balazos en el pulmón, en la pelvis, en las articulaciones, en los riñones, en los testículos, en el estómago. Aquí puede verse en cuántas partes puede ser herido un hombre.

Dos se mueren de tétano bacilar. La piel se les pone lívida, paralizados los miembros; por fin, viven sólo los ojos, largo tiempo. El miembro herido de algunos está suspendido en el aire, en una especie de horca, debajo ponen una vasija en que gotea el pus. Cada dos o tres horas vacían la vasija. Otros están metidos en un aparato de distensión continua, con pesas pesadas que cuelgan, tirando de la cama. Veo heridos en los intestinos, constantemente llenos de excremento. El escribiente del médico me muestra fotografías, hechas con los rayos X, de rodillas, de omoplatos, de huesos de cadera completamente destrozados.

No se concibe cómo alrededor de tales astillas pueda haber carne humana en que la vida continúe su diaria evolución. Y esto sólo es un lazareto; esto sólo es una estación sanitaria. ¡Hay miles de ellas en Alemania, miles en Francia, miles en Rusia! ¡Qué inútil es todo lo que se ha escrito, hecho y pensado en el mundo, si no pudo evitar esto! Todo es un embuste, nada tiene importancia, si la cultura de tantos siglos no pudo impedir que se viertan esos torrentes de sangre, que existan estos miles de cárceles donde centenares de miles sufren indecibles torturas.

Sólo en un lazareto se ve al desnudo la guerra.

Soy joven; tengo veinte años, pero sólo conozco de la vida la desesperación, la muerte, el miedo, un enlace de la más estúpida superficialidad con un abismo de dolores. Veo que azuzan pueblos contra pueblos; que éstos se matan en silencio, ignorantes, neciamente sumisos, inocentes... Veo que las mentes más ilustres del orbe inventan armas y frases, para que todo esto se refine y dure más. Y conmigo ven esto todos los hombres de mi edad, aquí y allá, en todo el mundo; conmigo vive esto mismo toda mi generación. ¿Qué harán nuestros padres, cuando, algún día nos alcemos, nos irgamos ante ellos y les pidamos cuentas? ¿Qué esperarán de nosotros cuando vengan los tiempos en que haya terminado la guerra? Durante años enteros era nuestro oficio matar: era nuestra primera misión en la vida. Nuestro saber acerca de la vida se reducía a esto: la muerte. ¿Qué puede hacerse después? ¿Qué puede hacerse ya con nosotros?

* * *

El más viejo de nuestra sala es Lewandowski. Tiene cuarenta años y está aquí hace diez meses, con un grave balazo en el vientre. Sólo en estas últimas semanas se ha restablecido lo suficiente para poder andar un poco, cojeando.

Desde hace unos días está muy inquieto. Le escribió su mujer desde la aldea polaca donde vive. Le dice que juntó el dinero preciso para costearse el viaje: que va a venir a visitarle. Está ya en camino y puede llegar de un día a otro.

A Lewandowski ya le sabe a nada la comida: hasta la lombarda con salchichas fritas la regala, después de tomar unos bocados. Se pasea por la sala, constantemente, con la carta en la mano. Todos la leyeron ya una docena de veces; no sé cuantas se han controlado los sellos de correo; apenas se lee ya con tantas manchas de grasa y huellas digitales; y viene lo que tiene que venir: a Lewandowski le entra fiebre, tiene que guardar cama de nuevo.

Hace dos años que no vio a su mujer. Ella dio a luz un niño, entretanto. Traerá al niño. Pero algo muy distinto le preocupa a Lewandowski. El esperaba que le permitiesen salir, cuando viniese su media naranja; porque - claro está - verla está bien; pero después de no haber visto a su mujer en tanto tiempo... se quiere, si buenamente puede ser, alguna otra cosa.

Lewandowski habló de esto horas enteras con nosotros, porque en estas cosas la gente de cuartel no guarda secretos. Ni nadie encuentra nada singular en ello. Los que ya pueden salir de entre nosotros le han indicado algunos rincones propicios de la ciudad: alamedas, parques, donde puede uno permanecer sin estorbos. Uno conocía hasta una pequeña y discreta habitación.

