(Por el Comandante Manuel Prado)
Como este relato no tiene más objeto que fijar algunos recuerdos, sin pretensiones de libro, ni siquiera de apuntes para libro; como sólo es un apilamiento de cuentitos que, como vienen a la memoria salen de la pluma, pensamos que se nos hará gracia del estilo y de la ordenación cronológica, y aun de la exposición, que pudiéramos llamar lógica.
En consecuencia, y aclarado este punto, prosigamos.
El coronel Ortega había salido de Ñorquín a cumplir la parte que en el plan de la campaña dirigida por Villegas le cupiera.
Después de cinco días de marcha llegó a los toldos de Millamay, situados a quince leguas al sur del río Aluminé, donde encontró al cacique aquél dispuesto a reducirse con sus familias e indios de pelea.
Tras de un día de absoluto descanso, destinado a reponer las caballadas, Ortega fraccionó su fuerza (300 hombres) en direcciones distintas, aunque con propósitos idénticos - sorprender tolderías - tocándole al mayor Daza, del 3 de Caballería, el ataque al cuartel general de Reuque-Curá.
La fuerza a órdenes de Daza la formaban: el mayor Carlos O'Donnell y el teniente Pedro Toscano, con cincuenta soldados del 12 de Infantería, y el mayor Julio Morosini, capitán Rafael Niz, alféreces Prado y del Busto, con cuarenta de tropa del Regimiento 3.
Despedido Daza de Ortega, marchó durante la noche, calculando llegar al toldo de Reuque cuando el día empezara a clarear.
Así fue.
Apenas la aurora asomaba en el oriente, dorando las copas de los árboles, Daza desembocaba al frente de su fuerza en el valle donde el Generalísimo había tenido su estado mayor.
¡Nada!
Los toldos desiertos, los corrales abandonados, el fogón sin llama y frío, decían bien claro que el pájaro y sus pichones habían volado.
Los rastros que se hallaron eran frescos. Cuando más, la fuga databa de la tarde anterior.
¿Pero qué hacer? ¿Cómo pensar en resultado alguno cuando era fuera de duda que en aquel instante debíamos ser vistos desde los bosques o los cerros que circundaban el valle por el ojo despierto del salvaje?
Campar era lo primero que se imponía, y eso iba a hacerse, cuando de pronto, al salir de un matorral, vióse avanzar un jinete, mezcla de indio y de cristiano, por el traje y el apero del caballo. Vestía como el gaucho de las llanuras porteñas, pero tenía aperado el mancarrón - un verdadero sotreta cenizo, como decía el cadete Santos - al uso y costumbre del roto chileno.
Como hombre civilizado, cubría su cabeza un chambergo reluciente y nuevo, de anchas alas; botas finísimas de charol, con barrilitos, prensábanle las pantorrillas; pero - siempre los peros - como indio de buena ley llevaba al talón adherida la famosa espuela de madera, invención indisputable del salvaje.
Se acercó con desenfado y preguntó en castellano achilenado por el jefe de los españoles.
- Yo soy el jefe - contestó Daza - pero no mando españoles sino argentinos. ¿Y usted quién es?
- Ió ñor - repuso el recién llegado recalcando el acento chileno - ió soy Paillacurá.
Daza comprendió que, aun cuando no fuera más que Paillacurá, tenía de sobra para ser un bribón y merecer las caricias del correntino Vázquez, que se había acercado por si daban orden de tocarle el violín al prójimo aquel; pero comprendió que, en su situación, debía ser moderado y tener paciencia aún para llamar amigo y abrazar a Paillacurá.
- Mucho gusto - dijo Daza -. ¿Y qué se le ofrece a mi amigo y hermano Paillacurá?
- Tengo muchito que decir; vengo mandao por Reuque acerca del jefe de esta gente y quisiera parlamentar.
- Bueno - contestó Daza -, vamos a campar aquí y hablaremos mientras tomamos mate.
Eligióse un buen paraje para los hombres y los caballos, a orillas de un arroyuelo claro y fresco, como son en la cordillera esos desagües de la nieve que se derrite en la montaña, y cuando estuvieron tomadas las medidas que la prudencia aconsejaba, empezó el parlamento pedido por Paillacurá.
