por Erich Maria Remarque
CAPÍTULO XI
Ya no contamos las semanas. Era invierno cuando llegué, y cuando estallaban las granadas casi eran tan peligrosos los terrones helados como la metralla. Ahora los árboles están verdes, de nuevo. Nuestra vida oscila entre el frente y la barraca. En parte, estamos ya acostumbrados: la guerra es una manera de morir, como el cáncer o la tuberculosis, como la gripe o la disentería. Sólo que las muertes son más frecuentes, más diversas, más crueles.
Nuestros pensamientos son arcilla, modelada por el fluir del tiempo. Despiertan cuando estamos en reposo; mueren cuando estamos en medio del fuego. Campo arrasado por dentro y por fuera.
Todos son así, no sólo nosotros. Lo anterior ya no vale; no se sabe ya qué era lo anterior. Se ha borrado casi, son apenas perceptibles las diferencias creadas por la educación, por la cultura. Dan a veces ventajas para sacar mejor partido de una coyuntura, pero también acarrean prejuicios, provocan obstáculos que había que vencer primero. Es como si antes todos hubiéramos sido monedas de países distintos, y ahora estuviésemos fundidos todos con el mismo cuño. Si se quiere reconocer diferencias, es ya preciso analizar el metal químicamente. Somos soldados. Y sólo después, y de un modo extraño, tímidamente, seguimos siendo personas.
Una gran fraternidad que junta en sí, de modo sorprendente, un efluvio de esa camaradería que despiertan las canciones populares, con el sentido de solidaridad de los penados, con la mutua ayuda que se prestan los condenados a muerte; que funde todo esto a una determinada escala de la vida; que se acusa en medio del peligro, de la inquietud suma, de la mortal soledad; que arrastra consigo velozmente las horas ganadas, de un modo en absoluto antipatético. Algo heroico y banal, si quisiéramos fijarle un valor... Pero ¿quién querría fijarlo?
Podemos verlo en esto: en que Tjaden al iniciarse un ataque, se come con una prisa enorme su sopa de tocino, porque no sabe si vivirá dentro de una hora. Largo tiempo hemos discutido acerca de esto, acerca de si se debe o no hacer. Kat lo rechaza. Dice que hay que contar con un balazo en la barriga, y el balazo es mucho más peligroso en un vientre lleno que en un vientre vacío.
Estos son nuestros problemas. Esto es lo mas serio para nosotros, y no puede ser de otro modo. Aquí la vida, siempre al costado de la muerte, tiene una faz terriblemente sencilla: se limita a lo más necesario; todo lo demás quedó profundamente dormido. Algo primitivo que nos salva. Porque si conservásemos nuestra diferenciación, nuestra verdadera personalidad, estaríamos ya locos, hubiéramos desertado, sucumbido. Es como en una expedición al Polo. Toda manifestación vital debe ser aprovechada solamente para sostén de la existencia; debe ser fijada exclusivamente en este sentido. Lo demás es desterrado, porque consumirá inútilmente fuerzas. Esta es la única manera de salvarnos, y muchas veces me veo ante mí mismo como, ante una persona ajena a mí, si el fulgor misterioso del tiempo anterior - en horas de reposo - dibuja fuera de mí, como en un espejo empañado, los perfiles de mi existencia actual. Y me maravilla ver cómo ese impulso imponderable, llamado vida, se haya adaptado a estas formas. El resto de mi vida exterior duerme un sueño invernal. La misma vida de hoy está en perenne acecho contra el amago de la muerte; nos ha convertido en bestias pensantes, para darnos el arma terrible del instinto; nos llena de apatía, para que no nos aniquile el espanto que nos invadiría al pensar con clara conciencia... Evocó en nosotros el espíritu de la camaradería para hurtarnos al abismo del ser abandonado... Nos concedió la indiferencia de los salvajes para que podamos, con todo, sentir cada momento lo utilitario, guardándolo como reserva contra la invasión de la nada. Vivimos así una existencia espesa, dura, en la más extrema epidermis: y sólo, a veces, arranca de ella chispas algún suceso. Pero entonces, por sorpresa, emerge de allí una llamarada de abrumador, de terrible anhelo.
