por Erich Maria Remarque
CAPÍTULO III
Nos envían refuerzos. Se llenan los claros en las barracas, se van ocupando los jergones de paja. En parte, son veteranos; pero también llegan veinticinco reclutas del último reemplazo; vienen éstos directamente de los campamentos de reclutas; tienen, aproximadamente, un año menos que nosotros.
Kropp me da con el codo:
- ¿Has visto a los párvulos?
- Hago un signo afirmativo. Abombamos el pecho, nos hacemos afeitar en el patio, metemos las manos en los bolsillos, nos ponemos a mirar a los soldados... y nos creemos militares aguerridos.
Katczinsky se junta con nosotros. Pasamos por los establos, y llegamos hasta los del nuevo reemplazo que ahora están recibiendo mascarillas contra los gases y café. Katczinsky pregunta a uno de los más jóvenes:
- ¿Es que hace tiempo que no os han echado de comer decentemente ?
El soldado hace una mueca.
- Por la mañana, pan de colinabos. A mediodía, legumbres, colinabos. Por la noche, chuletas de colinabos y ensalada de colinabos.
Katczinsky canturrea, como hombre experto:
- ¿Pan de colinabos ? Habéis tenido suerte, porque ya lo hacen también de serrín. Y tú, ¿qué dirías de unas alubias? ¿Quieres un buen golpe de ellas?
El muchacho se ruboriza.
- Creo que no me debes tomar el pelo.
Katczinsky sólo contesta :
- Coge tu marmita.
Les seguimos, curiosos. Nos lleva a un barril pegado a su jergón de paja. Está realmente mediado de alubias con carne de vaca. Katczinsky se instala ante el barril, en la actitud de un general, y dice:
- ¡Mucho ojo! ¡Largas las uñas! Es el santo y seña de los prusianos.
Miramos absortos. Yo pregunto:
- Por mi salud, Katczinsky, ¿cómo llegaste a reunir todo eso ?
- Aún se alegró el Tomate cuando lo acepté. En cambio, le di tres pedazos de seda de paracaídas. Es que las alubias saben muy bien frías.
Con el gesto de un protector, le da al joven una ración y le dice :
- Cuando vuelvas por aquí de nuevo con tu marmita, traerás en la mano izquierda un cigarro puro, o un rollo de tabaco de mascar, ¿comprendes ?
Después se vuelve hacia nosotros :
- Claro es que a vosotros os lo daré de balde.
* * *
Katczinsky es insustituible, porque tiene un sexto sentido. Hay gente así en todas partes; pero nadie presume de ellos que son así. Cada compañía tiene uno o dos de esta clase: Katczinsky es el más zorro de todos los que conozco. Me parece que es zapatero de profesión; pero esto nada importa; él entiende de cualquier oficio. Es bueno ser su amigo. Kropp y yo lo somos, y también, a medias, lo es Haie Westhus. Pero éste es ya un miembro más activo, porque trabaja bajo las órdenes de Katczinsky cuando hay que llevar a cabo alguna perrería que exige el concurso de los puños. En pago, tiene luego sus ventajas.
Por ejemplo: llegamos a un pueblo completamente desconocido, un ruin pueblecito del cual en seguida se ve que le han saqueado todo menos los muros. Para alojamiento nos dan una fábrica oscura, que han transformado en vivienda. Hay camas, es decir, una especie de camastros: unos tablones con una malla de alambre.
La malla es dura. No tenemos mantas para ponerlas debajo; necesitamos nuestra manta para cubrirnos. Las lonas de las tiendas son demasiado delgadas.
Katczinsky se da cuenta de todo y dice a Haie Westhus:
- Ven conmigo.
Se van, penetran en el pueblo completamente desconocido. Media hora después están ya de vuelta, con unas brazadas de paja. Katczinsky halló un establo y dentro de él, la paja. Ahora podríamos dormir abrigados si no tuviésemos un hambre canina. Katczinsky pregunta a un artillero ya más ducho en conocer el país:
- ¿Hay cerca, por alguna parte, una cantina?
EI artillero se ríe.
-¡Narices! Aquí no hay nada de nada. .Aquí no encuentras una mala corteza de pan.
- ¿Es que no hay ya vecinos?
El artillero escupe.
- Algunos hay, pero esos andan merodeando, mendigando, alrededor de cada olla.