Daza, O'Donnell y Morosini, sentados en torno del fogón, que en un abrir y cerrar de ojos encendió el asistente, oían con gravedad de senador romano las proposiciones del bárbaro que iba a pedir paz.
Paillacurá era secretario de Reuque-Curá, intérprete de la tribu y jefe del registro civil del territorio. Ante él se casaban los novios y se divorciaban los maridos.
Tenía, según dijo, poder general para negociar la paz y venía a solicitarla en cambio de la sumisión de las milicias del General.
Con Reuque estaba su sobrino Namuncurá, y aunque éste influía en el ánimo del tío para no transar con los cristianos, aquél, viejo y arruinado, prefería una paz algo vejatoria - aunque fuera - para su dignidad de monarca, a una libertad llena de peligros, como aquel que representaba Daza con sus soldados y sus fusiles.
Fue tan hábil Paillacurá y supo tan bien manejar los recursos de su diplomacia que, cuando, a las diez de la mañana, después de ir y venir del toldo de Reuque al campamento de Daza, refirió que el cacique había fugado, quedó bien en el concepto de este jefe.
No dejaba de infundir sospechas la conducta del lenguaraz y secretario - pero el ingenio de que había dado pruebas acabadísimas concluyó por imponerlo como amigo.
- ¿Y ahora? - preguntó Daza -. ¿Ahora me volveré con el cuento de que me pitaron y burlaron? ¡No!
Y haciendo un gesto cual si con él quisiera decir que se echaba el alma atrás, llamó a sus oficiales y les dijo:
- Usted, mayor O'Donnell, por aquel lado - señalando a la derecha -; usted, mayor Morosini, por ese otro - la izquierda -, y yo, por aquí, al frente.
"Marcha: rápida y sin descanso.
"Instrucciones: reunirnos en la cumbre de la cordillera con indios y con chusma prisionera.
"¡A caballo!"
Dejemos a O'Donnell abriendo camino en el monte a filo de machete y a Morosini hundiéndose en las barrancas que la nieve sin consistencia ocultaba, para quedarnos con Daza: ya los volveremos a encontrar.
¿Ustedes no conocen a Daza, íntimo?
¿No?
Permítanme presentárselo.
Todo lo que tiene de excelente soldado y de valiente lo tiene también de testarudo y de rabioso.
Aquel fracaso era el primero que sufría en quince años de frontera, lidiando con peines como los capitanejos que obedecían a Namuncurá y Catriel.
Estaba acostumbrado a que los indios le hicieran frente en desproporción verdaderamente pampa - y eso le agradaba. Sabía cómo le latía el corazón en tales trances - pero nunca se le había ocurrido preguntarse qué harían sus nervios en situación como la en que se hallaba ahora.
El hombre estaba abombao.
Cuatro o cinco veces dio orden a su destacamento de marchar, y otras tantas lo mandó hacer alto. Si supiera que moviéndose iba a dar con todos los indios de la Patagonia, no hubiera vacilado; pero ante la idea de hallar siempre despoblado el valle y silencioso el bosque, titubeaba y no sabía qué hacer.
Paillacurá estaba a su lado, algo asustado, porque debió ver en la cara del mayor, lívida de rabia, algún signo que le decía: "Este hombre es capaz de una herejía".
De pronto, Daza se vuelve al indio y encarándolo fijamente le lanza esta consoladora proclama:
- Usted, so indio del diablo, va a ir con el capitán Niz; lo va a dirigir de manera que Namuncurá caiga en mi poder para hacer con él lo que me dé la gana. A usted lo van a llevar atado y de tiro, y... mírelo bien al capitán, y adivine si es capaz de cumplir o no lo que voy a decirle:
"Capitán Niz: usted marcha adelante con cinco soldados y este bribón de Paillacurá. Yo lo sigo de cerca. Si dentro de una hora de marcha no está sobre Reuque o Namuncurá, hace alto y manda lancear a este caballero canalla".
El correntino Vázquez, a riesgo de que le costara una paliza salir de su puesto en la fila, al oír la orden de Daza se puso de un salto al lado del indio.