Estos son los instantes que nos demuestran cómo la adaptación es sólo artificial; que no se trata de calma en verdad, sino de una enorme tensión capaz de producir la calma. En nuestros modos externos de vida, apenas nos diferenciamos del bosquimano; pero mientras éste puede continuar así siempre, porque así es - o se desarrolla en el mismo sentido por el vigor de su espíritu - con nosotros ocurre lo contrario: nuestros ímpetus interiores se intensifican, no para evolucionar hacia adelante, sino hacia atrás. El bosquimano no vibra, porque así es naturalmente; nosotros vivimos en extrema vibración, y somos así artificialmente.
Y a la noche, aterrorizado, al despertar de un sueño, sometido, hecho juguete de un fascinador torrente de fantasmas que se acercan, advierto cuán frágil es el sostén, qué delgado el muro que nos separa de las sombras... Tenues llamitas, levemente protegidas por quebradizos tabiques, de la tempestad del aniquilamiento, de la falta de sentido, en que nos estremecemos, en que casi nos extinguimos. Luego, el estruendo del combate forja un anillo que nos ciñe, y acurrucados, con los ojos muy abiertos, avizoramos en la noche... Como único alivio percibimos el aliento de los camaradas que duermen. Y así aguardamos la mañana.
* * *
Cada día y cada hora, cada granada, cada muerto, van royendo este frágil tabique. Los años lo desgastan rápidamente. Ya veo cómo se derrumba, poco a poco, en torno mío.
Ocurre, por ejemplo, el caso de Detering.
Era uno de los más meditabundos. Su infortunio se produjo al ver en una huerta un cerezo en flor. Precisamente llegábamos de regreso de las primeras líneas, y este cerezo, en las cercanías de nuestro nuevo alojamiento, aparecía en un recodo ante nosotros, maravillosamente, con el alba. No tenía hojas. Era un gran macizo de flores blancas.
No vimos a Detering al atardecer. Por fin vino, trayendo en las manos unas ramas con flores de cerezo. Nos burlamos de él, le preguntamos si quería buscarse una novia. No nos contestó. Se tendió en su cama. A la noche oigo unos ruidos; pareció que él estaba haciendo su equipaje... Sospechando algo malo, me acerco a él. Detering finge no hacer nada. Le digo:
- No seas loco, Detering.
- ¿Qué? Es que no puedo dormirme.
- ¿Por qué te buscaste las ramas del cerezo?
- Creo que tengo derecho a llevármelas - contesta, obstinado.
Y un rato después:
- En casa tengo una gran huerta de árboles frutales. Hay muchos cerezos. Cuando están en flor parecen, desde el desván donde guardo el heno, como una gran sábana muy blanca... Y ahora es el tiempo.
- Quizá te den permiso. O tal vez te dejen volver a casa, porque eres agricultor.
Afirma con la cabeza; pero ya está muy lejos. Cuando estos campesinos se emocionan, tienen una expresión extraña; una mezcla de vaca y de dios nostálgico, entre estúpida y conmovedora. Para sacarle de sus pensamientos le pido un pedazo de pan, y me lo da sin protestar. Esto es sospechoso, porque siempre fue tacaño. Por eso me quedo despierto, vigilándolo. Nada ocurre. Al amanecer sigue como de ordinario.
Seguramente notó que le estaba observando. Con todo, a la mañana siguiente desaparece. Yo me doy cuenta enseguida; pero no digo nada para darle tiempo. Quizá pueda pasar la frontera. Algunos ya lograron penetrar en Holanda.