Pero ¿a qué todo esto? Lewandowski continúa en cama, lleno de preocupaciones. La vida entera ya no le divierte si tiene que renunciar a esa expansión. Le consolamos, le prometemos que ese punto vamos a resolverlo.

A la tarde siguiente aparece su mujer; una mujercita menuda, con ojos de pájaro asustado, dispuesto a huir; vestida con una especie de manteleta llena de cintas y lazos. Dios sabe dónde y cuándo la habrá heredado.

Susurra algo, se queda, tímidamente en el umbral. Se asusta, porque ve que somos seis hombres.

- Bueno Mariana - le dice Lewandowski, tragando saliva. - Puedes entrar con toda confianza. Estos no te van a hacer nada.

Ella va de uno a otro, dando la mano a todos. Luego nos muestra el niño, que, entretanto, ha ensuciado los pañales. Lleva una gran bolsa, bordada de culillos de vaso, de la que saca un paño limpio para envolver precipitadamente al niño. Con esto ha vencido la primera timidez. Comienza a hablar.

Lewandowski está nervioso. Mira de reojo, suplicante, hacia nosotros.

La hora es favorable. Pasó la visita del médico. Sólo puede venir alguna hermana. Uno sale al pasillo a practicar un breve reconocimiento del terreno. Vuelve y dice:

- No se ve ni el rabo de una mosca. ¡ Díselo ya Juan! Y date prisa.

Los dos hablan en su idioma. La mujer los mira toda roja de vergüenza. Nosotros sonreímos complacientes, bondadosos; hacemos gestos de indiferencia... Pero ¿es esto algo tan importante? ¡Al diablo todos los prejuicios! Eso es de otros tiempos. Aquí el ebanista Lewandowski, un soldado lisiado; y aquí está su mujer. ¿Quién sabe cuándo volverá a verla? La quiere poseer y la poseerá. Y punto redondo.

Lewandowski sólo puede tenderse de costado, y en esta postura le mete uno, bajo la espalda, dos almohadillas. A Alberto le ponen el niño en los brazos, y nosotros volvemos la espalda. La manteleta negra desaparece bajo la colcha, y nosotros jugamos a la baraja haciendo mucho ruido y hablando de varias cosas.

Todo va bien. Yo tengo en la mano un juego difícil que tal vez dé lo suyo. Con esto, casi olvidamos a Lewandowski. Poco después comienza a lloriquear el niño, aunque Alberto le mece desesperadamente. Luego se oyen unos ruidos, y cuando al azar levantamos los ojos, ya vemos al niño con el biberón en la boca, en brazos de su madre. La cosa salió perfectamente.

Ahora somos como una gran familia. La mujer se anima mucho. Lewandowski rebosa felicidad. Suda. Desempaqueta la bolsa bordada, de donde salen unas salchichas excelentes. Lewandowski toma un cuchillo y corta la carne en pedazos. Con un gesto magnánimo, señala hacia nosotros, y la menuda y sumisa mujer va de aquí para allá, sonriéndonos, repartiendo la salchicha. En estos momentos casi nos parece bonita. La llamamos "madre". Se alegra, nos acomoda bien las almohadillas.

* * *

Semanas después, debo ir cada mañana al instituto de Zander. Allí me atan la pierna a un aparato y la mueven. El brazo se curó hace tiempo.

Llegan nuevos transportes del frente. Ya las vendas no son de tela; son de papel crespón blanco. Escasea mucho la gasa para vendajes.

El muñón de Alberto se cura bien. La herida está casi cerrada. Dentro de unas semanas debe ir a un instituto de ortopedia a que le pongan la pierna artificial. Aun habla poco, y es mucho más serio que antes. A veces se interrumpe al hablar; mira con los ojos muy abiertos a un punto fijo. Si no estuviese junto con nosotros, se hubiera suicidado hace tiempo. Pero ya pasó lo peor. Algún día, cuando jugamos a la baraja, le vemos que nos mira.

Me conceden un permiso para reponerme del todo.

Mi madre no quiere dejarme marchar. Está muy enferma. Todo mucho peor que la última vez.

Después me llaman del regimiento y regreso al frente.

La despedida de mi amigo Alberto Kropp es penosa. Pero esto lo van aprendiendo con el tiempo los soldados.