Esto va mal. Tendremos que apretar nuestros cinturones hasta el último ojal, el del más riguroso ayuno. Y esperar hasta mañana, a que lleguen los víveres.
Pero observo que Katczinsky se encasqueta la gorra, y le pregunto:
- ¿Adónde vas, Katczinsky ?
- Voy a ver si, efectivamente, no hay nada por ahí.
El artillero se ríe, burlón.
- Mira, mira lo que quieras. Cuando vuelvas, cuida no te derrengue tanto peso.
Nos acostamos, desencantados. Se piensa en si debemos morder un poco las raciones "de hierro", que no deben tocarse sin orden superior. Pero eso nos parece demasiado peligroso. Se intenta poder dormir un poco.
Kropp rompe en dos un pitillo y me da una mitad. Tjaden habla del plato típico de su región: judías gordas con tocino. Dice que se hace mal en prepararlas sin poner ajedrea en el guiso. Pero, ante todo, hay que cocerlo todo junto. Y - ¡por Dios! - no cocer por separado las patatas, las judías y el tocino.
Alguien rezonga, rabioso .
- A ese Tjaden lo voy hacer ajedrea si no se calla inmediatamente.
Luego, todo queda en silencio en el gran dormitorio. Sólo y algunas bujías chisporrotean, metidas en cuellos de botellas; y de vez en cuando, escupe el artillero.
Ya estamos medio dormidos cuando se abre de par en par la puerta y reaparece Katczinsky. Me parece un sueño: trae dos grandes panes bajo el brazo y en la mano un saco ensangrentado, con carne de caballo.
Al artillero se le cae la pipa de la boca. Toca el pan, y dice:
- Es pan, verdaderamente, y tierno.
Katczinsky no dice nada. Tiene pan: lo demás no importa. Creo que si le dejasen abandonado en el desierto, encontraría, al cabo de una hora, alguna cena de dátiles, carne asada y vino. Dice secamente a Haie:
- Haz unas astillas.
Saca luego una sartén de debajo de la guerrera, y del bolsillo un cucurucho de sal y hasta un trozo de manteca. Katczinsky piensa en todo. Haie enciende lumbre en el suelo. En la sala vacía de la fábrica crepita la leña. Nos marchamos de los jergones.
El artillero titubea. Piensa si debe hacer elogios de Katczinsky para sacar él también algo de provecho. Pero Katczinsky ni siquiera le mira, como si fuese para él un poco de aire. Hasta que el artillero se marcha, blasfemando.
Katczinsky se sienta a mi lado, porque habla conmigo a gusto se ponga tierna. Porque no debe meterse enseguida en la sartén. Antes es preciso cocerla en un poco de agua.
Nos sentamos en el suelo, alrededor de la carne, navaja en mano, y nos darnos un atracón.
Este es Katczinsky. Si algún año, en ciertos parajes, sólo en una hora determinada se pudiese hallar algo que comer, en esa hora precisa y en ese punto, se pondría Katczinsky su gorra y como empujado por una iluminación, iría directamente a buscar la comida, y guiado por su brújula, la hallaría.
Lo encuentra todo. Si hace frío, estufas pequeñas, leña, heno, paja, mesas y sillas. Y, ante todo, qué comer. Es inexplicable: se podía creer que tiene comercio con las brujas. Su hallazgo más feliz fueron cuatro latas de langosta. Verdad es que hubiéramos preferido manteca.
* * *
Nos hemos tumbado junto a las barracas, donde hace sol. Huele a brea, a sudor de pies, a estío.
Katczinsky se sienta a mi lado, porque habla conmigo a gusto. Esta tarde hemos tenido que hacer durante una hora ejercicios de saludos, porque Tjaden saludó con negligencia a un comandante. Esto no le cabe a Katczinsky en la cabeza. Opina:
- Verás, perderemos la guerra, porque sabemos saludar demasiado bien.
Kropp se acerca, andando como una cigüeña, con los pies desnudos, los pantalones remangados. Tiende sus calcetines lavados sobre la hierba para que se sequen.
Comienzan los dos a disputar. Se apuestan una botella de cerveza a quién vence de dos aviadores que luchan encima de nosotros.
Katczinsky no se deja convencer, y mantiene su opinión. La expone en rimas, como viejo zorro del frente; habla del problema del oficial y el soldado.