Al pasar lista se advierte la falta. Una semana después nos dicen que le cogieron los gendarmes. Esos despreciables policías del Ejército. Detering había tomado la dirección de Alemania, cosa naturalmente imposible... y, desde luego, lo había hecho todo neciamente. Cualquiera pudo ver en eso que la fuga no era otra cosa que nostalgia invencible, ofuscación momentánea Pero ¿qué saben de esto los vocales del Consejo de Guerra a cien kilómetros a retaguardia del frente?
No volvimos a oír hablar de Detering.
* * *
Pero a veces se desborda aquello de otro modo. Sentimientos peligrosamente reprimidos, como calderas de vapor calentadas en extremo. Hay, pues, que contar también el fin que tuvo Berger.
Hace tiempo que nuestras trincheras están muy deterioradas, que tenemos el frente variable; de modo que bien puede decirse que no es esta ya una guerra de posiciones. Cuando han transcurrido el ataque y el contraataque, queda una línea rota y una lucha encarnizada de embudo a embudo. La primera línea está quebrantada, y por todas partes se forman grupos, nidos, en los embudos, desde los cuales se dispara.
Estamos en un embudo. Hay a nuestro lado ingleses. Arrollan un flanco y se sitúan detrás de nosotros. Estamos cercados. Es difícil rendirse; niebla y humo van y vienen por encima de nosotros; nadie podría conocer nuestro deseo de capitulación. Tal vez ni siquiera lo queremos; nadie sabe esto en trance semejante. Oímos aproximarse las explosiones de las granadas de mano. Nuestra ametralladora dispara contra el semicírculo delantero. El agua del refrigerador se ha evaporado, y hacemos circular rápidamente los bidones vacíos de agua para orinar dentro. Así hay líquido; podemos seguir disparando. Pero detrás de nosotros van aproximándose las detonaciones. Dentro de unos minutos estamos perdidos.
Ahora comienza furiosamente a funcionar, a pequeñísima distancia, otra ametralladora. Está junto a nosotros, en un embudo. La había buscado Berger. Los nuestros, situados más atrás, inician un contraataque, que nos liberta, que nos pone de nuevo en comunicación con nuestras líneas de segundo término.
Cuando ya estamos bien protegidos, uno de los que trajeron la comida cuenta que a unos centenares de pasos más allá hay herido un perro mensajero.
- ¿Dónde? - pregunta Berger.
El otro le describe el sitio. Berger se levanta para buscar el animal o para rematarle. Hace medio año no se hubiera preocupado de esto; hubiera sido razonable. Intentamos detenerle. Pero cuando se va de veras, nos limitamos a llamarle "loco" y le dejarnos ir. Porque estos ataques, estos "vértigos del frente", son peligrosos cuando no se puede arrojar en seguida al enfermo a tierra y sujetarlo. Y Berger mide un metro ochenta, y es el más fuerte de la compañía.
Verdaderamente está loco, porque tiene que atravesar la zona batida; pero vino esa centella que siempre está acechando sobre nuestras cabezas, cayó en él, le hizo perder el sentido. En otros ocurre que comienzan a enfurecerse, a correr frenéticos. Hubo uno que intentó sepultarse, cavarse la fosa con manos, pies y boca.
Claro que también se finge mucho en estas cosas; pero esta farsa es ya, si bien se mira, una señal. Berger, que quiere rematar el perro, es recogido con un balazo en la pelvis, y uno de que salen a buscarlo recibe otro balazo en una pantorrilla.
* * *
Müller ha muerto. Desde muy cerca le dispararon un cohete en el estómago. Aún vivió media hora con pleno conocimiento, en medio de atroces dolores. Antes de morir me entregó su cartera y me legó sus botas: las mismas que heredó de Kemmerich aquel día. Las uso, porque me van bien. Después de mí, las recibirá Tjaden. Así está convenido.
Pudimos enterrar a Müller; pero no quedará mucho tiempo en paz. Nuestras líneas retroceden. Hay enfrente demasiados regimientos ingleses, americanos, de refresco. Hay demasiado "corned-beef" y harina blanca de cebada. Y demasiados cañones nuevos. Y demasiados aeroplanos.
