Los blancos de Villegas

(Por el Comandante Manuel Prado)

Tenía el Regimiento 3 de Caballería de línea más de trescientos caballos blancos, elegidos, sanos, fuertes y ligeros, para reserva del cuerpo.

Cuando marchaba el 3 en alguna campaña, detrás de los indios que entraban o salían, los blancos iban del cabestro, de tiro, para el momento de alcanzar y chocar con los bárbaros.

Que Villegas cuidaba estos animales con más interés que su propia persona no hay ni que hablar.

Eran célebres sus blancos; y más que ellos, la pasión que les tenía el coronel.

Una tarde, el 18 de Octubre de 1877, y con motivo de que al día siguiente debía formar el Regimiento a caballo, dióse orden de que los blancos fueran llevados de la invernada y encerrados durante la noche en un corral zanjeado que existía a doscientos metros de la orilla del campamento.

El sargento Francisco Carranza y diez soldados daban, esa noche, guardia a los blancos.

Tocóse diana a la hora de costumbre, minutos antes de aclarar, y nada hubo que alarmara la quietud de la guarnición.

Es verdad que faltaba el parte del sargento Carranza; pero, un cuarto de hora más o menos, cuando no ocurría novedad, ¿qué importaba?

Por otra parte, el sargento tenía muchas cosas que atender antes de ir al detall a decir: "Sin novedad".

Habría pasado apenas media hora desde la diana cuando apareció tambaleando como un ebrio, pálido, desencajado, el sargento Carranza.

El trompa de órdenes al verlo en aquel estado, lo detiene y le pregunta:

–¿Qué le sucede, mi sargento?

–¿Y... el... co... ro... nel –tartamudeó Carranza.

–Acostao. Pero, ¿qué tiene usted que se desmorona?

–¡Los blan... cos! ¡Los blan...!

–¿Qué dice? –aulló el moreno–. ¡Santa Bárbara! Pero no... no puede ser... ¿qué le ha pasao a los blancos?

–Los indios los...

–¡Jesucristo! mi sargento. Y usted no se resierta. ¡Madre mía! ¡El coronel le encaja, de siguro, cuatro balas!

–Así debe ser el soldado que es soldado, y que no cumple con su deber. ¿Oye usted? No deserta cuando falta; porque no debe agregar un crimen a otro crimen.

El espíritu militar había vuelto al viejo Carranza su energía, y hablaba claro y fuerte.

–¿Dónde está el coronel para darle cuenta y para que me fusile si quiere?

–Aquí, sargento. ¡Oyendo a usted que se ha dejado robar los blancos sin defenderlos, porque se ha dormido, porque es un... flojo! ¿Usted sabe lo que hace un soldado cuando le pasa lo que a usted?

–Señor...

–Se mata, sargento, y no tiene cara para venir a decirle a su jefe que hizo mal en distinguirlo con su confianza y con su aprecio.

–Mi coronel, antes de matarse uno debe hacerse matar. Vengo a pedirle que me condene.

Villegas permaneció mudo largo rato.

Oprimiendo, la frente con las manos, cavilaba.

¿En qué?

¿En el suplicio a que iba a condenar al sargento Carranza?

¡Sepa Dios lo que bullía en la cabeza del coronel!

De pronto se endereza, mira fijamente a Carranza y le dice:

–Llame al mayor Sosa.

Cinco minutos después el segundo jefe del 3 de Caballería llegaba a donde se paseaba el jefe de la División.

–Ordene, coronel.

–¿Qué fuerza disponible hay en el cuartel?

–Ochenta hombres, señor.

–Bueno. ¿El mayor Solis?

–En su alojamiento.

–Bien. Acérquese. Este sargento –añadió Villegas señalando a Carranza– se ha dejado robar con los indios los caballos blancos: Ahora mismo el mayor Solis, al mando de veinte soldados, marcha y se interna en la pampa, montado de manera que pueda ir siempre al gran galope. Cuando vengan caballos de la invernada –que voy a pedir–, marcha usted con treinta soldados más; alcanza al mayor Solís, lo pone a sus órdenes y usted me trae los caballos blancos. ¿Ha entendido?

–Sí, senor.

–Y a este señor sargento lo lleva con usted, y si no es tan bravo como descuidado, le salda esta deuda que ha contraído.