Igual paga, igual comida,
pronto la guerra termina.
Kropp, en cambio, es un pensador. Propone que una declaración de guerra debería ser una especie de fiesta popular, con desfile y música, como en las corridas de toros. Entonces, los ministros y generales de los países deberían salir al ruedo en traje de baño, armados de estacas, y luchar. El país del que quedara vivo, ese sería el vencedor. Esto sería más sencillo y mejor de lo que ahora se hace aquí, donde pelean quienes no deben hacerlo.
La proposición agrada. Después, la conversación se desvía hacia el trato que se da en el cuartel.
Esto me recuerda una escena. Un calor sofocante del mediodía, en el patio del cuartel. El calor está posado sobre la plaza. Los cuarteles parecen estar abandonados. Todos duermen. Sólo se oye ensayar a los tambores. Se colocan en cualquier parte, y hacen su ejercicio, torpes, monótonos, estúpidos. ¡Qué tríptico! ¡Calor de mediodía, patio de un cuartel, ejercicios de tambores!
Las ventanas del cuartel están vacías, oscuras. De algunas cuelgan pantalones de bocací, a secar. Todos miran, ansiosos. hacia arriba. En los cuartos hay una temperatura fresca.
¡Oh, esos cuartos de compañía oscuros, malolientes, con camas de hierro, con las ropas a cuadros, con los armarios altos y estrechos, y sus banquitos delante! Hasta ellos pueden hoy hacernos soñar. ¡Aquí, en campaña, llegáis a ser vosotros un reflejo vago de la casa materna, cuartos espesos de vaho de comida vieja, de gente dormida, de humo, de uniformes!
Katczinsky los describe con vivos colores, con emoción intensa. ¡Cuánto daríamos por volver a ellos! Porque, a más, ya no nos atrevemos a aspirar.
Y las horas de instrucción por la mañana:
- ¿En cuántas partes se divide el fusil?
Y las horas de gimnasia por las tardes:
- Los que sepan tocar el piano que den un paso al frente... Bien. ¡Por la derecha! A presentarse en la cocina para pelar patatas.
Saboreamos gozosamente los recuerdos. De repente, Kroly se echa a reír y dice:
- ¡Cambio de tren en Loehne!
Este era el juego predilecto del suboficial. Loehne es una estación de cruce. Y para que los licenciados no se perdieran allí, Himmelstoss hacía con nosotros ejercicios de cambio de tren en el local de la compañía. Debíamos aprender que era preciso cruzar un pasillo subterráneo, en Loehne, para tomar el tren correspondiente. Las camas representaban el paso subterráneo, y cada uno tenía que formar a la izquierda de la suya. Después, venía la voz de mando:
- ¡Cambio de tren en Loehne!
Y como rayos, pasábamos al otro lado, por debajo de las camas. Durante horas enteras hacíamos este ejercicio.
Entretanto, el avión alemán fue derribado. Como un cometa desciende en medio de una estela de humo. Kropp pierde con esto una botella de cerveza, y recuenta malhumorado su dinero.
- Seguramente Himmelstoss, como cartero, es un hombre modesto - digo, cuando Alberto va ya olvidando el contratiempo. - Pero ¿cómo puede ser tan bruto de suboficial?
La pregunta reanima a Kropp.
- No es sólo Himmelstoss. Son muchísimos. Tan pronto como se ponen galones o un sable, se convierten en otros; se endurecen, como si hubieran comido cemento.
- Eso viene del uniforme - supongo yo.