En cambio, nosotros estamos flacos, hambrientos. Nuestra pitanza es mala, adulterada para que aumente en cantidad; tanto, que caemos enfermos. Los fabricantes de Alemania se han hecho ricos; pero a nosotros nos quebranta los intestinos la disentería. Las letrinas están llenas de gente. A los que no salieron a campaña debieran mostrarles estas caras grises, amarillas, miserables, resignadas; estos cuerpos encorvados, a quienes el cólico les prensa la sangre del vientre; quienes, a lo más, se sonríen mutuamente con labios crispados, estremecidos de dolor.
- Ya no vale la pena - dicen - de subirse más los pantalones.
Nuestra artillería está agotada, le faltan las municiones; los cañones están de tal modo desgastados, que disparan con poca precisión, y, frecuentemente, sus descargas nos alcanzan a nosotros. Hay ya muy pocos caballos. Nuestras tropas de refuerzo son niños anémicos, que necesitarían restablecerse, que no pueden con la mochila, que sólo saben morir. A millares. Nada saben de la guerra. Se limitan a avanzar, a dejarse matar. Un solo aviador, por pura broma, derribó a dos compañías de antes de que supiesen en qué consiste una protección, cuando venían directamente del ferrocarril.
- Pronto estará Alemania vacía - dice Kat.
Vivimos sin la esperanza de que pueda esto acabar algún día. Ni siquiera lo pensamos. Se puede recibir una bala y morir, se puede caer herido y ser llevado a un hospital de sangre. Si no hay amputación, se va a parar, pronto o tarde, a manos de uno de esos médicos militares que llevan en el ojal una cruz de mérito de guerra, y dicen:
- ¿Cómo? ¿Una pierna algo más corta que otra? En el frente no tiene usted necesidad de correr si es usted valiente. Este hombre es apto para el frente. Retírese.
Cuenta Kat una de esas anécdotas que circulan por todo el frente, desde los Vosgos hasta Flandes; la historia del médico que lee unos nombres en la revista y dice al salir el individuo de la fila, sin mirarlo siquiera:
- Apto para el frente. Allí se necesitan hombres.
Pero sale de la fila un individuo con una pierna de palo y el médico sigue diciendo:
- Apto para el frente.
Entonces - Kat refuerza la voz - el individuo replica al médico:
- Ya llevo una pierna de madera; pero si ahora salgo al frente y una granada me rebana la cabeza, entonces me encargaré una cabeza de madera y me haré médico militar.
Todos sentimos una profunda satisfacción al oír esta contestación.
Habrá buenos médicos; muchos, realmente lo son; pero entre los cien reconocimientos que cada soldado tiene que sufrir, alguna vez se cae en las garras de uno de esos innumerables descubridores de héroes, que se afanan por convertir el mayor número posible de los que sólo sirven para servicio de guarnición, y aun de los que no sirven para nada, en "aptos para el frente".
Circulan muchas de esas anécdotas. Generalmente son mucho más crueles. Pero esto nada tiene que ver con derrotismos ni rebeldías. Son honradas, llaman a las cosas por sus nombres. Porque hay mucha farsa, mucha injusticia, mucha infamia en el Ejército. ¿No basta con que, a pesar de esto, regimiento tras regimiento vayan entrando en combate, cada vez más inútilmente, y que se siga y siga atacando aunque las líneas cedan, se quebranten poco a poco?
Los tanques, que al principio se tomaron en broma, resultan un arma terrible. Vienen blindados, rodando en una larga fila. Más que otras cosas, representan para nosotros el horror de la guerra.