2

¡A traer los blancos!

¡Y a traerlos de los toldos, y con sólo cincuenta hombres!

El coronel Villegas era verdaderamente temerario.

¡Internarse en la pampa, desconocida y misteriosa, con un puñado de milicos y con ia orden de no volver sin los blancos!

¡Qué diablo! Donde manda capitán no manda marinero.

Adelante y sea lo que ha de ser.

A las siete de la mañana sale Sosa de Trenque Lauquen, a cuatro caballos por individuo. Con él van: Julio Alba, Juan P. Spikerman. Julio Morosini, Domingo Vera y Belisario Supiciche. Este último, cadete entonces, al tiempo de montar a caballo observó que, como de costumbre no tenía cigarros. Le pidió a un soldado fuera a lo de Fanton a buscar tres atados de negros, que le pagaría al pasar.

Cuando el piquete desfilaba delante de la casa del pulpero, sale éste a la cruzada y le dice a Supiciche:

–Et, mon ami, les cigares?

–Magníficos... Un poco aventado el tabaco... pero marchan.

–Yo no diga esa. Yo diga: la plata.

–¡Ah! –sonrió el cadete, sorprendido del cobro en aquella situación de miseria y de barullo–. ¡La plata... ! ¡Apunte! –y castigando el caballo fue a incorporarse a la fila.

El francés quedó rezongando, y al entrar a la pulpería exclamó:

–¡Que apuente... ! ¡Sacrée...! Le Diable le apuentará, no a guidao, a todo ellos.

Contra los pronósticos del honorable Fanton, si el Diablo apuntó entonces, no dio en el blanco y se chingó.

La comisión de Sosa tuvo un éxito superior a todo cuanto era posible imaginar.

Los indios, una vez que salvaron la zanja, con el robo seguro, enderezaron al toldo, convencidos de que nadie iría allí a buscarlos. Y creyeron mal esta vez, por su desgracia, porque el 21 de Octubre el comandante Sosa los sorprende, a cuarenta leguas de la zanja, jugando al naipe entre ellos lo robado, y les da tal lección que ha de conmover al desierto entero.

3

Hemos visto ya como Villegas ordenó: ¡Y tráigame los blancos! –Esto quería decir: No vuelva si no los trae.

Con semejante proclama, el mayor Sosa arregló la marcha, una vez que hubo alcanzado a Solis, y cuando menos lo creía, cae de improviso sobre una tolderfa levantada en el bajo de una laguna (Loncomay) rodeada de monte. Los indios de pelea son cincuenta y dos y sólo hay un caballo atado al palenque. La gente se divierte, jugando al azar cada uno la tropilla que le había tocado en el botín: ese botín que pastaba mansamente en el cañadón, junto a cuatrocientos caballos de los pampas.

Fraccionada la fuerza en dos mitades, una para arrebatar las caballadas y otra para atender a las tolderías, Sosa ordenó al trompa que tocara a la carga.

Querer pintar aquí la sorpresa de los indios es intentar un trabajo superior a nuestras fuerzas.

Baste decir que, media hora más tarde, cincuenta y un indios habían muerto, que se habían rescatado los blancos y quitado la caballada de los ladrones, que había ciento y tantos de chusma prisioneros y que sólo un indio pudo salvarse escapando, en pelo, en el caballo que estaba atado al toldo.

Los milicos volvieron con las maletas hasta el tope de chafalonía y pilchas finas.

El regreso es verdad que fue un poco arriesgado, porque el salvaje salvado puso en conmoción el avispero y llovieron indios sobre la columna de Sosa; pero, sin sufrir un solo contratiempo, fueron batidos, y el 24 de Octubre volvían los blancos a Trenque Lauquen, habiéndose, por causa de ellos, demostrado que golpear a los indios en sus propia tolderías era simple cuestión de audacia y buenas caballadas.

Villegas fue a recibir con un abrazo a Sosa; y hasta Fanton, entusiasmado, se arrimó a Supiciche y le dijo:

–Te felicita, cadete, y te perdona les cigares. ¿Pero mi darás un caballita?

Las indias prisioneras, ¡lo que son hasta las pampas!, al día siguiente habían elegido entre los soldados, cada una, un reemplazante al finado que aquéllos dejaron panza arriba en Loncomay.