- Aproximadamente - dice Katczinsky, y se arrellana bien antes de comenzar su gran discurso. - Pero la causa es otra. Mira, aunque adiestres un perro para que coma patatas, si luego le pones delante un trozo de carne, lo agarrará, porque así se lo reclama su propia naturaleza. Y si ofreces a un hombre un poquito de poder, le sucede lo mismo: lo quiere coger. Esto es instintivo. Porque, ante todo, el hombre es por su esencia un animal, aunque después lleve por encima un poco de decoro, como el panecillo lleva la mantequilla. En filas sucede que cada uno tiene siempre dominio sobre algún otro. Y lo peor es que cada uno tiene demasiado dominio. Un suboficial puede hacer sufrir a un soldado raso, hasta que éste se vuelva loco. Lo mismo sucede con un teniente y un suboficial, con un capitán y un teniente. Y como todos saben esto, en seguida se acostumbran. Toma como ejemplo lo más sencillo: volvemos del polígono rendidos. Dan la voz de mando: "¡Canten!" Bueno, cantamos flojamente, porque a cada uno le alegra poder todavía con su fusil. Y en seguida torna la compañía al polígono y comienza de nuevo el ejercicio. Una hora más, de castigo. Al emprender de nuevo la marcha, ordenan otra vez: "¡Canten!" Y ahora se canta bien. ¿A qué fin todo esto? El comandante de la compañía se salió con la suya, porque tiene poder para hacerlo. Nadie le reprochará nada; al contrario, gozará fama de ser un militar irreprochable. Y eso todavía es algo insignificante. Hay cosas mucho peores para meterse con uno. Yo pregunto: Sea lo que sea un hombre en la vida privada, ¿en qué profesión puede uno permitirse tales cosas sin que le rompan las narices? Esto sólo acontece en el Ejército. Y ya veis, se les sube a todos el mando a la cabeza. Y cuanto menos pintaban en lo civil, tanto más se les sube a la cabeza.
- Es que, según dicen, la disciplina es necesaria - opina Kropp sin gran firmeza.
- Siempre hay disculpas - murmura Katczinsky - y quizá tengan razón; pero la disciplina no debe llegar a ser una tortura sutil. Y vaya usted a explicárselo a un cerrajero, a un bracero, a un obrero. Cuénteselo usted a un soldado. Y eso son casi todos los de aquí. Esos sólo pueden ver que los martirizan y los envían después a la guerra, y saben exactamente lo que es preciso y lo que no lo es. Os digo que lo que aguanta aquí un simple soldado es demasiado. ¡Es demasiado!
Todos están conformes, porque todos saben que sólo en las trincheras termina la rigidez de la disciplina militar, aunque vuelve a pocos kilómetros del frente. Y vuelve en las cosas más imbéciles, como el saludar o el paso de parada. Porque es ley inexorable: El soldado debe tener cualquier ocupación.
En este instante, surge Tjaden. Lleva manchas rojas en la cara. Tan emocionado está, que viene tartamudeando, y con una satisfacción enorme, dice, letra por letra:
- Himmelstoss está en camino para acá. Le envían al frente.
* * *
Tjaden siente una rabia infernal hacia Himmelstoss porque éste le educó en el campamento de barracas de un modo particular. Tjaden sufre de incontinencia de orina; le sucede esto durante el sueño, por la noche. Pero Himmelstoss afirmó de un modo categórico que eso sería únicamente pereza de levantarse, y halló un medio digno de él para curar a Tjaden.
En una barraca próxima, encontró a otro soldado que padecía la misma enfermedad. Se llamaba éste Kindervater. Los puso juntos. Teníamos en las barracas la cama típica de hierro, con jergón de alambre, una sobre la otra. Himmelstoss los juntó así: uno tenía la cama encima de la del otro. El de abajo estaba, desde luego, en mala situación, de modo que tenían que cambiar a la siguiente noche: Subía el de abajo, para así poder tomar su desquite. En esto consistía la autoeducación de Himmelstoss.
La ocurrencia era infame, pero la idea era buena. Naturalmente, se aplicó sin fruto, porque la suposición era falsa: no se trataba de pereza en ninguno de los dos. Lo podía él mismo haber visto al fijarse en su tez pálida. La cosa acabó en que uno de los dos se acostó ya siempre en el suelo, aun a trueque de atrapar fácilmente un enfriamiento.
Haie, entretanto, se había sentado también junto a nosotros. Me hace guiños, se frota pausadamente sus manos enormes. Vivimos juntos la más hermosa jornada de nuestra vida militar. Fue la noche anterior a nuestra salida para el frente. Nos habían destinado a un regimiento recién organizado, pero antes nos enviaron a la ciudad para que nos suministraran uniforme de campaña y lo demás; no en el mismo cuartel de los reclutas, sino en otro. Debíamos salir a la mañana siguiente, y por la noche, fuimos a ajustarle las cuentas a Himmelstoss. Nos lo habíamos jurado semanas antes. Kropp iba en eso, tan lejos que se había propuesto estudiar, cuando viniese la paz, la carrera de Correos, para llegar a ser más tarde jefe de Himmelstoss, cuando éste volviese a ser cartero. El se solazaba en estas fantasías, pensando cómo le maltrataría entonces. Aquí estaba la razón de no podernos achicar: calculábamos siempre que algún día había de llegar nuestro turno; lo más tarde, al acabar la guerra.
