La corrida de Villegas

y la muerte de Undabarrena

(Por el Comandante Manuel Prado)

Adolfo Alsina, entre otras cosas de magnitud extraordinaria, había emprendido la de abrir una zanja que, desde Fuerte Argentino, cruzara la pampa hasta la frontera sur de Santa Fe.

Decía el gran patriota que aquel trabajo haría imposible las grandes invasiones; pero sus enemigos, como siempre, tuvieron tema para ridiculizar al ministro de Guerra.

"Una zanja ancha de 1 metro y 25 centímetros, exclamaban, ¿qué obstáculo puede ser para el indio, cuyos caballos son capaces de salvar de un salto el Océano?".

Y a cada noticia de invasión salía la "zanja de Alsina" a relucir como una burla perenne al Gobierno que había cometido la locura de llevar las fronteras a Italó, Trenque Lauquen, Guaminí, Carhué y Puán.

A principios del año 1877, a pesar de la zanja, hubo una invasión colosal que dejó barridos los partidos de 9 de Julio, Bragado, Lincoln, etc. Es verdad que la División Guaminí, a órdenes de Marcelino Freyre y Enrique Godoy batió a la indiada, quitándole el arreo que no pudo salvar a causa de la zanja; pero este detalle no importaba.

La obra de Alsina era negativa, y fue preciso que el caudillo muriera para poderla encontrar conveniente primero y gigantesca después.

Creo que esto es general; y tengo para mí, por lo que veo, que si se quiere el juicio unánimemente favorable de los hombres, es preciso morirse o ser imbécil.

Valga cualquiera un poco, descuelle o intente descollar, esfuércese y persevere en el trabajo, y nadie lo libra del anatema de aquellos que todo lo saben, aunque no hagan otra cosa que maldecir y renegar contra los demás.

Y... aquí siento a mi vez que la pluma va a trazar rasgos que no quiero estampar. Y me detengo.

2

El 10 de Junio de 1877 era día de fiesta en Trenque Lauquen.

La tropa estaba de carne con cuero y tenía licencia para bailar y divertirse.

Todo hacía presumir un día de alegría, de tranquilidad y de regocijo para aquellos milicos que no sabían –desde largo tiempo atrás– lo que era desnudarse para dormir.

Pasó la hora de asamblea. Las guardias estaban relevadas y el corneta de órdenes de la Comandancia indicó: Puerta franca.

¡A la calle! Al toldo, a prenderle al cimarrón para abrir el apetito; a la pulpería, a liquidar de una vez el vale de cincuenta pesos moneda corriente que se había pescado... Allá iba la miliciada satisfecha con las horas de descanso que tenía por delante, halagada con el trozo de carne con cuero que iba a tocarle, como extraordinario, a la hora de almorzar.

A las once el toque de rancho reunió en el cuartel a todo el mundo.

Las vaquillonas estaban listas, asadas de una manera admirable, sabrosas, chorreando jugo; en la cuadra de la banda, la pipa de vino, y a su lado, jarro en mano, el sargento de guardia para distribuir a cada cual su parte.

En el momento de mayor animación, cuando aquel banquete de soldado había hecho olvidar a todos las penurias de la vida de frontera; oyóse de pronto, agudo, estridente, el toque de atención.

Hubo un instante de sorpresa:

¿Qué iba a seguir? ¡Nada! ¡Si era que tocaban orden general! Las carcajadas, los palmoteos, las voces de quinientos hombres que hablaban casi gritando, ahogaban las notas de la corneta que seguía lanzando al aire el eco belicoso del toque que indicaba novedad.

La guardia de prevención, repitiendo la generala, hizo que todo aquel mundo de gente alegre y bulliciosa quedara como en misa.

¿Qué había?

¡Generala!

Poco duró la sorpresa. El mayor Sosa llegaba en ese instante al cuartel, y con voz clara y penetrante mandó:

–¡A tomar caballos! ¡Listos, a formar con armas y monturas! El Batallón 2 de Infantería estuvo a caballo en un abrir y cerrrar de ojos, y en marcha al galope sobre la linea derecha de fortines.

A una legua de Trenque Lauquen, frente mismo al Fortín 2, acababa de aparecer un grupo de quinientos indios en actitud de pasar la zanja para invadir. Eran de Pincén, por lo audaces; y cuando en pleno día se presentaban a la vista de la guarnición, era porque estaban dispuestos a algo gordo.

En cuanto salió el Batallón 2 del campamento, descubrió a la indiada que se corría por la linea y emprendió la persecución.

El 3 de Caballería quedó esperando caballadas de la invernada para salir a su vez.

A la altura del Fortín Olavarría, el Batallón 2, que había rendido sus caballos en la persecución, y que tenía algunos soldados heridos en las escaramuzas que iban sosteniendo, fue atacado de pronto por la indiada y obligado a desmontarse para resistir el ímpetu de la carga furiosa que le llevaron las quinientas lanzas del indomable Pincén.

Al frente de aquella tropa bizarra, de historia gloriosa en los anales del Ejército argentino, estaban, sosteniendo la vieja tradición del 2, que fue escuela de Borges y de Orma, cátedra de Mitre y de Arredondo, el comandante Sáez y su valiente segundo, el mayor Moritán.

