Ingeniosas deducciones

(Parte 8 de La pesquisa de Don Frutos, de Velmiro Ayala Gauna)


Dando un rugido de rabia, el indicado metió la mano en la cintura y la sacó empuñando un pequeño y agudo cuchillo, pero el cabo, con rapidez felina, se lanzó sobre él y lo encerró entre sus fuertes brazos mientras el oficial, prendiéndosele de la mano, se la retorció hasta hacer caer el arma. Enseguida, ayudado por los otros peones, lo maniataron y lo arrojaron sobre un carro que le facilitó el administrador para llevarlo al pueblo. Don Frutos recogió el saco del suelo, lo estrujó poco a poco como buscando algo y, luego, con el mismo chuchillo le descosió el hombro y allí, entre el relleno, encontró escondidas las monedas de oro y el anillo. Después volvió a la mesa a terminar su whisky y agradecer al dueño de casa su colaboración, terminado lo cual la comisión montó a caballo y emprendió el regreso.

Una vez que el preso estuvo bien seguro en el calabozo, el comisario y el oficial se acomodaron en la oficina.
Arzásola, impaciente, preguntó:
-Perdón, comisario, pero ¿cómo hizo para descubrir al asesino?
-Muy fácil m´hijo. Apenas le vi las heridas al muerto supe que el culpable era forastero.
-¿Por qué?
-Porque las heridas eran pequeñas y aquí nadie usa cuchillo que no tenga, por lo menos, unos treinta centímetros de hoja. Aquí el cuchillo es un instrumento de trabajo y sirve para carnear, para cortar yuyos, para abrir picadas en el monte y adonde se clava deja un aujero como para mirar del otro lado y no unos ojalitos como los que tenía el Tuerto. Después, cuando le metí el palito adentro, supe por la posición que el golpe había venido de arriba para abajo y me dije: Gringo.
-Cierto, lo oí pero, ¿cómo pudo saberlo?
-¡Pero m´hijo! Porque el criollo agarra el cuchillo de otra manera y ensarta de abajo para arriba como para levantarlo en el aire.
-¡Ah!
-Después medí la distancia de los pieses a la herida y marqué en la espalda del cabo, alcé el brazo y lo bajé, pero daba más abajo. Entonces me puse en puntas de pie y me dio mas o menos. Por eso supe que el asesino era como cuatro dedos más alto que yo y como mi medida, asegún la papeleta, es de uno setenta, le calculé uno y ochenta.

-Sí, ¿pero cómo adivinó que había escondido las monedas y el anillo en el saco?
-Porque con el calor que hacía no se lo sacaba de encima. Pensé que debía tener algo de valor para cuidarlo tanto y más me convencí cuando empezó a sacárselo y le vi la camisa pegada al cuerpo por el sudor. Servite m´hijo. Aquí vas a tener que tomarlo cimarrón.

Arzásola lo aceptó y dijo:
-Creo que voy a tener que aprender eso y otras cosas más.

Lo vació de tres o cuatro enérgicos sorbos y lo devolvió al milico; luego, como la mesa empezaba a tambalear nuevamente, tomó el libro de psicología y lo puso por debajo de la pata renga.