No vemos los cañones que nos hacen fuego graneado; las líneas del adversario se componen de hombres como nosotros; pero esos tanques son máquinas, sus cadenas corren sin fin, como la guerra; son el exterminio cuando ruedan, implacables, por dentro de los embudos, cuando suben y bajan sin posibilidad de detenerlos. Flota de acorazados que surgen, que vomitan humo. Bestias de acero, invulnerables, que trituran cadáveres y heridos... Nos hacemos pequeñitos ante ellos, dentro de nuestra delgada piel; ante el empuje tremendo, nuestros brazos son como canutillos de paja; nuestras granadas de mano se convierten en fósforos.
Granadas. Vaho de gases asfixiantes. Flotillas de tanques... Ser triturados, corroídos, muertos...
Disentería. Gripe. Tifus... Ahogarse, arder, morir.... Trinchera, hospital. Fosa común... No hay otras posibilidades.
* * *
Durante un ataque muere el comandante de nuestra compañía Bertinck. Era uno de esos oficiales del frente realmente magníficos, que siempre se colocan los primeros cuando el trance es difícil. Desde hace dos años estaba con nosotros, sin haber sufrido herida alguna; así que tenía al fin que ocurrirle algo. Estamos cercados en un agujero. Con el vaho de la pólvora viene hasta nosotros el olor a aceite o petróleo. Divisamos a dos hombres con un lanzallamas; uno lleva el depósito a la espalda, el otro lleva en las manos una manga, de la que ha de brotar el fuego. Si se acercan tanto que nos alcance el chorro de llamas, hemos acabado; porque ahora precisamente no podemos retroceder.
Disparamos contra ellos. Pero, con todo, consiguen acercarse y la situación empeora. Bertinck está con nosotros en el agujero, y al advertir que no hacernos blanco - porque ante el fuego, intenso tenemos que cuidarnos mucho de protegernos - toma un fusil, se arrastra fuera del agujero, apunta, apoyando el fusil en algún relieve del terreno. Dispara... Al mismo tiempo llega, chasqueando, una bala. Le ha tocado. Pero allí se queda, allí vuelve a apuntar. Otra detonación. Bertinck suelta el fusil y dice.
- Bien.
Se desliza en el agujero. De los dos, el que venía detrás está herido. Cae. El otro pierde la manga del lanzallamas; el fuego salta a todos los costados; aquel hombre está ardiendo.
Bertinck tiene un balazo en el pecho. Poco después le arranca un casco la mandíbula. Aún le queda al casco fuerza para abrirle a Leer una brecha en la cadera. Leer gime, se apoya en los brazos, se desangra rápidamente. Nadie puede socorrerle. Como un pellejo que se va vaciando, se derrumba minutos después... ¿Qué le sirve ahora haber obtenido sobresaliente en matemáticas?
* * *
Avanzan los meses. Este verano de 1918 es el más sangriento y penoso. Los días son ángeles de oro y azul, que flotan inefables sobre el círculo de la muerte. Aquí lo saben todos: perderemos la guerra.
Se habla poco de eso. Retrocedemos. No podremos ya atacar, después de esa gran ofensiva. No hay soldados. No hay municiones.
Pero sigue la campaña. Se sigue muriendo.
Verano de 1918... Nunca la vida, en su aspecto más humilde nos pareció tan deseable como ahora. Las amapolas que salpican las praderas de nuestros alojamientos; los escarabajos brillantes en los tallos de las hierbas; el crepúsculo cálido en las habitaciones frescas, en penumbra; los negros y misteriosos árboles perfilándose en el ocaso; las estrellas, el correr del agua, los sueños, el largo dormir... ¡Oh, vida, vida, vida!
Verano de 1918... Nunca se sufrió tanto en el momento de salir para la primera línea. Los persistentes, los inquietantes rumores de armisticio y de paz brotan, sobresaltan los pechos, dificultan más que nunca el viaje.
Verano de 1918... Nunca fue la vida, ahí delante, tan amarga, tan espantosa en esas interminables horas de furioso bombardeo, cuando las caras macilentas yacen sumidas en el humo y las manos se crispan en un único: "¡No! ¡No! ¡Ya basta! ¡Ya basta!"
