Por Ricardo Güiraldes
Un entrevero violento y fugaz - palabras de odio gritadas entre una carnicería de doscientos hombres que, al través de la noche, se sablean y atropellan, sobrehumanos, bramando coraje.
Combate rudo.
Por quinta vez, el gauchaje sorprendía el campamento realista; y en el aturdimiento de todos, lazo y bola habían hecho su obra.
Uno de los asaltantes, sin embargo, quedó en mano de los españoles. En cortejo de odio fue conducido al juicio de los superiores, y la pena de muerte cayó fatalmente.
La cabeza baja y casi escondida por lacia melena, el condenado oyó el veredicto. Sus ropas despedazadas descubrían el pecho, sesgado por honda herida.
Cuando la soldadesca tuvo segura su venganza, calmáronse los anatemas y maldiciones. Aproximábanse, por turno, para verlo, y también gozar de su estado.
Concluirían los asaltos y el terror supersticioso que supo imponer ese cabecilla peligroso cuyo apodo vibraba en boca del enemigo con entonación de ira. ¿Cuántos no ahorcó su lazo, y despedazó en la huída, mientras se golpeaba la boca en señal de burla?
Adelantóse el verdugo voluntario.
La tropa rodeaba con curiosidad, ansiosa de ver flaquear al que habían temido.
Por primera vez, El Zurdo alzó la cara y tuvo una mirada de pálido desprecio. Quería vejarlos antes de morir, herirlos con una palabra a falta de hierro, y sonrió sarcástico:
- ¿Por qué no yaman las mujeres?
La indignación hirvió en la tropa, los dientes rechinaron, hartos de ofensa; el sable temblaba en manos del verdugo. El Zurdo aprovechó el silencio, hablando con orgullo:
- En la sidera de mi recao tengo siento trainta tarjas, y ustedes, por más que me maten, no han de matar más que a uno.
Era el colmo. La tropa, indisciplinada, cayó sobre el preso, que desapareció entre un tumulto de brazos y armas. Cuando el jefe logró despejar su gente, El Zurdo había caído. En su cuerpo sangraban no menos heridas que tarjas reían en su sidera, pero fue un honor del cual no pudo vanagloriarse.