Por lo pronto, queríamos molerle a palos. Si no nos reconocía, no nos podía ocurrir gran cosa; además salíamos a la madrugada siguiente:
Sabíamos en qué taberna solía estar todas las noches. Al volver de ella al cuartel, tenía que pasar por una calle sin urbanizar. Allí nos agazapamos detrás de un montón de piedras. Yo llevaba una sábana. Temblábamos de impaciencia, por si acudía o no solo. Al fin, oímos sus pasos, que conocíamos muy bien, que habíamos oído tantas mañanas cuando abría la puerta bruscamente, gritando:
- ¡Arriba todo el mundo!
- ¿Solo? - susurró Kropp.
- ¡Solo! - le contesto.
Tjaden y yo nos arrastramos hacia el otro lado del montón de piedras.
Brillaba ya la chapa de su cinto. Himmelstoss parecía algo bebido. Cantaba. Pasó cerca, sin sospechar nada.
Sábana en mano, brincamos silenciosamente. Se la lanzamos, por detrás, a la cabeza; lo envolvimos con rapidez. Quedó como en un saco blanco, sin poder alzar los brazos. Cesó de cantar.
Al momento, ya estaba junto a él Haie Westhus. Nos echó atrás, extendiendo los brazos, por querer ser el primero. Comenzó por ponerse en facha, refocilándose en lo que iba a llegar. Alzó el brazo - un brazo como un mástil de señales - la mano - como una pala de carbón - y dio tal golpe en el saco que hubiera podido matar a un buey.
Himmelstoss dio la vuelta de campana, y aterrizó cinco metros más lejos. Comenzó a rugir, pero esto lo teníamos previsto, porque llevábamos una almohada. Haie se agachó, puso la almohada entre las rodillas, cogió a Himmelstoss por la parte donde tenía la cabeza y le estrujó contra la almohada. Sus gritos eran ya sordos, y entonces se oían gritos agudos que de nuevo se apagaban.
Tjaden le soltó a Himmelstoss los tirantes y le bajó los pantalones. Entretanto, sujetaba el látigo con los dientes. Luego se irguió y comenzó la danza.
Una escena estupenda: Himmelstoss en el suelo; Haie, lleno el rostro de alegría diabólica, con la boca abierta por el júbilo, le sostenía la cabeza entre sus rodillas. Luego se veían los calzoncillos a rayas, temblorosos; las piernas en X que bosquejaban a cada golpe los más originales escorzos; el pantalón en los pies; y, sobre todo, en traza de leñador, el infatigable Tjaden. Hubo, al fin, que apartarle casi a viva fuerza para poder tomar nosotros parte en la tarea.
Al remate, Haie puso de nuevo en pie a Himmelstoss, y dio, para colofón, un espectáculo aparte. Pareció que iba a arrancar una estrella del firmamento, tanto alzó la mano derecha para darle un tremendo bofetón. Himmelstoss se derrumbó por un costado. Haie lo alzó otra vez, lo colocó bien de frente, y le obsequió con una torta primorosamente elaborada con la mano izquierda. Himmelstoss aulló y escapó gateando. Su rayado culo de cartero resplandeció a la luz de la luna.
Huimos a galope.
Haie miró de nuevo hacia atrás y dijo con rabia satisfecha, algo enigmático:
- La venganza es una morcilla.
Bien mirado, podía alegrarse Himmelstoss, porque él tenía por lema que uno debía educar al otro; la idea, pues, había dado fruto a costa de él. Fuimos discípulos aprovechados de sus métodos.
Nunca supo a quién tenía que agradecer el lance. En fin de cuentas, aún salió ganando una sábana, porque cuando horas más tarde pasamos por allí, no la encontramos.
Después de lo ocurrido aquella noche, salimos de allí bastante confortados, a la mañana siguiente. Por eso, una barba enorme que flotaba en el aire, nos llamó, muy conmovida: "Juventud heroica".