Verano de 1918... Aliento de la esperanza, que revuela sobre los campos calcinados. Violenta fiebre de impaciencia. De decepción. Escalofríos dolorosos de muerte. Una pregunta incomprensible:
¿Por qué? ¿Por qué no acaba ya? ¿Por qué van y vienen estos rumores de un próximo fin?
* * *
Vuelan por aquí tantos aeroplanos, y con tal tino, que cazan como a liebres los hombres aislados. Por cada avión alemán hay lo menos cinco ingleses y americanos. Por cada soldado alemán hambriento y extenuado en las zanjas hay a lo menos cinco robustos, de refresco, en las otras posiciones. Por un pan de munición alemán hay allí cincuenta latas de carne en conserva. No nos han vencido, porque somos mejores, más expertos como soldados. Sencillamente: nos aplastó la múltiple superioridad; nos fue empujando hacia atrás.
Pasaron unas semanas de lluvia. Cielo gris, tierra gris que se deshace; muerte gris. Cuando salimos en los camiones se nos filtra la humedad por los abrigos y uniformes. Y ahí queda. No nos secamos. El que aún lleva botas se las ata bien con sacos de arena, para que no penetre tan de prisa el fango. Los fusiles se recubren de costras. Y los uniformes. Todo está inundado, disuelto. Todo es una masa de lodo, chorreante, aceitosa, húmeda, por la que, sobre charcos amarillos, zigzaguean espirales de sangre roja. Masa en que muertos, heridos, supervivientes, se van hundiendo poco a poco.
La tempestad fustiga nuestras cabezas. El granizo de la metralla arranca de la masa gris, amarilla, enmarañada, gritos agudos de niño. Y por la noche, una vida torturada gime, quebrantada, hacia el silencio.
Nuestras manos son tierra, nuestros cuerpos barro; nuestros ojos, charcos de lluvia. Ya no sabemos si vivimos.
Luego nos prende el calor como una medusa. Húmedo, bochornoso, se filtra por nuestros agujeros. Un día de verano tardío, al ir por la comida, Kat se derrumba. Estamos los dos solos. Le vendo la herida; parece que tiene destrozada la canilla; un balazo en un hueso. Kat suspira desesperado.
- ¡Y ahora! ¡Precisamente ahora! ¡Aún!
Le consuelo.
- ¿Quién sabe el tiempo que durará este barullo? Tú, por lo pronto, te has salvado.
La herida comienza a sangrar mucho. Kat no puede quedarse solo, mientras yo buscaría los camilleros. Ni sé si habrá cerca alguna estación sanitaria.
Kat no pesa gran cosa. Me lo echo a la espalda y voy más atrás, donde le puedan curar bien.
Nos detenemos dos veces. Sufre con el transporte fuertes dolores. Nos hablamos apenas. Desabrocho el cuello de mi guerrera y respiro fuertemente. Sudo; tengo hinchada la cara por el esfuerzo. Pero le doy prisa, porque el sitio es peligroso.
- ¿Otra vez, Kat?
- No habrá otro remedio, Pablo.
- Vamos entonces.
Le levanto. Se sostiene en la pierna sana y se agarra a un árbol. Con mucha precaución cojo la pierna herida; él me ayuda. Cojo también la rodilla de la pierna sana bajo el brazo.
El viaje se nos hace más difícil. A veces, silba una granada. Voy lo más de prisa posible, porque la sangre de la herida va regando el suelo. No podemos apenas protegernos de las granadas, porque antes de llegar nosotros al suelo ya estallan.
Para esperar, nos tendemos, en un pequeño embudo. Doy a Kat té de mi cantimplora. Fumamos un cigarrillo.
- Sí, Kat - digo melancólico. Ahora nos tenemos que separar.
Se calla y me mira.