Niz nombró los cinco soldados que debían acompañarlo, hizo que, por seguridad, fuera atado Paillacurá a la montura por debajo de la barriga de la mula y... adelante.
Daza seguía de cerca, nervioso, espoleando, sin motivo, al infeliz caballo que montaba.
Apenas había transcurrido media hora de marcha, guiados por Paillacurá, cuando un soldado de Niz fue a decir a Daza que tenían indios a la vista.
- ¡Al galope! - gritó el mayor.
Y diez minutos después hacía alto para reunir y contar los prisioneros que se acababan de tomar.
Paillacurá no estaba. En la confusión del primer momento se había eclipsado.
En cambio, habíase hecho presa especial: era la familia de Namuncurá; su primera mujer y su hija Manuela estaban allí.
En aquel momento, mientras Daza, algo templado, anotaba en su cartera la hora en que había caído parte de la familia real, Venus pasaba por delante del sol.
Era la mañana del 6 de diciembre de 1882.
Iba a continuarse la persecución cuando apareció Paillacurá, agitado, como alma que lleva el diablo.
Namuncurá, que iba allicito nomás, a pie, sin armas ni provisiones, lo había amenazado con lancearlo por traidor y él volvía para salvar el pellejo.
Daza, en quien los prisioneros hicieron al principio buena impresión, volvió a mostrarse ceñudo y enojado.
- ¡Vamos, - gritó - que Namuncurá se nos escapa!
- No hay cuidiao, mayor - interrumpió Paillacurá por hacer méritos -: ese gueñe ha di caer.
- Y si no cae te reviento por pícaro - replicó el mayor -. Yo voy a enseñarte a ser bribón.
- ¡Oh! - concluyó filosóficamente Paillacurá mirando a la mujer e hija del cacique fugitivo -. Estando la vaca atada el ternero no se va.
Por más que la vaca siguió atada, y a pesar de la actividad desplegada por Daza, ni Reuque ni Namuncurá fueron habidos. Se les tuvo cerca algunas veces, casi al alcance de la mano - pero en aquellas selvas impenetrables se escurrían como reptiles, o se despeñaban en los precipicios con agilidad de clown.
De noche, ya con la tropa y la caballada extenuada de fatiga, Daza acampó, para buscar al día siguiente la unión de Morosini y O'Donnell que operaban - como dijimos - en otros lugares.
Nosotros no podemos saber lo que pasó aquella noche en el campamento de Daza entre las sombras, no podemos adivinar qué ideas pudieron dominar al mayor en las horas largas y fatigosas de la velada; pero cuando, después de aclarar, y mientras la tropa ensillaba los caballos, él saboreaba el desayuno criollo - mate amargo - se le oyó decir:
- Verdaderamente, al pobre Namuncurá sólo le falta ahora que se deje agarrar.
Empezaba a tener lástima del indio. ¡Feliz Namuncurá!
Pocas horas más tarde las fuerzas de Morosini y O'Donnell se incorporaron. El primero de estos jefes había dado alcance a una familia de indios que iba camino de Chile y la traía consigo. El segundo no había dejado rincón en diez leguas a la redonda que no hubiera explorado o batido, y a pesar de estar alerta los indios, pudo hacer ocho o diez prisioneros y dar muerte a tres que se resistieron.
Después de esta operación, la comisión de Daza podía darse por terminada. Y, en efecto contramarchando, fue a buscar el campamento del coronel Ortega, jefe de la primera brigada.
Sepa Dios qué recuerdo guardará Daza de esta comisión, que nunca se la pudimos recordar sin verlo sonreir y oírle decir:
- ¡Ah! ¡Pobre Namuncurá!... ¡Es verdad!... Aquel día fue el "Paso de Venus"... por delante del sol...
Y de Paillacurá ¿no quieren ustedes noticias?
Una tarde, atacado tal vez de nostalgia, nostalgia de la china cariñosa y tierna, abandonó la división.
Se fue y no volvió. Pero es que, según dijeron unos indios prisioneros, cayó en manos de Namuncurá, y éste, como se lo había ofrecido, lo hizo lancear.
Francamente, si este fue el fin de aquel pillo, es fuerza convenir en que, a veces, cada uno recibe lo que merece.