Los tenientes Vidal, Sáez (Adolfo), Dameli y los subtenientes César Aguirre y Osvaldo Godoy, secundaban el esfuerzo de sus jefes y hacían proezas de bravura.

Los remingtons de aquellos bravos no cesaban de vomitar la muerte para quebrar la inmensa muralla de bárbaros que avanzaba a la carrera, y que sólo fue dominada y dispersada cuando ya con sus chuzas alcanzaban el pecho de los soldados del 2.

Después de este rechazo sufrido por el temerario cacique y en el cual perdió el Batallón a los soldados Franco y Lera (muertos), y al sargento González, herido, no pudo continuarse la persecución en las cabalgaduras extenuadas y acampó la fuerza a poca distancia del fortín frente al cual acababa de batirse.

Entretanto, los indios así rechazados por el Batallón, habíanse dividido en dos columnas para fraccionar a la tropa que los persiguiera, y esta circunstancia fue casi fatal para nosotros:

Villegas, que llegaba en ese instante acompañado del camandante Domingo Jerez, del ciudadano Frías –un jovencito que aspiraba a ser cadete– del sargento Quiroga, del soldado Lorenzo Giles y del baquiano Silvano, creyendo marchar sobre la rastrillada del batallón, avanzó al galope, siguiendo la huella de una de las columnas de los indios.

Iba el coronel un tanto dado a los diablos. Nervioso; porque temía que su persecución no fuera a ser eficaz, no se fijaba en ciertos detalles que le hubieran hecho ver la mala dirección que seguía. Su ayudante y sus asistentes lo veían; pero ¿quién era el toro que le hubiera dicho al coronel: volvámonos, señor?

De pronto en la cumbre de un médano vióse un jinete, y Villegas, creyendo que fuera un centinela del 2 que hubiera campado allí, sin su orden, apuró la marcha, renegando y dispuesto tal vez a proclamar al comandante Sáez.

Pero allí no estaba el Batallón de Sáez: allí estaba un grupo de los indios de Pincén, en número de más de doscientos, y estaban a caballo y avanzaban formando cerco a Villegas y su escolta.

Cuando el coronel sintió el alarado de rabia lanzado por la tribu, que veía a mano buena y segura presa, intentó cargar; pero el sargento Quiroga, que velaba por la vida de su jefe, sereno y frío, acercósele y le dijo:

–Es inútil mi coronel.

–Y entonces, ¿qué quiere usted? –replicó Villegas, clavándole la vista como un puñal...

–Que se salve V. S.

–Yo no disparo, sabe usted so... sargento del diablo–. Y tuvo intenciones de romperle el cráneo de un tiro al milico que se permitía semejantes observaciones.

Pero debió recordar Villegas que se debía a su división, y volvió bridas.

En ese instante, el comandante Jerez, que había saltado en pelo en el caballo de reserva, estaba en gravísimo peligro:

El animal, desbocado, huía con Jerez en dirección a los indios. Fuerte era el comandante, y diestro, pero por más que hacía no le era posible dominar la boca de la bestia.

Iba a morir el primero.

Y ya lo lanceaban los indios, cuando girando el bruto, como un trompo, dio vuelta y siguió en su carrera vertiginosa en dirección a la zanja.

Jerez estaba salvado.

El cerco compacto de los indios estaba sobre Villegas, que no quería huir.

Se retiraba al galope, pero no disparaba. Si lo alcanzaban, pelearía, y si lo mataban, no sería sin que su vida costase un poco a los salvajes.

¡Era un rasgo temerario, un delirio del coraje, pretender batir a doscientos indios con cuatro hombres!

El joven Frías, que galopaba al costado de Villegas, fue sacado limpio de un lanzazo. El caballo, al sentirse libre del jinete, se asustó y huyó.

Villegas giró entonces sobre la montura y descargó un tiro de su revólver. Un pampa ábrió los brazos, hizo una cabriola y rodó por tierra: el tiro le había partido la frente.

En seguida cayó el soldado Giles, lanceado también, y un nuevo disparo del coronel derribó otro indio.

Quiroga había tirado la carabina y se defendía con el sable.

En aquella invasión venía un indio de nombre Platero, que conocía al coronel, y era él quien entusiasmaba a los salvajes gritándoles:

–¡Este Villegas...! ¡Este Villegas!

El coronel tenía el poncho acribillado a lanzazos.

Platero había caído herido por Villegas, y el revólver de éste estaba descargado ya, cuando, al frente, alcanzóse a distinguir una nube de polvo que avanzaba rápidamente. Era el alférez Domingo Vera, con cincuenta tiradores del 3 de Caballería, que llegaban a la carrera.

Los indios dejaron entonces a Villegas y a Quiroga y emprendieron la fuga.

Pero Vera, bien montado, pudo alcanzarlos y sablearlos, quitándoles gran número de lanzas y caballos ensillados.

Villegas se salvó, porque, fuerza es creer en el destino: "No le había llegado la hora todavía".