- ¿Recuerdas, Kat, cuando requisamos aquel ganso? ¿Recuerdas cuando me sacaste de aquel jaleo? Era yo todavía un recluta imbécil, y era la primera herida... Aun lloraba yo entonces, Kat; de esto hace casi tres años.
Afirma con la cabeza.
Me acomete el terror de quedarme solo. Si se llevan a Kat, ya no me queda aquí ningún amigo.
- Kat, en todo caso, tenemos que volver a vernos, si viene la paz antes de que vuelvas.
- ¿Tú crees que con un hueso así podré volver al frente? pregunta lleno de amargura.
- Te curarás bien. La articulación no está tocada. Quizá todo quede bien.
- Dame otro cigarrillo - dice él.
- Quizá podamos hacer algo juntos, Kat, más tarde.
Estoy muy triste. No es posible que Kat, mi amigo Kat, el de los hombros caídos y bigote fino y suave; Kat, a quien conozco de otro modo que a otro cualquier hombre; Kat, con quien he vivido todos estos años, es imposible que no vuelva a verle más.
- Dame tus señas, Kat, por si acaso. Y aquí tienes las mías. Te las apunto.
Meto el papelito en mi bolsillo interior. ¡Qué abandonado estoy ya, aunque él siga a mi lado! ¿Debo dispararme un tiro en el pie para poder seguir con él?
De pronto, Kat da unos ronquidos, se pone verde, amarillo.
- Vamos - tartamudea.
Me levanto de un brinco, afanoso de socorrerle; le cojo y empiezo a correr, a correr constantemente, aunque lento, para que no oscile tanto su pierna.
Tengo seca mi garganta. Danzan ante mis ojos luces negras, rojas. Al fin, a tropezones, implacable conmigo mismo, tenaz, llego al hospital de sangre.
Allí caigo de rodillas; pero aun conservo un resto de fuerzas para caer al lado donde va la pierna sana de Kat. Minutos después me levanto despacio. Mis piernas y mis manos tiemblan fuertemente. Apenas logro dar con mi cantimplora. Bebo un trago. Me tiemblan los labios al beber. Pero sonrío... Kat está a salvo.
Poco después distingo las voces enmarañadas que se agolpan a mis oídos.
- Podrías haber ahorrado esto - dice un enfermero.
Le miro sin comprenderle. El señala a Kat.
- Está muerto.
- Tiene un balazo en la canilla - digo.
El enfermero se para...
- Esto también.
Me vuelvo. Mis ojos están aún empañados. Me brota de nuevo el sudor, empapa mis párpados. Lo restaño, miro a Kat. Está inmóvil.
- ¡Desmayado! digo rápidamente.
El enfermero silba por lo bajo.
- Bueno. Esto sí lo entiendo mejor. Apuesto cualquier cosa a que está muerto.
Hago un signo negativo.
- Imposible. Hace diez minutos hablé con él. Se ha desmayado.
Las manos de Kat están calientes. Lo cojo por los hombros para darle una fricción con té. Ahora advierto que se humedecen mis dedos. Cuando los aparto de detrás de su cabeza los veo ensangrentados. El enfermero silba de nuevo entre dientes.
- ¿Lo ves?
Sin yo notarlo, ha recibido Kat, durante el camino, una esquirla de granada en la cabeza. Sólo es un pequeño orificio. Algún trocito muy menudo. Pero bastó. Kat ha muerto.
Lentamente me pongo de pie.
- ¿Quieres llevarte su libreta, sus cosas? - me pregunta el cabo.
Digo que sí y me los da. El enfermero está sorprendido.
- ¿Es que sois parientes?
- No, no somos parientes. No, parientes no somos.
¿Ando todavía? ¿Aún conservo los pies? Alzo los ojos, miro alrededor. Giro, los hago girar... Un círculo. Otro círculo... Hasta que me paro. Todo está como antes. Sencillamente ha sucedido esto: que murió el soldado de la segunda reserva Estanislao Katczinsky.
No sé más.